Piscinas, espejos de humanidad

El azul cloro sigue emanando un poderoso simbolismo. Artistas y arquitectos se tiran de cabeza.

«Pobre imbécil. Siempre quiso una piscina. Ya la tiene». Así se ríe el narrador de la película El crepúsculo de los dioses del pobre Joe Gillis, el guionista pelagatos que flota inerte en la alberca de Norma Desmond. Han pasado 66 años desde su estreno, pero una cosa sigue intacta, la piscina como símbolo de estatus definitivo, algo que se entiende en casi todas las culturas como sinónimo de «haber llegado». Transmite lujo, pero también orden, según Joan Didion, que escribió que, para los californianos de nacimiento como ella, estos espacios no tienen solo que ver con...

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«Pobre imbécil. Siempre quiso una piscina. Ya la tiene». Así se ríe el narrador de la película El crepúsculo de los dioses del pobre Joe Gillis, el guionista pelagatos que flota inerte en la alberca de Norma Desmond. Han pasado 66 años desde su estreno, pero una cosa sigue intacta, la piscina como símbolo de estatus definitivo, algo que se entiende en casi todas las culturas como sinónimo de «haber llegado». Transmite lujo, pero también orden, según Joan Didion, que escribió que, para los californianos de nacimiento como ella, estos espacios no tienen solo que ver con la afluencia, sino con el «control sobre lo incontrolable». Suponen una pequeña domesticación del océano al alcance de quien pueda pagárselo.

Two boys in a pool (1965), de David Hockney, el pintor que más matices ha sacado al cloro como símbolo de estatus y escenario de acecho sexual.

La moda las fetichiza –Fendi construyó una a modo de pasarela en la reciente semana de la moda masculina de Milán– y se apropia de su imaginario, chanclas incluidas. Y el arte contemporáneo encuentra en ellas una potente metáfora, de David Hockney a los escandinavos Elmgreen & Dragset, que este verano han colgado una pileta con la forma de la oreja de Van Gogh en pleno Rockefeller Center de Nueva York. «La pieza es una imagen nostálgica de lo que debía ser una buena vida en otros tiempos», explican los artistas, que admiten cultivar un «fetiche continuado con las piscinas». En una de sus obras más conocidas, Muerte de un coleccionista, aparece una figura de cera flotando bocabajo, a lo Joe Gillis.

El artista Alfredo Barsuglia construyó una balsa pequeña en medio del desierto de Mojave y dejó las llaves y las coordenadas de GPS en su galería de Los Ángeles. El reto para los visitantes era encontrarla y disfrutarla durante 24 horas. Según contó al L. A. Times, quería transmitir «el esfuerzo que conlleva alcanzar un bien de lujo», puesto que la mayor parte de la gente que sí tiene una alberca privada «ni siquiera la utiliza, solo le gusta decir que la tiene». La localización tampoco es inocente: abrir un oasis artificial en pleno desierto enfatiza lo poco sostenibles que resultan. Algo que también denuncia el fotógrafo alemán Stephan Zirwes con sus imágenes aéreas de láminas azules, que dispara desde un helicóptero con una cámara de 60 millones de megapíxeles. Su principal foco son las piscinas municipales alemanas, que –fotografiadas así– resultan hipnóticas.

La piscina que Elmgreen & Dragset han colgado en Rockefeller Center.

«Forman parte de mi infancia. Eran el mejor lugar para encontrarte con tus amigos, los padres podían relajarse y dejar a los niños sueltos. Cada barrio tiene un complejo acuático y siguen siendo muy baratos. La entrada para todo un día es de tres euros, mientras que en Estados Unidos todas se han transformado en parques acuáticos en los que hay que pagar hasta 120 dólares», denuncia.

No siempre fue así. Entre los años 20 y 40, en la época del New Deal, Estados Unidos se llenó de albercas públicas que actuaban como lugar de integración social pero, paradójicamente, su éxito y su inclusividad fue el germen de su declive, como cuenta el historiador Jeff Wiltse, autor del libro Contested waters: A Social History of Swimming Pools in America. Según Wiltse, durante los años 20 y 30, «hombres, mujeres, obreros y clase media nadaban en el mismo espacio, así que se erosionaron barreras de género y de clase». Tras la Segunda Guerra Mundial, las piletas municipales eran de los pocos lugares integrados racialmente y eso, a la larga, supuso su fin. «Los blancos mayoritariamente las abandonaron y se las dejaron a los negros; se construyeron clubes privados o piscinas en sus jardines. Esto supuso la resegregación de estos complejos en función de la clase social», lamenta Wiltse, que acaba su libro con un apasionado alegato por el retorno de los equipamientos municipales.

Board, óleo de Alex Beck

La plaza mojada
También en Australia las piletas públicas tienen un rol crucial, «lo que en Europa son las plazas, un espacio igualador que nivela las diferencias y que ha marcado nuestra identidad cultural», explican las arquitectas de la firma Aileen Sage que, junto a la paisajista Michelle Tabet, han diseñado el pabellón del país en la actual Bienal de Venecia, llamado The Pool. Ahí han creado una real y cuentan la historia reciente de Australia a través del agua.

Se reproduce, por ejemplo, un signo muy famoso en la ciudad de Melbourne –la cantautora Courtney Barnett lo menciona en una de sus canciones y aparece en varias novelas y películas– que dice «Aqua Profonda», escrito en mal italiano. Se pintó en 1954 para evitar que se ahogasen los niños inmigrantes que no entendían el rótulo en inglés. Además, para el pabellón pidieron a ocho australianos de distintos ámbitos, desde el medallista olímpico Ian Thorpe hasta el novelista Christos Tsiolkas, que compartiesen sus relatos piscineros; estos acabaron hablando de todo menos de braza y de crol: de su iniciación sexual, de los derechos de los indígenas, de tensión racial y, cómo no, del lujo y la riqueza. Porque, aun hoy, nada dice «lo conseguí» como una casa con piscina.

Seafood (2013), un collage del artista belga Sammy Slabbinck.

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