Navidades micro
La Navidad es a la alimentación lo que el Black Friday a la tecnología: gastamos en comida lo que no hacemos el resto del año. Y, en mi opinión, si hay que ponerse exquisitos en algún momento del año, mejor invertir en comida que en otro lujo.
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Hace unas semanas, una amiga compartía a través de Instagram stories (acompañándolo con el mejor emoji posible para expresar conmoción o incredulidad, la cabecita amarilla explotando) la noticia de la presencia de microplásticos encontrados por primera vez en leche materna humana. La noticia es escalofriante, y un claro ejemplo (uno más) de la inevitable exposición que tenemos desde que nacemos a una contaminación que ya es mucho más grande de lo que podemos controlar. A pesar de que es irremediable sentir una sacudida interna al leer este tipo de noticias, la realidad es que no es ninguna novedad. Desde que Rachel Carson denunciase con su Primavera silenciosa (1962) los peligros que el uso de pesticidas acarrearía no solo al planeta, sino a todos los seres vivos que en él habitan, lo cierto es que hay prácticas agroalimentarias cuya nocividad es de dominio público… Excepto para quien no quiere escuchar. O sea, casi todos nosotros.
De manera bastante semejante a la película Don’t Look Up, en la que DiCaprio y Jennifer Lawrence intentan alertar al mundo de la llegada de un cometa que colisionará contra la Tierra —mientras el mundo decide mirar hacia otro lado—, lo cierto es que el ser humano tiene esa capacidad de hacer oídos sordos a problemas cuya magnitud se nos presenta inabarcable. Gracias a nuestro instinto de supervivencia (si no fuese por él, entraríamos en parálisis por bloqueo) seguimos hacia delante; saltando de piedra en piedra, evitando tocar el agua. Agua que, por otro lado, está llena de microplásticos. Microplásticos que generan toxicidad en nuestros alimentos, al igual que lo hacen los pesticidas que denunciaba Carson, con los que se rocían los campos donde crecen los vegetales y pacen los lechazos que comeremos esta Navidad, porque, ¡ay! los días de celebración y banquetes por excelencia ya están a la vuelta de la esquina. La Navidad es a la alimentación lo que el Black Friday a la tecnología: gastamos en comida lo que no hacemos el resto del año. Y, en mi opinión, si hay que ponerse exquisitos en algún momento del año, mejor invertir en comida que en otro lujo.
Además, en la mesa el ‘lujo’ no tiene por qué ir asociado a grandes desembolsos, especialmente en los tiempos que corren. Aunque sin duda disfrutaremos si podemos descorchar un champagne, lo cierto es que el lujo puede tomar la forma que queramos: añadir a la receta de siempre esa especia que el resto del año se nos resiste por exótica, unas servilletas dobladas de manera especial que te hagan sentir en un hotel refinado (mi madre lo hace y funciona) o alargar la sobremesa un rato más. Y a la hora de elegir el menú, estamos a tiempo de establecer una serie de prácticas que podrían reforzar fórmulas de consumo que, en Navidad y el resto del año, nos ayuden a paliar esa incómoda sensación de descontrol que nos inunda cuando el mundo nos notifica que hemos perdido el control sobre lo que ingerimos. Más allá de elegir servilletas bonitas, podemos poner un poco más de atención en el origen y prácticas de producción que avalan los alimentos. Hay muchos agricultores y ganaderos que todavía nos aseguran que sus tomates no son relucientes a golpe de pesticida, y que sus vacas pastan en entornos abiertos mientras aseguran la supervivencia de los ecosistemas y perpetúan el principio de que la vida en la Tierra solo es posible mediante la interacción entre los seres vivos con su entorno. Hay microplásticos, pero también microdecisiones que pueden marcar una diferencia fundamental si las apilamos… Y quizás ese microimpacto que cada uno de nosotros tenemos sobre nuestro entorno pueda así deshacerse poco a poco, de ese molesto diminutivo.