Los mejores bares de toda la vida para tomar una caña en Madrid
Los bares de siempre están de moda. Hablamos con los responsables de algunos de los locales más míticos de la capital para saber cómo han conseguido ser fieles a su esencia y conquistar al público joven sin tener wifi.
Bodegas El Maño (Calle La Palma, 64)
Llegó a haber nueve bodegas El Maño. Ahora solo queda una en La Palma, 64. La actual propietaria, Marisol Muñoz, cuenta la historia. «El nombre de El Maño se lo puso su fundador, Francisco Martínez, a mediados de los años 40 del siglo pasado. Él se dedicaba a traer el vino de Aragón mientras sus empleados de confianza s...
Bodegas El Maño (Calle La Palma, 64)
Llegó a haber nueve bodegas El Maño. Ahora solo queda una en La Palma, 64. La actual propietaria, Marisol Muñoz, cuenta la historia. «El nombre de El Maño se lo puso su fundador, Francisco Martínez, a mediados de los años 40 del siglo pasado. Él se dedicaba a traer el vino de Aragón mientras sus empleados de confianza se encargaban de venderlo en las bodegas. Era una especie de franquicia de entonces», explica Marisol. El vino se almacenaba en el sótano en tinajas y lo vendía en la parte superior, en el bar. Las tinajas ahora son parte de esa memoria del Madrid castizo que ha logrado conservar este y algún otro local de la capital.
Cuando Marisol llegó a El Maño llevaba un año y medio cerrado. Había pasado de unas manos a otras hasta que acabaron bajando la persiana. Fue una época “complicada” para Malasaña, a finales de los 80 y principios de los 90. A partir de ahí, La Palma se convirtió en lo que ahora es la calle Pez, la calle de moda del barrio de moda. Y ella aprovechó el tirón.
El Maño se convirtió en un sitio al que había que ir, ya fuera a tomar una caña, un vermú o a comer alguna de las raciones que ella misma prepara, y que son las mismas desde que abrió en el 94, y nada de cocina moderna. Aquí se comen bravas, albóndigas, pisto o “croquetas, que tienen mucha fama”.
El Maño “no es un bar de viejos, aunque hay gente mayor”. La mayoría del público “ronda los 30 años”, algo menos los fines de semana. Los clientes son, más o menos, los mismos que cuando llegó hace ya más de 20 años. “La gente es muy fiel a El Maño, por eso me gusta este sitio”, agradece.
No hizo una gran reforma cuando llegó y tampoco se plantea hacerla ahora. Mientras ella siga al mando, continuarán los mármoles, la escayola del techo, los espejos de las puertas, de las baldas de las bebidas… “Esa es la gracia, que no es un bar nuevo, de estos ya no los encuentras. No ha perdido la esencia”.
El Palentino (Calle Pez, 12)
El Palentino es un bar clásico y uno de los pocos madrugadores de Malasaña. Dolores sube la persiana del bar a las siete de la mañana. Ella es vecina desde hace “50 años” y cuenta que el bar ha cambiado como lo ha hecho el barrio y, en este céntrico y podría decirse hípster barrio madrileño, quedan “seis o siete” vecinos de siempre y ya han perdido la costumbre de ir a merendar. Así que en El Palentino “todo es juventud” que llena el lugar hasta las dos de la mañana. Jóvenes, modernos y gente conocida. “Aquí viene todo el mundo y yo a la mitad no los conozco porque de verlos en la tele a verlos en persona hay mucha diferencia”, argumenta con el desparpajo que le da la experiencia de estar detrás de la barra.
Desde Esperanza Aguirre, a Eva Hache, Pablo Carbonell o Andrés Calamaro, hace recuento de a quiénes ha atendido al otro lado del mostrador de El Palentino, el típico bar de luces de neón, barra metálica y suelo de gres. Ha cambiado poco. “¿Para qué si así nos va bien?”, se pregunta. Y tiene respuesta: “Si lo cambias, lo matas”, asegura y aconseja a futuros propietarios.
Antes de que nada de esto pase, Álex de la Iglesia lo lleva al cine en su nueva película El bar, en la que El Palentino se llama El Amparo.
Y mientras Dolores hace repaso de la historia, ajena a la popularidad del establecimiento, un camarero le llama la atención por pararse a hablar mientras el bar va llenándose. Ella protesta ante la queja, que para algo es la dueña (junto a Casto Herrezuelo, hermano del marido de Dolores, Moisés) y la excepción en El Palentino, ella es la única de la familia que es de Mondoñedo. El resto, “todos palentinos”.
Bodegas Rivas (Calle La Palma, 61)
Julio Rivas Ortiz de Zárate fundó las bodegas a las que puso su apellido en 1923. 92 años más tarde, después de que la familia se desprendiera del negocio que durante un tiempo regentó Librado Martín Carrillo, un antiguo empleado de los Rivas, lo que Julio temía era que desapareciera lo que él había levantado con tanto esfuerzo. José Abreu, el nuevo responsable del establecimiento, le aseguró que aquello no pasaría. «Cuando Julio vuelve a sentarse en su bar, ahora al otro lado de la barra, reconoce la bodega como la de siempre. Estoy satisfecho con el cambio, porque hemos conservado el ambiente antiguo, pero adáptándolo a un nuevo tiempo», sostiene el encargado de Bodegas Rivas en esta nueva etapa.
Las tinajas por las que suele preguntar Julio, que entonces servían para conservar el vino que después vendían a granel, ahora son parte de la decoración. El vermú ya no se prepara con las máquinas antiguas que guardaban en el sótano sino que se sirve de grifo. Y el silencio o el murmullo del paisanaje de otros tiempos se ha sustituido por la música de Beyoncé o Lady Gaga cuando cae la noche y los jóvenes llenan el bar. Algunos de los clientes de toda la vida suelen acudir aún por allí y recordar “cuándo se conocieron” o lo que han cambiado las cosas desde que Julio dejó la barra de una de las bodegas más tradicionales de Malasaña.
Pero sus nuevos dueños han querido conservar la tradición que heredaron de los fundadores añadiendo un toque de modernidad, “que la gente sienta que el negocio ha evolucionado”. Quien lo conociera antes y haya vuelto en los últimos meses apreciará la diferencia porque, entre otras cosas, “está todo limpio y hemos cambiado la iluminación de dentro y de fuera”. Todo, unido a una especie de “museo en homenaje a los cuerpos de seguridad que nos protegen, sobre todo a bomberos”, con utensilios e indumentaria.
En la oferta gastronómica también hay avances. Soldaditos de pavía o paella de tapa pero también hamburguesas o platos combinados, que estos también vuelven a estar de moda.
Bodega de La Ardosa (Calle Colón, 13)
Fundada en 1892 por Rafael Fernández Bagena, propietario de viñedos en La Ardosa en Toledo “está entre las cinco bodegas más antiguas de Madrid”, dice su actual gerente Víctor Díaz.
La marca La Ardosa llegó a tener más de 30 establecimientos. Ahora quedan tres y cada uno tiene un dueño diferente. Este, en al número 13 de la calle Colón, en Malasaña, es el más popular. Estar en una de las calles de moda, ayuda. Esto, sin embargo, es relativamente reciente. “De los 80 a ahora el barrio es otra galaxia”, cuenta Víctor que trabaja codo con codo con Ángel Monje, el propietario. Él y su familia, son parte de la historia del negocio. Su padre lo compró en 1970. Ángel, su hermano Rafael y su madre, Conchita, se pusieron tras la barra en el 79. Montaron el primer grifo Guiness de España. Y Sebastian, de la entonces República Federal Alemana, tiene el récord de entre los bebedores de La Ardosa por haber consumido 14 pintas en 3 horas y 22 minutos el 25 de agosto de 1989, reza un cartel entre la profusa decoración, compuesta por cuadros de toros, toreros, un farol y muchas botellas.
El que vaya por allí, que pida “un vermú o una cerveza y un pincho de tortilla o unas alcachofas”, que han recibido incluso premios, recomienda Víctor a su clientela “multiedad”, con mayores “de mañana y de tarde” y jóvenes “más de noche”, con turistas “y mucha gente del barrio” que acude a este local protegido con una atracción bastante particular: hay que pasar por debajo de la barra para llegar a la parte de atrás de la bodega. Es algo que hay que hacer con frecuencia porque La Ardosa siempre está llena. Tanto, que Ángel y Víctor se han expandido al local de al lado: ‘Casa Baranda’ donde lo típico son los vinos generosos. Abierta por Paco Manteca en 1919, estuvo cerrada “70 u 80 años” hasta que llegaron sus nuevos propietarios y “con material centenario” la rescataron del olvido.
Taberna de Ángel Sierra (Calle de Gravina, 11)
Hace ya casi 20 años que Felipe Gallego regenta la mítica Taberna de Ángel Sierra, en la plaza de Chueca, exactamente en Gravina, 11. Era cliente del bar cuando Ángel Sierra (el hijo del fundador) falleció y durante una época lo regentó su hermana, Carmen y la viuda de Sierra Elvira. Era un lugar evidentemente “en decadencia”. A pesar de ello, a Felipe le gustaba. También a Pedro Almodóvar que lo eligió para una escena de La Flor de mi secreto.
Un día, Elvira, le ofreció a Felipe la posibilidad de que se hiciera cargo del negocio, y así fue cómo comenzó la nueva etapa de la taberna. Cuando el actual propietario quiso componer la memoria del bar, no lo consiguió en su totalidad. Elvira ya no vivía en su piso de la calle La Palma y Carmen Sierra había vendido el que tenía frente al bar.
Aun así, sabe que en 1910 aquí ya había una taberna cuyo dueño se llamaba precisamente como él, Felipe; y que en 1917 se la vendió a Ángel Sierra que, agraciado por la lotería, la reformó dándole el aspecto que ha mantenido hasta la actualidad. Compró los azulejos en La Cartuja de Sevilla y trajo la madera de Cuba.
Felipe perdió detalles de la historia pero hizo que el establecimiento recuperara el lustre. Invirtió un año en la restauración, “en hacer una obra de arte” con las pinturas, las maderas, los cristales serigrafiados, las lámparas, el suelo de la barra… “Le dio una alegría” y el público que tenía le aplaudió quedándose. Poco a poco fue añadiendo nuevo, más joven, de entre 30 y 40 años, “una juventud entrada en años, gente formal que da un ambiente muy majo”. Y así fue cómo “conservando todo lo que tenía puse la taberna en su tiempo”, cuenta satisfecho su dueño que aconseja tomar el vermú Iris que elaboran “de manera artesanal” en Reus para “muy pocos clientes”.
Vinícola Mentridana (Calle San Eugenio, 9)
Andrea D’ Ovidio, actor y director de teatro italiano, llegó a Madrid hace algo más de una década y se afincó en el entorno de Tirso de Molina. Poco después conoció Vinícola Mentridana, en el número 9 de la calle San Eugenio, bodega abierta en los años 20 por Manuel Calvino Martínez para vender el vino que traía de Méntrida, en Toledo.
Por aquellos tiempos, sin embargo, regentaba la taberna Unn, una mujer sueca. Ella le contó que cuando cogió el establecimiento, en 1999, tras una época en el que lo gestionaron varios miembros de la familia Calvino, quiso darle un toque personal. Le puso madera, llevó pinturas, esculturas y colocó tacones de zapatos por percheros. Así, con esa “combinación curiosa que permite reconocerle como un bar de toda la vida”, pasaron los años, con Unn tras la barra y Andrea como cliente. “Era mi bar. Donde pasaba las horas, acudía solo o con amigos… Hasta que un día la mujer quiso dejarlo y esperar tranquila la jubilación». Andrea, que estaba algo cansado de su trabajo y acababa de recibir una herencia, lo vio claro. “Lo cogí porque estaba enamorado del sitio, no era un bar cualquiera”, cuenta. De ahí que mantuviera todo más o menos como lo dejó Unn.
Aunque la estética del local, dice, es algo más que la de un bar típico madrileño, puede que la mayor mezcla esté entre el público. “Puedes encontrar gente mayor de toda la vida del barrio y gente joven. Un grupo de guiris, una maruja y un grupo de modernos, gente del cine, del teatro, escritores…”, describe el actor metido a tabernero. “Eso es lo que siempre me ha molado de la Mentridana que tiene un toque bohemio pero de verdad”. Pronto podrán verlo en un anuncio de cerveza que acaba de rodarse en el interior.
Aquí, su dueño aconseja una tosta, la que prefiera el comensal, y una cerveza o uno de sus vinos, solo españoles. Ahora en invierno, un vino caliente tampoco es mala opción.
Benteveo (Santa Isabel, 15)
El Benteveo es un escenario recurrente de la serie de TVE El ministerio del tiempo. “El bar tiene un rollo medio atemporal, como de los 70” y eso ha dado pie a que “se hayan rodado un montón de cosas”. También aparece en la película de Jonás Trueba, Los ilusos de 2013. Será por el “rollo” como dice Federico Herrera, uno de sus propietarios, o porque tienen cierta relación con el mundillo del cine. Otro de los tres socios del Benteveo, Alberto Ammann, ganó el Goya en la categoría de Actor Revelación por su actuación en Celda 211. De hecho, el Benteveo existe por él.
Federico, Alberto y Esteban Giampieri, un profesor de inglés, un actor y un contable, decidieron dejar Córdoba (Argentina) de donde son oriundos hace unos 15 años. Desde entonces quisieron montar algo juntos pero no fue hasta el día que Alberto les llamó y les dijo: “Chicos si quieren, ahora es el momento”. Y, desde luego, que quisieron. De esto hace ya cinco años.
Federico, quien repasa la historia del ahora Benteveo conocía el local y le gustaba a pesar de ser «un sitio difícil, abandonado y algo grasiento». Preparaban una paella los domingos y solía parar por allí. Se llamaba Los Nogales y lo llevaba una familia desde hacía más de 20 años. Antes fue El Chuletar, creen por un cartel antiguo que encontraron. Y en algún momento de su historia fue una casa de putas, según contó uno de los vecinos mayores del lugar.
“El rollo estético que tenía cuando lo cogimos iba con nuestra idea» y decidieron mantenerlo más o menos como estaba. “Nos da pena ver sitios de toda la vida que se cambian totalmente porque así es como se va perdiendo la identidad de las ciudades», piensan.
Retiraron la máquina de churros, la tragaperras, los azulejos, la encimera de la barra, cambiaron la iluminación, compraron mobiliario que podría encajar con la época a la que pertenece el bar, le pusieron música y lograron “un airecito nuevo”. Al principio consiguieron mantener a los parroquianos que seguían yendo a jugar al mus y al dominó, pero acabaron marchando. Llegaban nuevos tiempos y también nuevos clientes. “Coincidió con que la calle se puso mejor y empezaron a venir muchos artistas, matrimonios jóvenes, gente muy simpática para configurar una clientela muy guay”, describe.
Comen el lomito, un bocadillo típico de Córdoba, Argentina, que es un bocadillo de filete de ternera, queso, jamón, lechuga y tomate a la plancha; y beben cerveza, vermú y fernet, un clásico argentino. El nombre, Benteveo, también hace referencia a los orígenes de los tres artífices de la taberna. Es un pájaro muy típico en su ciudad y una palabra que “da juego” en la nuestra. Y ese era el objetivo.
Bodegas Lo Máximo (Calle San Carlos, 6).
En los años 50, Máximo abrió su bar, uno de los primeros de Lavapiés en los que empezaban a ponerse “gambitas” para acompañas a las cañas de cerveza y al vermú que el dueño fabricaba en el mismo local. “Es de los primeros bares de Lavapiés así, del estilo de Madrid”, cuenta Piluca Aranguren, una de las tres propietarias y cantante. Formaba parte de Amparanoia y ahora, de cuando en cuando, coge el micrófono y se sube al pequeño escenario que montaron en Lo Máximo y por el que pasaron, cuando la ley lo permitía, Manu Chao, Kiko Veneno, Fermín Muguruza, Macaco, Ojos de Brujo o Tonino Carotone.
Al nombre, Bodegas Máximo (después de él lo llevó su hijo, Paco, que había nacido en el bar y más tarde su mujer), le añadieron el artículo lo, que era lo que necesitaba para asegurarse el éxito. Era el año 2000, y aunque el bar “había decaído mucho”, Piluca, Mamen Fuertes y Elena Ros, que trabajaban en el bar de al lado, miraban a Máximo de reojo, pensando que dándole un buen lavado de cara conseguirían sacar adelante su bar que definen como “un espacio diferente dentro de un bar clásico”. Y lo hicieron. Conservaron parte de la clientela, incluso volvieron algunos que al principio no se fiaban del cambio, y se unieron los amigos y conocidos de las chicas. “Venía gente que tenía que ver con nosotras”: una cantante, una fotógrafa y una circense que han logrado que Bodegas Lo Máximo haya sido “un islote que se ha mantenido a flote”, a pesar de los vaivenes del barrio. Ahora que vuelve a cambiar, ellas siguen sin especializarse en un público o un estilo. Se puede ir “con buena compañía o solitario” a tomar “una caña madrileña”. Dice Piluca que el suyo es un “bar sin pretensiones en el que uno se siente como en casa”.
Casa Camacho (Calle San Andrés, 4)
Miguel Ángel, Santiago y Jesús González Pérez son hermanos y propietarios de Casa Camacho. Antes, fue su madre, Gloria y antes que ella, hubo otra dueña. “Aquí fueron todas mujeres”, de ahí que el apellido Camacho se perdiera entre los sucesores de los fundadores. Miguel Ángel recuerda a Carmen Camacho Iglesias como la primera, pero “creo que hubo otra antes” porque antes de que abriera Casa Camacho en el número en 1929 ya había un almacén de aguardientes. Estos hermanos son la cuarta generación a cargo del establecimiento “y la quinta ya está en camino”, aseguran.
Cuando los tres llegaron, en 1980, la clientela empezaba a cambiar. Los protagonistas de la llamada Movida madrileña comenzaban a llenar los establecimientos malasañeros. De la misma forma, dejaron de ir los vecinos de siempre. El público mayor se reemplazó por uno mucho más joven. Y desde entonces, la clientela se “renueva” cada lustro, más o menos lo que tardan los estudiantes en acabar la Universidad.
Acuden a esta “taberna típica” cuya especialidad es el vermú de grifo. La bebida tiene varias particularidades. Una es que lo fabrican los mismos dueños únicamente para su local en una antigua fábrica de Reus. Otra, es el sifón que le añaden, hecho por una saturadora que lleva allí desde que abrió la taberna. Todas las noches llenan la máquina, la única que queda en la capital, de agua y al día siguiente “está concentrado”. Se ha producido anídrido carbónico y la mezcla sale a “18 atmósferas de presión”, lista para preparar el famoso ‘yayo’, cuenta Miguel Ángel; un cóctel a base del vermú, ginebra y gaseosa.
“El yayo con unas aceitunas es obligatorio”, recomienda uno de los dueños de este local que ha logrado mantener la estética y, como el anterior, también hay que pasar por debajo de la barra. En este caso, para el ir al baño. Solo uno, nada de uno para cada sexo. El tiempo aquí no ha impuesto la separación. Ha permanecido también la barra de estaño, los azulejos, incluso una botella de Terry de “4 o 5 litros”, con su malla de cuerda y su corcho lacrado que compró la primera dueña, quizá para celebrar la inauguración de la bodega.
Bar La Mancha (Miguel Servet, 13)
Si las paredes del bar La Mancha hablaran, no pararían de contar historias. Tras el cierre de La Bovia (puede verse con detalle en la película de Almodóvar Laberinto de pasiones) “este se convirtió en el bar de los modernos durante años”, recuerda Carlos Alcolea dueño junto a José Manuel Bautista de La Mancha desde 1986. En los primeros años iba “gente alternativa, de la Movida”, era un sitio donde podías encontrar “desde un punki a un político”. Ese ambiente “es lo que hemos intentado mantener solo que ha cambiado mucho y los punkis escasean pero políticos y alternativos siguen viniendo por allí».
Cuando abrieron, Lavapiés era “un mal barrio”, ahora empieza a ponerse de moda. Aun así, La Mancha consigue conservar ciertas tradiciones adquiridas en estos años. “Las Nochebuenas y Nocheviejas se reúne aquí toda la clientela para felicitarse las fiestas”. Las noches de Reyes, sin embargo, ya no se pasan a base de cava. Las fiestas se les iban de las manos y tuvieron que dejar de hacerlas, aunque muchos aún las recuerdan y algunos siguen preguntando por ellas. “Fue divertido”, piensa Carlos mientras se acuerda de cuando montaban en la puerta un escenario para las fiestas del barrio y asiente: “Otros tiempos” que ha visto la clásica bodega que resiste desde 1935. Antonia y Manuel Arias Delgado fueron los fundadores de la bodega en la que vendían vino a granel y vermú de grifo.
Poco ha cambiado en La Mancha: se han mantenido los azulejos e incluso los cristales aunque algunos estén rotos. Es como si a través de ellos entrara aún la esencia del antiguo bar.
Casa Gerardo (Calle Calatrava, 22)
Gerardo regenta Casa Gerardo con su hermano Paco y su padre, el auténtico Gerardo. Éste último cogió la taberna en el 57 pero su historia se remonta a 1925. Gerardo, sin embargo, sabe cómo era antes de que lo empezara a regentar su progenitor. Era “un negocio donde se vendía vino a granel”, cuenta y como testigo quedan seis tinajas de cuatro arrobas y otras tres de 1.400 litros en un local que “hemos mantenido más o menos igual”.
Los propietarios lo conservaron entendiendo que “tenía el glamour adecuado”, con sus mesas de mármol, sus azulejos y sus cuadros del Atleti. Y eso, a pesar del paso de los años y de las costumbres. Porque el vino dejó de venderse a granel, luego llegó “la moda del cartón” y después el negocio se fue convirtiendo en algo mucho más sofisticado. “En la época de mi padre era impensable que alguien se tomara una copa de cava y ahora diez tipos de cava. Antes había dos o tres vinos y una cerveza. Ahora tenemos 50 referencias de vinos y 30 de cervezas artesanas, además del vermú de Reus y 30 clases distintas de quesos artesanos” que ampliarán a 80 en las próximas jornadas de queso que organizarán avanzado el mes de enero. “Hemos escuchado al bar y al cliente. Hemos estado abiertos y tenido iniciativa para probar cosas nuevas”.
Desde luego, Casa Gerardo ha cambiado porque también lo ha hecho su clientela: “Se ha perdido un poco de esa esencia de barrio. Los habituales se han ido haciendo mayores” y no han tenido el relevo entre los de su quinta. Ha cambiado “el perfil castizo que había” por una gente más joven y diversa, que busca “otras cosas”, cosas que ellos han sabido dar.