De cuerpo entero
“Por fin, después de un largo periplo, me decidí a habitar el cuerpo en el que había nacido, con todas sus particularidades. A fin de cuentas era lo único que me pertenecía y me vinculaba de forma tangible con el mundo, a la vez que me permitía distinguirme de él”, dice Guadalupe Nettel en El cuerpo en que nací.
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“Por fin, después de un largo periplo, me decidí a habitar el cuerpo en el que había nacido, con todas sus particularidades. A fin de cuentas era lo único que me pertenecía y me vinculaba de forma tangible con el mundo, a la vez que me permitía distinguirme de él”, dice Guadalupe Nettel en El cuerpo en que nací.
Siempre he sido una persona extremadamente torpe. Desde pequeña tengo las piernas llenas de moratones consecuencia de golpes contra cantos de mesas, pilas de libros o cualquier objeto que se interponga en mi camino. Recuerdo una de las primeras veces que monté en bici, deporte de alto riesgo para alguien tan descoordinada como yo, y la caída espectacular que siguió. Las marcas de esos golpes fueron una de las primeras tomas de consciencia de mi cuerpo: los morados pasando de negro a lila y amarillo, las heridas sangrantes convirtiéndose en costra. A los 12 años me apunté a danza clásica, una de las pocas actividades físicas que me sentía capaz de afrontar. Aunque estaba lejos de ser un cisne majestuoso, la disciplina de ir a clases de ballet y las amistades que se creaban en ese aula me mantuvieron en ella una década más. En los maillots y los espejos de cuerpo entero de las salas observé durante años mi cuerpo adolescente transformarse —los centímetros que gané, la forma de mi cara cambiando, las subidas y bajadas de peso, las distintas alteraciones en mi cutis o mi pelo en función de la etapa y el momento.
Recuerdo que el año antes de empezar la universidad tuve mi primer episodio de ansiedad. Estaba yendo a clase cuando de repente noté que mis manos no me respondían, como si hubiera perdido el tacto. En el médico me dijeron que no se trataba de un problema físico, sino de una respuesta del cuerpo a lo que estaba pasando por mi cabeza. Si hubiera prestado más atención, quizá habría visto días antes en el espejo de ballet señales que ahora detecto rápidamente: las uñas clavadas en la palma de la mano, el párpado que palpita cuando acumulo tensión. En varios de los ensayos de su libro El anzuelo del diablo, la escritora Leslie Jamison aborda el tema del sufrimiento femenino y la relación de las mujeres con nuestro cuerpo y sus dolencias. A través de su experiencia personal, que va desde tener un aborto hasta trabajar como falsa paciente en facultades de medicina, Jamison estudia las complejas representaciones del dolor femenino. Una de las ideas centrales y la obsesión de la autora es la necesidad de salir de la autocompasión, de la percepción de este dolor de las mujeres (físico o psicológico) como un fetiche, que cree que encarnan figuras como Sylvia Plath. El dolor, la ansiedad, escribe la autora, la relación con nuestros cuerpos, son también lo que las mujeres decidamos hacer con él.
Es curioso como a veces el estímulo más inesperado me transporta en el tiempo a una canción de Quique González (¿quién se estrella cuando tú te estrellas también?), un capítulo de The OC. De repente vuelvo a ser esa adolescente contemplando su figura cambiar frente a una barra de ballet. Soy la adulta que se ha pasado años sin subirse a una bici después de aquella caída. Ahora presto mucha más atención a los cambios de mi cuerpo, y a todas las alertas que se activan en él. Hace tiempo que no tengo un episodio de ansiedad, y no he vuelto a practicar danza clásica. Pero hay días en los que mientras paseo me veo en el reflejo de los rascacielos y corrijo mi postura. O encuentro, una vez más, un morado gigante de procedencia desconocida. Y trato de habitar de la mejor forma posible el cuerpo en que nací.