10 claves para no dar el cante como turista

Respeto y paciencia son claves para viajar lejos sin sobresaltos.

El mundo es complejo. Diferente. Ni mejor ni peor, solo diferente. Lo que en un lugar es de uso común en otro es una rareza. Lo que en casa no llama la atención ni molesta en otros lugares choca, irrita o decididamente insulta. No hace falta hacer un Master ni hablar siete idiomas para ser un turista responsable. Basta con no juzgar con nuestros parámetros, abrir la mente, ser tolerante y hasta, por qué no, ir dispuesto a aprender. Y como decían nuestras abuelas “allá donde fueres, haz lo que vieres”. 

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El mundo es complejo. Diferente. Ni mejor ni peor, solo diferente. Lo que en un lugar es de uso común en otro es una rareza. Lo que en casa no llama la atención ni molesta en otros lugares choca, irrita o decididamente insulta. No hace falta hacer un Master ni hablar siete idiomas para ser un turista responsable. Basta con no juzgar con nuestros parámetros, abrir la mente, ser tolerante y hasta, por qué no, ir dispuesto a aprender. Y como decían nuestras abuelas “allá donde fueres, haz lo que vieres”. 

1. Vestir con arreglo al destino y no al termómetro
Antes de hacer la maleta no está de más plantearse adónde vamos. No qué temperatura hará sino cómo visten ellos. Los minishorts que tanto nos gustan en Europa no son bienvenidos en ciertos países (tampoco las bermudas de ellos, dicho sea de paso) y causan cierto sonrojo en comunidades rurales. Tampoco son el dress code adecuado si se va a visitar edificios religiosos, tanto da si son mezquitas o catedrales católicas. Pantalones largos y manga larga aunque de fino algodón ahorran disgustos, malos tragos y ayudan a acercarse a la comunidad local. Hablar a un lugareño sin quitarse las gafas de sol puede interpretarse como una grosería. Otras veces, en cambio, nos evitará confrontaciones innecesarias por mirar a los ojos a quien no debíamos. Un mero vistazo a nuestro alrededor nos dirá si es mejor dejarlas o quitárnoslas.

2. No tocar

Los mediterráneos somos muy dados a besar, abrazar, dar palmaditas en la espalda… Nos gusta el contacto físico. Hay culturas en las que el roce no hace el cariño sino que molesta. Los mismo que hablar a corta distancia, en tono elevado o gesticulando en exceso. Nuestro colegueo puede parecer una falta de respeto para los japoneses. En algunas comunidades de Vietnam es una falta de respeto acariciar la cabeza de los niños, gesto que, sin embargo, es habitual en nuestra cultura acompañado de un simpático “¿qué pasa, chaval?”. Ante la duda mejor no tocar.

3. Ser paciente

Nos tiramos once meses a golpe de estrés y luego nos cuesta desconectar. Pero eso no es excusa para perder los estribos en un pequeño restaurante en un lugar remoto porque no van a la velocidad de McDonalds. Si pedimos pollo en un lugar donde no hay electricidad alguien tendrá que coger una bicicleta, ir a la granja más cercana a por un animal, matarlo, desplumarlo y echarlo a la cazuela. Y eso lleva tiempo. En estos casos, si hay otros comensales tomando un simple plato de legumbres, mejor pedir ese plato que probablemente ya esté preparado. Ahorraremos tiempo y malas caras. Lo mismo en el transporte público. Hay lugares donde los autobuses salen cuando se llenan. Y se llenan hasta arriba, con humanos, equipajes, productos de la huerta y algún que otro pequeño animal. Por mucho jaleo que montemos no va a salir antes ni va a parecer un vagón de preferente del Ave. 

4. No menospreciar

Que la gastronomía patria nos guste es lógico porque vivimos aquí. Que la consideremos excelente, también, porque lo es. Pero el paladar se hace y el gusto tiene mucho de cultural. Eso no implica despreciar otras culturas culinarias. Y mucho menos hacérselo saber a nuestro anfitrión. Si algo no gusta mejor no tomarlo con la excusa de que se está mal del estómago antes que señalar con gesto de asco. Sobran comentarios del tipo “estos no tienen ni idea de lo que es un buen chuletón”. Posiblemente a esa persona tampoco entendería a primera vista nuestros calamares en su tinta, los percebes o los callos a la madrileña. Pero esa misma razón no todo el mundo comparte la pasión de los franceses por los scargots, o sea, la cazuela de caracoles. O la de los alemanes por el vino caliente. Cuestión de culturas.

5. Tratar a los niños como niños
Por alguna extraña razón hay occidentales se creen Papá Noel en cuanto ponen el pie en países donde los niños juegan en la calle y no encerrados en su habitación delante de una consola. Y lo mejor que se les ocurre es regalarles todo tipo de objetos, desde bolígrafos a gorras. O darles dinero. Esto convierte el arte de mendigar en un juego de niños y abre las puertas a un posible círculo vicioso en el que los adultos se aprovechan y acaban obligándolos a mendigar. El caso más deleznable se produce cuando los turistas rumbosos le ven la gracia a tirarles monedas o caramelos desde el autobús o desde la ventanilla de un tren como sucede en el Lagarto Rojo que atraviesa las gargantas del Selja en Túnez. Son niños, no chimpancés en un zoológico. Si creemos que necesitan ayuda mejor ponerse en contacto con alguna ONG sobre el terreno y hacer un donativo.

6. No convertir en souvenir lo que no lo es

Si el turista ideal es el que deja un buen recuerdo pero ninguna huella física existe otros que practica justo todo lo contrario: el afán por llevarse aquello que no está permitido. O sea, erosionando o expoliando. Las piedras de un parque nacional no son souvenirs para llevarse a casa cual guijarro del Muro de Berlín empaquetado. Ni se debe arrancar coral en los arrecifes ni mucho menos echarse al bolso alguna estatuilla en un yacimiento arqueológico. Primero porque es antiético pero es que además en los aeropuertos hay escáners y registros manuales y lo que empezó como una gracia puede terminar en un disgusto aduanero serio. Y lo que es peor, el daño al entorno ya estará hecho. Para souvenirs típicos ya están los mercados locales.

7. Comportarse

Y seguir las normas del lugar. Tan sencillo como eso. Aunque las acciones descerebradas quedan muy graciosas en las comedias americanas en la vida real es de ser un turista irresponsable. Y esto implica no hacer la croqueta sobre una duna protegida, no salirse del sendero habilitado para caminar en un parque natural para no machacar el resto del terreno y, por supuesto, no encaramarse a las ruinas para hacerse una foto divertida.

8. Respetar las costumbres locales
A este lado de los Pirineos hay quienes corren delante de los toros, queman Fallas y se lían a tomatazo limpio en las calles de Buñol una vez al año. No debería extrañarnos que los aborígenes Anangu sigan realizando sus ritos ancestrales en el Uluru y que rueguen a los turistas que se abstengan de subir a ese monolito que para ellos es sagrado. O que en Isla de Pascua no permitan pisar las piedras de los Ahu (los altares bajo los Moai, palabra que, por cierto, se escribe siempre así, sin plural) aunque nos puedan parecer una mera aglomeración de rocas de mediano tamaño.

9. No fotografiar sin pedir permiso

Es el caso del turista que se cree enviado especial de National Geographic y le mete el objetivo en la cara al primer nativo que ve. Si uno no lo haría en Las Ramblas, ¿por qué se abre la veda en cuanto uno cruza unos cuantos husos horarios? Todos los seres humanos tienen dignidad y sus derechos de imagen, aunque estén en una aldea remota. Antes de fotografiar no está de más pedir permiso, sonreír y, si la respuesta es no, guardar la cámara y despedirse con gesto amable.
 
10. Aprender algunas palabras

“Buenos días”, “por favor” y “gracias”. A todo el mundo le gusta escucharlas en su idioma y aprecia el esfuerzo del visitante por chapurrear su lengua aunque ya no se sepa decir nada más. En ningún caso empecinarse en hablar castellano porque “es una lengua que hablan 500 millones de personas en el mundo”. Nuestro idioma es uno más entre miles lenguas y dialectos, muy hablado, sí, pero de nada nos servirá si nuestro interlocutor no es hispanohablante. La prepotencia es el peor pecado del turista aficionado a dar el cante.

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