Pase privado
Cuatro cineastas españoles han imaginado sus oníricas historias para el aniversario de S Moda. Y han puesto en manos del equipo de la revista el desafío de convertir estos relatos inéditos en realidad.
CINE CLUB, POR PABLO BERGER
SINOPSIS. Una niña cinéfila quiere ver a toda costa una película de dos rombos, pero no la dejan porque siempre acaba teniendo pesadillas. Esta vez va a confundir sueño y realidad. ¿O no?
REPARTO: Son los actores del segundo largometraje de Pablo Berger, Blancanieves. De izda. a dcha., Emilio Gavira lleva pantalones y chaqueta de Cortefiel, camisa de Pepita is dead, bombín y pajarita, ambos de Maty. Inma Cuesta y Macarena García lucen vestido y botines, todo de Dolce & Gabbana. Sofía Oria llev...
CINE CLUB, POR PABLO BERGER
SINOPSIS. Una niña cinéfila quiere ver a toda costa una película de dos rombos, pero no la dejan porque siempre acaba teniendo pesadillas. Esta vez va a confundir sueño y realidad. ¿O no?
REPARTO: Son los actores del segundo largometraje de Pablo Berger, Blancanieves. De izda. a dcha., Emilio Gavira lleva pantalones y chaqueta de Cortefiel, camisa de Pepita is dead, bombín y pajarita, ambos de Maty. Inma Cuesta y Macarena García lucen vestido y botines, todo de Dolce & Gabbana. Sofía Oria lleva pijama de Pepita is dead. La pared se ha revestido con paneles de Fastbo, barra y cortinas de Ikea, molduras de pared de Leroy Merlin y espejos de Youtopia.
Todas las noches de los domingos ocurre lo mismo. Primero, suena su animada sintonía, luego, yo me pongo delante del televisor y coloco bien el tapete debajo del Payaso de Lladró que descansa sobre la Telefunken. Mi objetivo: tapar con mi cuerpo los dichosos rombos que, como las caras de Bélmez, salen o no en la esquina derecha de la pantalla. A veces, las menos, hay suerte y no aparecen. Y solo entonces me dejan ver mi programa favorito: Cine Club. Pero cuando salen, dos en esta ocasión, mi madre siempre me grita: “¡A la cama, Carmen!”, y entonces no hay tutía. Pero, entre que remoloneo un poco y doy besos a todo perro pichichi, siempre veo por lo menos el comienzo de la película que dan. Algo es algo. Esta vez, un montón de nombres raros aparecen sobre imágenes de chicas en minifalda, hombres con bombín y autobuses rojos de dos pisos… España no es, seguro. La música que acompaña a las estampas es lo que mi padre llama ruido. A mí me encanta. De repente, como un disparo, del fondo, unas grandes letras aparecen llenando la pantalla: DRÁCULA 73. Tras ellas, un hombre con los ojos rojos brillantes y enormes colmillos me mira directamente a los ojos. Presiento que esta noche, otra vez, voy a tener pesadillas.
Ya metida en mi cama y embutida en mi pijama de la familia Telerín, pego la oreja a la pared e intento seguir como puedo la película. No es fácil, los diálogos, muchas veces, son incomprensibles a través del tabique que separa mi habitación del cuarto de estar. Aunque esta vez, poco a poco, estoy atando cabos y haciendo mi propia película de vampiros en mi cabeza. Los ojos se me cierran…
Me despierto sobresaltada por unos retorcijones de tripa. Tengo que ir al cuarto de baño a todo correr si no quiero mojar el colchón. No soy miedosa, pero no me gusta nada de nada ir al baño sola en mitad de la noche. No me queda otra, así que me levanto despacio, me pongo mis zapatillas de peluche, y, a oscuras, palpo el camino de gotelé hasta llegar a mi destino. Llevo conmigo a mi muñeca Nancy.
Entro, enciendo la luz.
Las luces fluorescentes chisporrotean. Al girarme no doy crédito a mis ojos, en lugar de estar en nuestro diminuto baño del tamaño de una cabina de teléfono, me encuentro en una inmensa sala forrada de baldosas blancas. Si no fuese porque ya tengo diez años, diría que en estos momentos estoy soñando. Pero esto es real, me estoy meando. Observo cómo del techo suspenden docenas de enormes ganchos de los que cuelgan grandes y abultados sacos blancos. Tengo la sensación de que, en varios de ellos, algo se mueve dentro. Me parece estar viviendo una película que vi en Cine Club en casa de mis primos. Se llamaba La invasión de los ultracuerpos. ¡Qué miedo pasamos!
Sin avisar, una alargada sombra, lentamente, comienza a avanzar hasta cubrirme por completo. Asustada busco su origen. De detrás de uno de los fardos colgantes frente a mí, aparece un diminuto hombre, todavía más bajo que yo. Lleva un traje rojo brillante y tiene un fino bigote. Mientras me sonríe, se levanta ligeramente el bombín, también rojo, que cubre su cabeza. Sus ojos negros son grandes e intensos.
Como he leído muchos cuentos y he visto muchas películas, desconfío, pero le devuelvo la sonrisa. Comienzo a andar para atrás sin quitarle la mirada, por si las moscas. Tras el enano, aparecen dos mujeres. Me recuerdan a Las Grecas. También sonríen. Tras el susto inicial, me fijo en lo guapas que son y en la ropa tan preciosa que llevan. Mi Nancy estaría modernísima con ambos conjuntos.
Mi sexto sentido me dice que me deje de tonterías porque estoy en peligro. Tengo que volver. Corro hacia la puerta de metal por donde he entrado. Veo sobre ella el reflejo de mis nuevos amigos en el aire volando hacia a mí. Sus ojos rojos y sus colmillos brillan en todas las direcciones. Cierro los ojos, fuertemente, esperando que todo sea una pesadilla, mientras grito: “¡¡¡MAMÁÁÁÁÁÁÁÁÁ!!!”.
'NOSOTROS 2024', POR DANIEL SÁNCHEZ ARÉVALO
SINOPSIS. En un futuro relativamente distante, una pareja no solo comparte su vida, también sus sueños; pero estos, a través de un microchip implantado en sus cerebros. Una compenetración mental que tiene ciertos inconvenientes.
REPARTO. Quim Gutiérrez y Verónica Echegui están rodando actualmente con Daniel Sánchez Arévalo La gran familia española, su último largometraje. Quim lleva abrigo de Lanvin y pantalones de Moschino Love. Verónica luce abrigo de Jil Sander. En segundo plano, el patinador viste camiseta de H&M, bermudas de Lotto y patines de Se rueda. El mural es de Bloompapers.
–¿Me pasas el azúcar? En el año 2024 el azúcar seguirá siendo el principal patrón de dulzor. Él se la tiende sin siquiera mirarla a la cara. Y siguen desayunando en silencio.
–¿Qué te pasa, por qué estás tan callado?
–No estoy callado. Estoy normal.
Ella, efectivamente, piensa que está normal, porque últimamente lo normal es estar callado y mal. Está a punto de reprochárselo, pero no tiene energía para meterse en una discusión, otra más. Además, sabe que, en cualquier caso, él va a acabar diciendo:
–¿Quién era?
Y ella respondiendo:
–¿Quién era quién?
–El del sueño de anoche. Estábamos juntos paseando por un paseo marítimo muy parecido al que vimos en Coney Island cuando fuimos a Nueva York. Y cruza un tipo en patines, todo musculado y sudoroso, se gira sin dejar de patinar y nos saluda con su sonrisa de puta madre. Bueno, sobre todo a ti. Íbamos muy abrigados. Hacía frío. Claramente era invierno, como cuando fuimos nosotros. No tiene sentido patinar tan desabrigado, como si fuera verano. Explícamelo.
Ella no piensa entrar al trapo. Juegan al silencio. Pero en este juego él está mucho más entrenado. Su silencio es casi más violento que sus palabras. Sabe jugar al silencio combinándolo con una perfecta dosis de agresividad, calma, confianza, decepción para con la pareja, pena por sí mismo y orgullo reivindicativo. Así que ella no tarda en sucumbir.
–No sé quién era el del sueño, ni por qué iba tan desabrigado. Te recuerdo que no es mi sueño, es NUESTRO sueño. A lo mejor tú generaste esa imagen. Igual no tiene que ver con mis deseos. Igual tiene que ver con tus miedos, con tus mierdas y con tus celos…
–Me voy a quitar el chip. No quiero seguir compartiendo sueños contigo.
–Pues mejor. Nos lo quitamos y se acabó. Que ya estoy harta. Empiezo a pensar que me lo regalaste para tenerme controlada hasta cuando duermo.
A él estas palabras le duelen mucho y ella lo sabe. Porque el chip para compartir sueños, además de ser extremadamente caro y un bien de lujo al alcance de pocas parejas, es un regalo que él le hizo a ella por su tercer aniversario. Y en ese momento todo estaba normal, cuando normal significaba estar suficientemente enamorados, compenetrados y respetuosos. Por todo esto, ella decide suavizar la situación:
–No le des la vuelta. Era un sueño bonito, amor: paseo marítimo tipo Coney Island, juntos, abrigados, frío otoñal, paseando…
Ella se siente cobarde. Se da un poco de asco a sí misma. Pero lo único que quiere es terminar el desayuno con cierta tranquilidad, salir de allí cuanto antes e irse a trabajar. Ya lidiará dentro de diez horas con esa angustiante sensación de no querer volver a casa, y menos aún meterse en la cama.
–¿Me vas a decir ya quién era?
–¡Tu puta madre era! ¡Hombre ya! ¡No puedo más! ¡No sé quién era!
–¿Quieres que te ponga la repetición del sueño? ¿Te la pongo y congelamos su cara para ver si lo reconoces?
–No, no quiero que me lo pongas. Además lo he borrado.
–¿Cómo que lo has borrado?
–Sí, lo he borrado. Acumular sueños por acumular me parece una tontuna.
–Lo has borrado a posta, para eliminar cualquier evidencia.
–No, lo he borrado porque sabía que me ibas a amargar el desayuno con el puto sueño. Como vienes haciendo en el último mes. Cualquier hombre que aparezca en nuestros sueños ya es un pollo al día siguiente, aunque aparezca un segundo de espaldas.
–Si sueñas con tíos delante de mí, ¿qué no harás cuando duermes sola?
–Cuando duermo sola, duermo sola. Sola, ¿entiendes? Sin nadie más al lado. Porque en mi cama no entra nadie más que tú. Y si no eres capaz de valorar eso, vete a la mierda.
Los ojos de ella se ponen acuosos. Él siente que ella ha superado la prueba de sobra, volviendo a demostrar una vez más su fidelidad a base de desesperación y enfado, cosas que él entiende como fundamentales en el amor. Antes de hablar, se promete que será la última vez que le monte un pollo.
–Igual se han jodido los chips. ¿Quieres que mire en la web a ver si hay alguna actualización disponible?
–No, los chips funcionan muy bien. Somos tú y yo los que ya no funcionamos, ¿no te das cuenta?
–Perdona, cariño, se me ha ido la olla. Claro que funcionamos. A mí me encanta vivir, dormir y soñar contigo…
Ahora podría terminar su desayuno con calma, gozar incluso de unos minutos cariñosos por parte de él e irse a trabajar pensando que todo va a estar bien. Pero en vez de terminar su café dulce, pulsa ágilmente con sus dedos sobre una esquina de la mesa comedor, introduciendo un código. Se despliega un menú interactivo suspendido en el aire verticalmente, justo a la altura del centro de la mesa, entre ellos dos. En el encabezado pone: «NUESTROS SUEÑOS». Y, debajo, iconos con las fechas de cada sueño. Ella pulsa sobre el más reciente y comienza a reproducirse.
–No lo has borrado –dice él sorprendido.
–No, no lo he borrado.
–No hace falta verlo, cariño, de verdad que no…
Él intenta parar el vídeo del sueño desde su lado de la mesa, pero pronto comprende que ella ha bloqueado el teclado táctil.
–Vamos a verlo –dice ella extremadamente calmada.
Se quedan quince minutos viendo el sueño en silencio. Es mucho más largo de lo que él recuerda. Es idílico, tranquilo, otoñal y real. Tan real como siempre ha sido su relación, o como ellos la han vivido al menos, vanagloriándose de su complicidad y criticando en la intimidad las defectuosas relaciones de sus amigos. Él experimenta un momento de euforia en el que incluso empieza a dudar de la existencia en el sueño del hombre en patines con sonrisa perfecta y poco abrigado para la época del año. Pero sí, el hombre de la polémica existe. Aparece muy fugazmente, casi como si fuera un fantasma, borroso, porque los sueños, al igual que las películas, también tienen planos desenfocados.
La imagen se congela en un primer plano de él, justo en el momento en el que los mira de reojo. Muy de reojo de hecho, nada parecido a lo que él había sobredimensionado en su fantasía. Él está a punto de preguntarle a ella por qué ha parado el sueño, pero se da cuenta de que no lo ha parado. Esa es la última imagen del sueño. Los sueños nunca terminan con un fundido a negro, terminan con una imagen. Y esa cara, esa mirada de reojo sin ninguna intención, es la imagen que ha provocado que él se despertara bruscamente y el sueño se interrumpiera, o terminara, según se mire.
–Se le ve muy borroso –dice ella–, pero juraría que estaba el otro día en la fiesta de cumpleaños de Carol. Estaba con su novio gay, un periodista así un poco gordito con bigote. Es la única vez que lo hemos visto en nuestra vida. No recuerdo ni cómo se llama. Si quieres llamo a Carol y le pregunto.
–No, cariño, da igual –dice él, tratando de ocultar su vergüenza y derrota–, lo siento, de verdad te juro que…
Ella lo interrumpe.
–¿Te acuerdas de Juan, el chico de mi oficina con el que te obsesionaste hace dos meses?
Claro que se acuerda de él. No hace falta ni que conteste.
–Hasta que tú lo mencionaste yo nunca me había fijado en él. Nunca. No me gustaba nada, de hecho. Pero según tú yo estaba loquita por él. Te obsesionaste tanto que empezó a colarse todas las noches en nuestros sueños.
Aparecía tanto que empecé a tener curiosidad por él. A verlo de otra manera. A verlo tal y como tú lo fantaseabas, no tal y como era, porque ni tú ni yo teníamos ni idea de cómo era realmente… Hace un mes, al salir del curro, me tomé una cerveza con Juan. Una sola cerveza. Quince minutos. Suficiente para que me sintiera muy culpable y traidora. Esa noche lo pasé fatal a tu lado. No dormí nada por miedo a que apareciera en nuestros sueños. Ella saca del bolsillo de su bata un chip diminuto intradérmico, con forma de cápsula y textura de porcelana.
–Al día siguiente fui a ver a un hacker, me desactivó el chip y me lo sacó. Me aseguró que el tuyo seguiría funcionando y registrando los sueños, tus sueños, solo los tuyos. Ya no serían compartidos, sino tuyos y solo tuyos, y que no te darías cuenta.
Ella le otorga un silencio con el que él, por primera vez en su vida, no sabe qué hacer.
–Por las mañanas, cuando te crees que madrugo para hacer mi tabla de ejercicios, lo que hago es revisar todos tus sueños, para saber de qué me hablas cuando me montas pollos. Otra cosa que hago cuando llegas tarde del trabajo es volver a ver todos los sueños en los que salía Juan y masturbarme. Esos sueños que tú te empeñabas en no borrar como si fueran la prueba irrefutable de un delito… No he vuelto a hablar con Juan desde aquella cerveza. Hola, adiós y poco más. Debe pensar que soy una borde. Y a estas alturas no creo que él sienta ya el más mínimo interés por mí. Pero me he quedado enganchada a los sueños, a tus sueños. Y ahora necesito averiguar si es tan maravilloso como en la peor de tus pesadillas.
Ella posa el chip en la mesa, se levanta y se va a la habitación. La puerta se cierra automáticamente.
El minúsculo temblor que provoca la puerta al cerrarse basta para hacer rodar el chip por la mesa y precipitarlo al vacío. Antes de caer, él lo agarra hábilmente.
Pablo Zamora
'MIGAJAS', POR JUAN CARLOS FRESNADILLO
SINOPSIS. Hansel y Gretel no solo tienen que hacer frente a la bruja del bosque, también tienen que asimilar la cruda realidad: su padre prefiere abandonarlos en el bosque que contrariar a su madrastra.
REPARTO. Pilar Bardem viste capa de pedrería de Europa Europa, jersey de Zara y falda de Max Mara. Miriam Martín luce camisola de Sonia Rykiel, falda de Lili Gaufrette, cesta de Paule Ka, zuecos de Gunnel’s y calcetines de Cóndor. El pañuelo es de la estilista. Izán Corchero lleva camisa de Bóboli, chaleco y pantalón de Boss Kidswear, gorra de Jean Paul Gaultier Junior, zuecos de Gunnel’s y calcetines de Cóndor. La pared se ha pintado con pinturas Leroy Merlin. El ramaje y la tierra son de Los Peñotes.
“Tenemos que abandonarlos en el bosque”.
El susurro se convirtió en cuchillo y voló hasta llegar a los oídos de Hansel, escondido en las sombras de la oscilante luz de la casa, temeroso desde hacía varias noches de que su madrastra dijera el secreto más terrible que un niño puede escuchar. El niño sintió un tibio alivio cuando por fin lo siniestro se hizo palpable y se pudo tocar. Aunque hubo algo inesperado: entrever en la oscuridad el rostro de su padre, compungido y acobardado, aceptando el mandato de su mujer. Y fue entonces cuando sin remedio el cuchillo se clavó en el pecho de Hansel, con lentitud, al mismo ritmo que las lágrimas de su hermana Gretel cuando se atrevió a confesarle lo que acababa de escuchar…
Manos enlazadas con el padre, los hermanos aparentan no saber nada mientras se adentran por el bosque del abandono. Con la madrastra liderando una excursión inofensiva y Hansel, de nuevo a escondidas, echando migajas para dejar un rastro como estrategia para regresar a su casa. Aunque esta sea un infierno oculto de desamor y cobardía…
Solo en la infancia se puede aceptar algo así. No hay poder ni capacidad para hacer o luchar por otra cosa. Fingir es una cuestión de supervivencia.
Lo paradójico de esta amarga historia es que la fortuna tomará la forma de una bandada de pájaros que se comerá esas migajas. Haciendo desaparecer el rastro y enfrentando a los hermanos a una realidad aparentemente más terrorífica… una bruja tocada por la gula que se quiere preparar un gran banquete con dos corderitos tan deliciosos… la invocada bruja de todos los cuentos desplegando su habitual crueldad. Necesaria presencia para hacer crecer a nuestros pequeños héroes; forzando a Hansel y Gretel a luchar y tomar las riendas de su destino, a pelear contra un enemigo que no tiene secretos y manifiesta su maldad sin tapujos…
Porque quizás contra eso sí se puede luchar.
Pablo Zamora
'REALIDAD AUMENTADA' POR NACHO VIGALONDO
SINOPSIS. Una gafas van a transformar nuestra forma de vivir. Ya no seremos uno, sino muchos, con una personalidad para mostrar a los demás elegida a la carta.
REPARTO. Raúl Cimas y Michelle Jenner han trabajado con Nacho Vigalondo en la película Extraterrestre, que aparece en DVD con muchos extras a principios de octubre. Raúl lleva camisa y pajarita de Boss Black y gafas pantalla de Alexander McQueen, como las de Michelle, que luce americana de Thierry Mugler. La red de bombillas de luz fría es de Youtopía y la tira de LED, de Leroy Merlin.
Cuatro de abril de 2012. Un joven se despierta en un sofá, en el salón de un loft, se pone sus gafas, prepara café (o lo vierte frío desde la cafetera italiana), sale a la calle, se cita con un amigo cerca de Strand Books, una tienda de libros, sube a una terraza y le dedica a una chica unas notas al ukelele mientras observa la caída de sol en New York. Esta obra de ficción en formato audiovisual, estrenada ese mismo día en lo que entonces se llamaba Internet, se popularizó a gran velocidad; fue el primer atisbo colectivo de lo que iniciaría una nueva etapa en la experiencia y condición humana.
La gran emoción para la audiencia de aquel entonces fueron las propiedades de las gafas que el joven se ponía al despertar, que estaban conectadas a la Red y desplegaban las aplicaciones de un sistema operativo ante sus ojos, en perfecta sincronía con el resto de su campo visual. El muchacho del vídeo sabía encontrar a su amigo gracias a las flechas flotantes que le daban la ruta hasta la ubicación del otro. Y si le podía dedicar a una chica una canción desde las alturas, aunque ella estuviese lejos, era porque sus gafas emitían en tiempo real las vistas y la música a su ordenador. Aunque en aquellos tiempos las aplicaciones de realidad aumentada ya eran algo familiar en videoconsolas, teléfonos y webcams, todo el mundo sintió que estas gafas –las de realidad aumentada– marcarían un punto de no retorno.
El vídeo era una simulación. En realidad, la tecnología que muchos empezaron a soñar se hizo de rogar dos años más. Durante todo ese tiempo las especulaciones acerca del uso de las gafas prolongaban las ventajas que se sugerían en el vídeo, todas ellas basadas en la posibilidad de enriquecer nuestra relación con el exterior segundo a segundo, metro a metro, como si llevásemos un navegador y una agenda por sombrero. La simulación del joven que despierta en su sofá estaba contada en primera persona, imitando su punto de vista. En realidad, lo que esas gafas transformarían decisivamente era, precisamente, lo que no veíamos en ese vídeo. Al portador. A nosotros.
A los pocos meses de la venta de las primeras gafas de realidad aumentada las redes sociales renacieron en un boom que pilló a todos desprevenidos. El usuario pasó de vender su personalidad en las pantallas de ordenadores, tabletas y móviles a dejar que sus atributos y sus gustos flotasen sobre su hombro derecho, a la vista de cualquier portador de las gafas. Ya no hacía falta escarbar entre datos para dar con una nueva amistad, un encuentro romántico o un amante ocasional. Bastaba con ponerse las gafas, darse un paseo por una zona céntrica y tener un mínimo de suerte para cruzarte con un usuario cuyo perfil encajase con el tuyo como un guante. Las aplicaciones de entonces hacían sonar tres tipos de zumbidos en los auriculares si detectaban un grado elevado de compatibilidad cultural, emocional o sexual entre los dos desconocidos. Bastaba programar qué tipo de zumbido queríamos escuchar y permitir escuchar al desconocido para garantizarse un éxito diario como mínimo.
Mientras los analistas empezaban a esbozar teorías sobre el impacto de esta tecnología sobre las relaciones humanas, el software no licenciado volvió a revolucionar el escenario, permitiendo que los perfiles de los usuarios se modificasen automáticamente en función de la situación y la compañía, al servicio de sus necesidades puntuales. ¿Quién podría resistirse a multiplicar las posibilidades de encontrar amigos y amantes, siendo una persona distinta para cada ojo, y siendo el amigo, novio y amante perfecto para todos ellos? Ante la proliferación de una nueva generación de delitos sexuales y estafas, los estados intentaron levantar barreras legales limitando a uno el número de perfiles por persona. Pero la población fue unánime en la reivindicación de lo que ya se percibía como un derecho natural e irrevocable del individuo, el derecho a ser más de uno. Las leyes se echaron atrás.
Mientras nuestras personalidades, gustos y hobbies se multiplicaban exponencialmente, el aspecto físico bajo nuestras gafas seguía siendo el mismo. Ese era el límite, pero no por mucho tiempo.
Cuatro años después de la venta de las primeras gafas de realidad aumentada los microprocesadores ocultos en las patillas habían multiplicado su rendimiento. A las opciones de mostrar el perfil flotando sobre los hombros, se unió la posibilidad de sumar añadidos digitales de calidad fotorrealista a nuestra figura. El usuario podría alterar su vestimenta, complexión física y hasta su rostro a ojos del otro en una milésima de segundo, y mantener un número infinito de aspectos simultáneos en función del número de ojos presentes. Y ese fue el salto definitivo. Bajar a la calle se convirtió en un desfilar de ángeles personalizados a cuyos ojos, a los de cualquiera, éramos perfectos. Todo el mundo decidió ser todo el mundo para todo el mundo en todo momento.
Y aunque no ha pasado tanto tiempo, ya se nos ha olvidado cómo lo hacíamos antes. Antes de ser tu persona favorita.