Del vestido trasparente de Cher al negro #metoo: ¿hacia donde va la alfombra roja?
Las estilistas de Hollywood están en un sinvivir. Iniciativas como el #MeToo o #TimesUp han hecho que la corrección política haya llegado al fondo de armario de la alfombra roja. Hablamos con ellas.
En los Oscar de 1986, Cher fue protagonista de un momento glorioso. Ocurrió que Nolan Miller, diseñador de vestuario televisivo y entonces asesor de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas estadounidense en cuestiones de estilismo, había enviado una circular a las nominadas y presentadoras recordándoles cómo vestir con propiedad. A la actriz y cantante le hirvió tanto su sangre armenia y cheroqui que decidió entregar el galardón al mejor actor de reparto luciendo una extravagancia arácnida –concebida por su creador de cabecera, ...
En los Oscar de 1986, Cher fue protagonista de un momento glorioso. Ocurrió que Nolan Miller, diseñador de vestuario televisivo y entonces asesor de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas estadounidense en cuestiones de estilismo, había enviado una circular a las nominadas y presentadoras recordándoles cómo vestir con propiedad. A la actriz y cantante le hirvió tanto su sangre armenia y cheroqui que decidió entregar el galardón al mejor actor de reparto luciendo una extravagancia arácnida –concebida por su creador de cabecera, Bob Mackie, especialista en starlettes de Las Vegas–, casi tan desnuda como tapada. Así mostró su desprecio al sistema hollywoodiense, amenazando de paso la supremacía masculina de la vieja gloria que le tocó en pareja para la ocasión, Don Ameche.
«Las mujeres han estado a merced de los magnates de los estudios. Los Oscar no son sino un club de hombres, peces gordos que se reúnen a fumar puros y celebrar sus taquillazos. Nunca ha habido sitio para las féminas», sentencia la periodista y escritora Bronwyn Cosgrove. Por eso tiene claro por qué siempre ha sido tan importante el qué lleva quién como el quién ha ganado qué: «La moda puede marcar la diferencia cuando te están pagando mucho menos que a los hombres por trabajar en un filme». La autora de Made for Each Other: Fashion And The Academic Awards (Bloomsbury, 2007) se refiere al alcance económico (y político) de las alianzas entre actrices y marcas, que les permiten construir sus carreras, eligiendo proyectos de gran calado aunque impliquen condiciones salariales mínimas. Un colchón de repente en peligro por las nuevas normas de la alfombra roja.
«Todos nos preguntamos ahora cómo podemos continuar nuestra labor sin dañar a firmas y diseñadores», expone inquieta Elizabeth Saltzman, asesora de imagen de Gwyneth Paltrow, Uma Thurman y Saoirse Ronan y número dos en el último ranking de las 25 estilistas más poderosas de la industria que publica The Hollywood Reporter. Las consecuencias de la marea negra que barrió la entrega de los Globos de Oro, el pasado enero, en nombre de la igualdad, solidaridad y sororidad espoleadas por el movimiento Time’s Up es la responsable de la actual desazón instalada en un gremio proverbialmente desunido y sin sindicato que lo proteja. «La moda es un negocio. Es dinero. Puestos de trabajo. Somos afortunados por poder usar nuestras voces para expresar ideas, pero no estoy en una prisión para que me digan que solo puedo ponerme una cosa», dice Saltzman.
Desde que inquirirle a una actriz por su atuendo se convirtiera prácticamente en una ofensa, a raíz de la campaña #PregúntaleMás durante la ceremonia de los Globos de Oro de 2015 (iniciativa de The Representation Project, la organización que denuncia la pobre exposición que los medios e instituciones al servicio de la cultura de masas dedican a las mujeres en posiciones de poder), el asunto de la banalización de la imagen de las féminas de Hollywood se ha convertido en un arma de doble filo. Mientras ellas reivindican el mismo trato «serio» que se le da a sus homólogos masculinos, no son pocas las voces que critican que acepten dinero por vestir una marca (entre 100.000 y 250.000 dólares, tarifas estándar reveladas por Jessica Paster, estilista de Cate Blanchett o Emily Blunt), o que firmen ventajosos acuerdos con firmas de prêt-à-porter y joyería. Incluso sin remuneración de por medio, negar la mayor se ve como una descortesía: «Si te voy a dar un vestido por la cara, tienes que decir de quién es si te lo preguntan. Si no, ¿por qué iba a regalarte yo nada?», reivindicaba Tom Ford en unas recientes declaraciones a la revista WWD.
Con la escalada #MeToo y #TimesUp, el fuego cruzado se ha recrudecido, pillando en el medio a los estilistas estrella, que pueden llegar a ganar de 10.000 a 30.000 dólares cada vez que la moda llama a sus puertas. El caso es que su trabajo ya no se limita a que sus clientas luzcan en condiciones que les garanticen fotos y titulares sobre las alfombras rojas, sino que deben asegurarse también de que esas apariciones les generen algún contrato en exclusiva. El último y más sonado, el de Margot Robbie con Chanel, anunciado durante la velada de los Oscar. Y, más importante aún, avalada por los más de 1.000 millones de impactos en redes sociales que tuvieron sus apariciones públicas solo durante la semana previa a los premios de la Academia. Un logro por el que Kate Young, su asesora, se alzaba como la estilista más influyente del año. Y, por cierto, nadie se atrevió a preguntarle a Robbie por el Chanel blanco a medida.
«Hay un nuevo baremo para medir el respeto. Los tiempos no están para frivolidades y, aún así, a la gente le siguen encantado las listas de las mejor y peor vestidas», argumenta Brad Goreski, estilista-celebridad que saltó a la fama en el reality de Rachel Zoe. Como señala la actriz y activista Eva Longoria, «no se trata de exigir un cambio de etiqueta. Lo que demandamos es el cambio social, la igualdad de género en todas las industrias».
La extrema corrección política del momento, sin embargo, ha conseguido que marcas y diseñadores tiemblen ante la pregunta: «¿De quién es el vestido que llevas?». Conscientes de que las firmas necesitan justificar los gastos que hacen durante la temporada de premios con la publicidad que les da oír sus nombres en las alfombras rojas, los estilistas sufren. Sobre todo por lo que supone que una etiqueta le retire la confianza.
La inusitada fiebre solidaria entre asesores de moda, llamándose a ver si a alguien le sobraba un vestido negro ante la desbordante demanda de los últimos Globos de Oro, parece ser lo único positivo de este nuevo escenario de opresión, también indumentaria. «Tener la oportunidad de promover causas justas siempre es deseable, pero a mí me preocupa que podamos perder el rumbo en términos de estilo», concluye Saltzman. «Inspirar, hacer feliz o emocionar está muy bien. Pero yo lo único que quiero ver como estilista es que cada una de mis clientas hable por sí misma y sea como es». Cher lo habría tenido clarísimo.