Otra «esposa de» ninguneada: Henriette Nigrin, la verdadera creadora del gran éxito de Fortuny
La historia se lo atribuye a Mariano Fortuny y Madrazo, pero detrás de la concepción de la túnica plisada de inspiración grecorromana más famosa de la moda siempre estuvo la que fue su mujer, según reconoció el propio artista en su día y han demostrado después no pocas investigaciones. La película documental ‘El universo en una caja’ arroja ahora un poco más de luz sobre el ascendente femenino en el genio granadino.
En la Oficina de la Propiedad Industrial de París, a 10 de junio de 1909, una anotación manuscrita a pie de documento hace saber: «Esta patente pertenece a la Sra. Henriette Brassart, que es la inventora”. La declaración la firma Mariano Fortuny y Madrazo, y añade que si la registró «a mi nombre» fue por la urgencia a la hora de realizar el depósito, referido a “un tipo de prenda derivada de la indumentaria clásica, pero diseñada de tal forma y con tal mecanismo como para permitir un uso fácil y un ajuste cómodo”. Así que no hay más preguntas, señorías. Nunca debió haberlas, en realidad: el ve...
En la Oficina de la Propiedad Industrial de París, a 10 de junio de 1909, una anotación manuscrita a pie de documento hace saber: «Esta patente pertenece a la Sra. Henriette Brassart, que es la inventora”. La declaración la firma Mariano Fortuny y Madrazo, y añade que si la registró «a mi nombre» fue por la urgencia a la hora de realizar el depósito, referido a “un tipo de prenda derivada de la indumentaria clásica, pero diseñada de tal forma y con tal mecanismo como para permitir un uso fácil y un ajuste cómodo”. Así que no hay más preguntas, señorías. Nunca debió haberlas, en realidad: el vestido-túnica Delphos no es una creación original del genio granadino, ese Da Vinci español que iluminó la sociedad de principios del siglo XX con sus ideas y artefactos.
El caso está sólidamente documentado desde hace tiempo (la patente se conserva en el Fondo Mariutti Fortuny de la Biblioteca Nazionale Marciana de Venecia, como parte del legado que Angela Mariutti de Sánchez Rivero, fundadora de la Asociación Italiana para las Relaciones Culturales con España, Portugal y América Latina y amiga íntima de Henriette, donó a la institución en 1971), pero, al amparo de ciertas lagunas y la todavía influyente retórica académica de corte machista, la autoría de la prenda sigue recayendo en Fortuny, minimizando el papel activo de la que luego sería su esposa, si acaso socia y cocreadora a tal efecto. Un agravio que quiere enmendar la película documental El universo en una caja (estrenado dentro del espacio Imprescindibles, de La 2 de RTVE, hace un mes, en versión más corta). “Cuando empecé a investigar, me di cuenta de que estaba totalmente equivocado, quizá por una visión simplista que lleva a pensar que lo obvio es la realidad. Ahora tengo claro que, por lo que respecta a la moda, el protagonista no es Mariano Fortuny y Madrazo, sino Henriette Nigrin, que era la que poseía el conocimiento y la habilidad para el diseño textil y de vestuario”, concede a S Moda el director del filme, José Sánchez-Montes.
Concebido como coda a los fastos del 150 aniversario del nacimiento del pintor, escenógrafo, fotógrafo, inventor y artesano granadino, celebrado en 2021, El universo en una caja no es un biopic al uso, y mucho menos otro documental hagiográfico más. Dice Sánchez-Montes que el (re)descubrimiento de la figura de Henriette Nigrin (a veces escrito Negrin; Fontainebleau, 1877 – Venecia, 1965) le obligó a empapar de feminidad el relato, guiado por la voz y la presencia de Nerea Barros. “El suyo es un personaje áulico, dibujado por un guion muy concreto que intenta elevar el tono, que no es el clásico de un documental. Es ella la que transporta al espectador de un sitio a otro, de una manera muy sutil”, explica el realizador, que conoció a la actriz gallega durante el rodaje de La isla mínima (2014), de la que fue productor. “Decidí asumir una serie de riesgos en la narración desde el principio, por eso quise además que la guionista fuera una mujer, Lucía Laín, porque veía clarísimo que debía igualar los papeles de Henriette y Fortuny, hasta el punto de eliminarlo a él del título: este es un universo compartido. Y he evitado siempre referirme a ella como musa: es una trabajadora y una creadora. Todo ha sido muy intencionado, no solo en términos estéticos”, continúa el también autor de Tiempo de leyenda (2010), sobre el revolucionario La leyenda del tiempo de Camarón, y codirector de Omega (2016), a propósito de aquel disco/hito que unió a Enrique Morente y Lagartija Nick.
Hay un par de genuinos Delphos en el metraje, que viste Nerea Barros en los dos escenarios venecianos donde Fortuny y Nigrin dieron rienda suelta a su pulsión creativa: uno en el Palazzo Pesaro degli Orfei, en Campo San Beneto, residencia familiar y laboratorio de ideas (“Se nos deshacía en las manos”, recuerda el cineasta, que 120 años no pasan en balde sobre la seda, ni siquiera plisada), y un segundo en la Giudecca, isla al sur de la ciudad de los canales en la que se ubica la fábrica de la que salían las maravillas textiles del matrimonio, aún en activo. El relato tampoco insiste demasiado en el vestido, aunque refiere la patente con la acotación del artista reconociendo a su pareja como “inventora” y se hace eco de las investigaciones de la historiada María del Mar Nicolás (su Mariano Fortuny y Madrazo, entre la tradición y la modernidad, publicado en 1995, es bibliografía de referencia) y, en especial, Silvia Bañares, autora de algunos de los pocos textos que arrojan luz sobre la biografía de Nigrin y los aspectos legales de su relación con Fortuny. “Los diseños de Henriette tuvieron una gran acogida tan pronto se pusieron en el mercado; sin embargo, la prensa de la época los atribuía sin trabas al artista español”, expone la experta textil, que apunta además un dato financiero relevante: “Dado que los vestidos se vendían en 1932 como mínimo a 500 francos y los chales a partir de 200, puede deducirse con facilidad que el trabajo de Henriette contribuía en buena medida a la economía del Palazzo Orfei”.
Quizá hubiera bastado prestar un mínimo de atención a lo que dejó por escrito el propio Fortuny para evitar tanta confusión. “Mi mujer y yo hemos fundado, en el Palazzo Orfei, un taller de impresión siguiendo un método completamente nuevo. Esta industria comenzó con los chales de seda y se desarrolló con los vestidos”, cita Bañares. Por su Breve nota biográfica (publicada por Datatèxtil, la revista del Circuit de Museus Tèxtils i de Moda de Catalunya, en 2017) también sabemos que Nigrin venía con la lección aprendida cuando conoció al genio granadino, en algún momento entre 1897 y 1900: su madre, Marie Juliette Brassart, tenía fama de excelente costurera (su familia era oriunda de Valenciennes y estaba relacionada con el negocio de la lencería) y su primer marido, el marchante Jean Bellorgeot, la introdujo en el mundo del arte. Eso y que los movimientos de reforma de la indumentaria femenina eran un clamor a finales del siglo XIX debería de haber servido de pista. Problema: que quienes cuentan la historia suelen olvidar que cada vez que la moda ha revolucionado en positivo la representación del cuerpo de las mujeres ha sido precisamente por iniciativa de alguna de ellas.
“Una mujer prerrafaelita es activa e independiente, no solo goza de movilidad en su forma de vestir, sino que también la pretende”, escribió Mary Eliza Haweis en The Art of Dress. Era 1879 y la pintora, escritora, articulista, sufragista y erudita (sus trabajos divulgativos sobre Chaucer fueron clave para popularizar al autor de Los cuentos de Canterbury en la Inglaterra victoriana) informaba entonces de las reivindicaciones estilísticas de aquella élite artístico-intelectual que abogaba por el regreso a una naturalidad en el atuendo inspirada en la tradición grecorromana, con vestidos que caían en libertad desde los hombros hasta los pies, sin asfixiar la silueta (justo lo que describe la patente Fortuny-Nigrin). Fotografiada por Robert J. Parsons, la que fuera modelo de pintores amén de bordadora y diseñadora textil Jane Morris ya propugnaba en 1865 aquella antimoda que cuestionaba la dictadura de los creadores de París con unos ropajes “cómodos, higiénicos y bellos” que respetaban las formas del cuerpo femenino, de acuerdo a las nuevas teorías médicas y protofeministas. Fue la primera expresión de los conocidos como vestidos artísticos (también llamados estéticos, sanos o racionales), adscritos a corrientes como la Hermandad Prerrafaelita o el movimiento Arts & Crafts de William Morris (esposo de Jane) y lucidos por personalidades creativas como Elisabet Siddal, Joanna Boyce o Barbara Leigh-Smith, que contagiaron su libérrima indumentaria a damas de sociedad como las del Círculo de Holland Park. Eso sí, siempre a vestir en la intimidad del hogar. “En la medida en que no se llevaron en la calle, tampoco llegaron a convertirse en moda, en sentido estricto”, expone Mercedes Rodríguez Sánchez, profesora del Centro Superior de Diseño de Moda de la Universidad Politécnica de Madrid, en su ensayo El espíritu clásico como liberación de cuerpo y la mente de la mujer en los albores del siglo XX.
Con todo, el vestido artístico encontró eco por Europa adelante a partir de 1900. En Viena, Kolo Moser y Gustav Klimt contribuyeron a la causa diseñando sus propuestas, que en el caso del pintor de El beso tenían mucho que ver con la práctica de su pareja, Emilie Flögue, otra pionera de ese batallón de modistillas que refiere en su libro la periodista Leticia García (Ed. Carpediem, 2022) olvidada por la historia, a pesar del éxito de la casa de modas que lideraba en lo creativo junto a sus hermanas Helene y Pauline (en la parte empresarial) y cuyos vestidos suponían un “espacio de manifestación política para la liberación, física y simbólica, de las presiones a las que era sometida la mujer”, según asume la investigadora Rocío Luque Marañas en su tesis Los orígenes del diálogo entre la moda y el arte: el inicio de la moda moderna (Universidad de Málaga, 2017). Lo mismo que pretendía en Londres la aventurera Lady Duff Gordon, de fama Lucile, con su deshabillé convertida en vestido informal de tarde, más allá del caftán para tomar el té en casa con las amigas. Se llevaba sin corsé, solo con un sujetador ligero y una combinación/faja también de su invención. A Lucile tampoco se le echan demasiadas cuentas porque, claro, ahí estaba en París el mucho más sonado Paul Poiret, que en 1906 lanzaba la colección La vague repleta de vestidos que caían sueltos desde el pecho formando pliegues como los del fuste de una columna jónica o corintia, interpretación comercial de los peplos que había creado para que su amiga Isadora Duncan sacara partido escénico de su revolucionaria concepción de la danza. Se llevaba, asimismo, con sostén y faja color carne. En su día, la británica y el francés ya se disputaron la medalla de haber liberado a la mujer del corsé, pero adivinen de qué lado se puso la mayoría de quienes han estado contando la historia del vestir.
¿Que si Nigrin y Fortuny eran conocedores de todo esto? Seguramente, a pesar de que no existe certeza de, por ejemplo, amistad alguna con Poiret, que sin embargo estuvo en posesión de varios Delphos e incluso tenía licencia para despacharlos en su tienda. Algunas fuentes datan en 1907 el origen de la prenda, relacionada con el quitón helénico al estilo del que viste el Auriga de Delfos (el bronce del 474 a.C. había sido descubierto por arqueólogos franceses en 1896), aunque se patentara dos años después. Pero, de nuevo, en el registro parisino constaban además una serie de fotografías, tomadas por Fortuny, del que se supone el prototipo. Lo luce Nigrin con un complemento esclarecedor: unos guantes largos de seda, tipo ópera, lo que da a entender que su intención era que el vestido se exhibiera en la calle, de noche, en actos de sociedad, no en la intimidad hogareña, durante el té de la tarde, indistintamente de que entre él y el cuerpo no hubiera más revestimiento textil, revela la historiada del arte Alba Sanz Álvarez, que dio con las imágenes en la Biblioteca Marciana mientras investigaba para su tesis de posgrado en el Edimburgh College of Art (sus conclusiones las recoge un artículo en la plataforma académica online The Fashion Studies Journal). “Al modelarlo, proporciona una experiencia personal sobre su uso durante el proceso creativo, lo que le permitía a ella y a Fortuny, como fotógrafo, examinar, analizar y mejorar la prenda hasta dar con el resultado deseado”, arguye. Para el caso, el Delphos, como antes el chal Knossos (creación de 1906) y después el conjunto Peplos (variación de dos piezas), no encuentra parangón con ninguna otra creación de moda coetánea, y no solo por su característico y secretísimo sistema de plisado.
“Por supuesto, Henriette merece una pieza documental específica. Ella crea un mundo que a Fortuny tampoco le llama tanto la atención, él estaba más por la luz y el color que por la ropa. Tampoco era un transgresor, antes al contrario, pero su voluntad de profundizar en la historia del arte para dar un salto a la modernidad es lo que lo pone en vanguardia”, concluye José Sánchez-Montes, que también aprovecha El universo en una caja para destacar la sombra que proyectaron sobre el artista otras mujeres. Su madre, por ejemplo, Cecilia de Madrazo, atesoradora compulsiva de textiles antiguos (aunque afición compartida, su colección llegó a ser tan importante, o más, que la de su celebrado y prematuramente fallecido marido, el pintor Mariano Fortuny y Marsal, a decir de María del Mar Nicolás), que fue quien realmente lo educó, “una señora de muchísima personalidad, un tanto huraña, que me da que le amargó bastante la vida a su hija, María Luisa, y que si no lo consiguió con su hijo fue porque apareció otra figura de su misma envergadura, Henriette Nigrin”.
Y luego está Elsie McNeill Lee, interiorista y emprendedora estadounidense, rendida a la creatividad del matrimonio desde que descubrió sus exquisitos tejidos estampados en el Museo Carnavalet de París, en 1927, tanto como para comercializar la marca Fortuny en su país. “Debía de tener un carácter muy fuerte, por lo que me cuenta off the record Micky Riad, que le impresionaba cuando acompañaba a su padre, abogado y confidente, a verla”, revela el realizador, citando al actual director creativo de Fortuny, que continúa y preserva junto a su hermano, Maury, la refinada confección de tejidos decorativos en la factoría original veneciana desde que su padre, el egipcio Maged Riad, se hiciera cargo de ella en 1988, a petición expresa de McNeill. “Le hace un favor en vida y posmortem, quedándose con la fábrica de la Giudecca”, continúa Sánchez-Montes. “Es una salvadora, la típica persona enamorada de algo que va a por ello y lo convierte en el centro de su vida. [La actriz y estrella del teatro italiana] Eleonora Duse también tenía una colección maravillosa de piezas de Fortuny, pero era en Estados Unidos donde estaba el dinero de esa sociedad joven y vitalista”.
En 1949, tras la muerte de su marido, Henriette Nigrin le escribe una carta a Elsie McNeil. Quiere terminar de convencerla de que adquiera la Giudecca y continúe la producción, a excepción de una cosa: “En cuanto al Delphos, después de considerarlo detenidamente, he llegado a la determinación irrevocable de cesar su producción comercial. Teniendo en cuenta que estas prendas, más incluso que cualquier otras, son de mi propia creación, deseo que no continúen en manos de otros, por lo que al comercio del Delphos debe ponérsele la palabra fin”. No, nunca debió haber más preguntas.