Mojarse o no mojarse políticamente: el pop tiene un problema en 2017
Ni Taylor Swift, que sólo habla de sí misma, ni Katy Perry, que intenta trascender, parecen acertar en la era de la ‘twitterización’ de la fama.
Le han llovido palos por todas partes. Tras medio año de extraño silencio y desaparición de los medios, un periodo que incluyó episodios tan desconcertantes como cuando salió de su casa portada por dos empleados en una maleta gigante y que llevó incluso a la cancelación de sus míticas fiestas del 4 de julio, Taylor Swift publicó su nuevo single, Look What You Made Me Do, el pasado viernes. Inmediatamente llegaron las reacciones, esc...
Le han llovido palos por todas partes. Tras medio año de extraño silencio y desaparición de los medios, un periodo que incluyó episodios tan desconcertantes como cuando salió de su casa portada por dos empleados en una maleta gigante y que llevó incluso a la cancelación de sus míticas fiestas del 4 de julio, Taylor Swift publicó su nuevo single, Look What You Made Me Do, el pasado viernes. Inmediatamente llegaron las reacciones, escritas en redes y medios al calor de la primera escucha. “Está tan pasado de moda que solo así se entiende que Taylor Swift sea la única millenial que utiliza un teléfono fijo”, dijo Pitchfork; “Esta canción de venganza y política de tierra quemada también funcionaría como el diario genérico de una colegiala”, opinó The Daily Beast en uno de los artículos que dedicó al tema. Otro lo tituló directamente “la nueva canción de Taylor Swift verdaderamente apesta, ¿eh?”. Cuando lo más bonito que te dicen es que ni Fergie de los Black Eyed Peas, ni la Britney postcabeza rapada ni Avril Lavigne en 2006 hubieran querido tu single es que las cosas no van bien.
El tema ha sido ridiculizado por razones musicales –¿de verdad que de toda la música que se puede samplear en este ancho mundo no había nada mejor que I’m too Sexy de Right Said Fred?– pero sobre todo, como siempre ocurre con la artista, por la actitud que implica y los mensajes que lanza. Look What You Make Me Do se puede entender como el ajuste de cuentas de Swift con todos los que la han agraviado, principalmente Kanye West y Kim Kardashian, pero también Katy Perry (a quien ya le dedicó Bad Blood) y su ex, Calvin Harris. La letra está plagada de citas a sus muchas cuitas mediáticas, algunas solo comprensibles para swiftólogos doctorados, y el vídeo incluye un final autorreferencial en el que aparecen varios fantasmas de las Taylors del pasado enmendando la plana a la opinión pública. Es Swift en modo Trump, acusando a los medios de propagar fake news sobre ella y declarándoles la guerra. Todo eso le ha valido un reproche que se resume así: con la que está cayendo, Taylor, y tú hablando de tu reputation y tus rencillitas.
A la cantante no se le perdona que no se posicionase políticamente durante la campaña presidencial, que todavía no haya abierto la boca contra Trump y que solo apoyara las marchas de mujeres tímidamente desde Twitter. Swift está intentado comportarse en 2017 como si aun fuese 2015 y eso le está resultando más difícil de lo que incluso ella, la más hábil jugadora en el tablero de la fama moderna, había podido calcular.
Y ese es en esencia el gran problema del pop mainstream en estos momentos: mojarse o no mojarse políticamente, exhibir o no credenciales woke. La mala noticia para ese segmento tan pequeño de la población que asiste a entregas de premios y puede salir del aeropuerto de Los Ángeles por la terminal de famosos es que sus opciones son básicamente perder o perder, quedar mal o quedar peor.
El ejemplo más claro de esta situación lo tenemos en la archienemiga de Swift, Katy Perry –que la pelea entre ambas provenga de la contratación de unos bailarines convierte este beef en uno de los más tediosos de la historia de la música popular–. Perry, que estrenaba el vídeo de su canción Swish Swish, el mismo día que su rival inundaba las redes, no lo está teniendo fácil con la recepción de su último disco, Witness, que no ha dado todavía con un single que ocupe el número 1 en las listas ni ha conseguido tener un verdadero hit. Cuando Perry lanzó su primer tema, Chained to the Rythm, una producción menos efectiva de lo habitual por parte del sueco que escribe todos los superéxitos, Max Martin, acuñó el término “pop con propósito” y dijo que esperaba que la canción “iniciara conversaciones”. No inició muchas. La letra, que denuncia a aquellos que viven en su “burbuja (burbuja)” y no son capaces de ver los “problemas (problemas)” no parece un himno revolucionario a lo Woody Guthrie pero la cantante, que se hizo famosa cantando sobre besar a chicas con lip gloss de cereza y por llevar extraños sujetadores en sus vídeos (cupcakes, dispensadores de nata), lo vendió como su llamada a las armas. En justicia, Perry llevaba ya un año haciendo intensa campaña por Hillary Clinton, pero ni eso le libró del escarnio cuando se definió en su bio de Twitter como “Artista. Activista. Consciente”.
En la era Trump, cada artista busca su propia manera de parecer políticamente despierto, con distintos resultados. Beyoncé, que parece contar con bula por parte de los medios para hacer (casi) todo lo que quiera, se anticipó a la elección mezclando con éxito drama doméstico y reivindicación racial en Lemonade. Lana del Rey ha renunciado a usar la bandera de las barras y estrellas mientras dure este comandante en jefe y escribió una canción sobre las tensiones internas que le producía el hecho de estar en Coachella mientras se tensaban las relaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte. Mientas, Miley Cyrus escogió un curioso momento histórico para renegar de la cultura del hip hop –dice que ya no lo escucha por sus letras misóginas– después de saquearla y empezar a vestir solo de blanco, cual cristiana renacida.
Excepto a Beyoncé, a la mayoría le resulta complicado en la era del pop resabiado y twitterizado hacer que sus intentos por trascender se tomen en serio y no se lean como oportunistas. La Opción Swift, seguir a lo suyo y lanzar un álbum que, se intuye, va enteramente sobre su propia imagen pública, ignorando lo que ocurre en la Casa Blanca, en Charlottesville y en el Internet (ingenuamente) politizado no parece la solución. Eso sí, el vídeo de Look What You Make Me Do rompió en 24 horas el record de visionados que sostenía Adele, la única artista mainstream que no parece estar rompiéndose la cabeza sobre su posicionamiento. Una sola ruptura amorosa le ha dado para tres álbumes y nadie le pide otra cosa.