Llevan 70 años creando los abrigos más famosos del mundo: así funciona por dentro Max Mara
Con la calidad y la funcionalidad por bandera, la firma italiana ha pasado de generación en generación manteniendo su identidad.
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Reggio Emilia es una pequeña ciudad del centro de Italia famosa por haber diseñado la bandera tricolor y por ser la cuna del queso parmesano. Pero hay un tercer motivo, más desconocido, por el que esta población debería estar en los libros: aquí, y no en París, se inventó el prêt-à-porter. Se le atribuye el mérito a Pierre Cardin en 1959, pero lo cierto es que, en el 51, Achille Maramotti tuvo una idea mucho más precoz: aplicar los conocimientos de su madre, que regentaba una taller de modistas y escribía manuales de corte y confección, a la creación de abrigos producidos en serie, muchos de ellos, por entonces, inspirados en los patrones de los grandes couturiers del momento. “Él solía decir que vestíamos a la mujer del médico. Una clase media italiana que no podía comprar en Francia, pero quería lucir bien”, comenta Laura Lusuardi, una creativa/investigadora/asesora que, aunque se autodenomina “coordinadora de moda”, lleva en Max Mara casi desde su fundación.
Sí, Max Mara fue la marca que inventó el prêt-à-porter hace ahora 70 años en esta pequeña ciudad, en la que hoy sigue. “Se llamó así porque un profesor del señor Achille le dijo que los mejores nombres, los más fáciles de recordar, eran los cortos. Mara es parte de su apellido y Max es por la idea de ser grande. Se puede pronunciar en todos los idiomas”, explica Lusuardi desde su oficina, una antigua fábrica de medias que hoy alberga el archivo de la firma (de tejidos, botones y estampados a los fondos de la casa), una biblioteca con todas las revistas de moda del último medio siglo y la que quizá sea la mayor colección de moda contemporánea del mundo, de Kansai Yamamoto a Cristóbal Balenciaga, de Roy Halston a Helmut Lang. Lusuardi y su equipo llevan décadas comprando en sus viajes por el mundo “piezas que nos permiten evolucionar”. Porque “conocer el pasado es la manera de saber qué hacer en el futuro”, subraya la coordinadora.
La realidad, sin embargo, es que en Max Mara el futuro y el pasado se solapan, creando una impresión de calma y eternidad de la que muy pocas marcas pueden presumir. Aquí el lujo no tiene que ver con oropeles, ni siquiera con la idea clásica de exclusividad. De hecho, por este lugar han pasado Karl Lagerfeld o Jean-Charles de Castelbajac, entre muchos otros, pero siempre se ha preferido poner la atención en el producto por encima del personaje. No se trata de epatar, sino de cubrir necesidades, literal y figuradamente, con abrigos que tienen 40 años de vida pero que se pueden llevar hoy, y a diario. “El 101801 es una obra muy precisa”, explica Lusuardi refiriéndose al emblemático modelo, uno de los grandes baluartes de la firma, “tiene el largo perfecto para todo tipo de estaturas, la manga con el corte preciso para subirla si es necesario, una silueta que sienta bien a todo tipo de cuerpos. Anne-Marie Beretta debería tener una gran exposición en un museo que homenajeara su legado”, comenta aludiendo a la creadora francesa artífice del prodigio.
Este y otros modelos icónicos de Max Mara se producen, como no podía ser de otra manera, en Reggio Emilia, concretamente en la Manifattura di San Maurizio. La compañía se trasladó allí en 1988. Actualmente sus 310 empleados fabrican 100.000 piezas al año, con procesos que integran tecnología y trabajo manual. “Cada abrigo es el resultado de 100 operaciones diferentes y pasa por seis controles de calidad durante su fabricación. Tenemos un programa de mentoría para las nuevas generaciones, pasan varias semanas de formación en casi todos los departamentos”, explica su gerente, Alessandro Bianchi, “además, tenemos la ventaja de que al estar todos juntos estamos en contacto diario con el equipo de diseño para solucionar problemas”. La sede central se encuentra, de hecho, a menos de 15 minutos en coche, en la Via Giulia Maramotti Fontanesi (dedicada a la madre y mentora de Achille), un edificio de corte industrial rodeado por varias hectáreas de árboles y césped. “Aquí se alimentan las vacas cuya leche luego se usa para hacer el parmesano”, comenta Ian Griffiths, director creativo de la enseña. El diseñador británico es lo opuesto a lo que cabe de esperar de una figura de su nivel: cercano y hablador, muestra sin problemas los bocetos en los que está trabajando y presenta a su equipo de diseño como si fuera su familia. Pero es que en esta firma nada es lo que suele ser: los empleados, de cualquier departamento, llevan décadas en sus puestos. El propio Griffiths, único director creativo permanente que ha tenido Max Mara, llegó a Reggio Emilia hace más de 30 años, con una beca de colaboración entre la empresa y el Royal College of Art. Aquí lo aprendió prácticamente todo: a diseñar piezas atemporales, a trabajar la arquitectura de las prendas (él es arquitecto de formación) y, por encima de todo, a contar historias: “Creo que el relato de las colecciones es fundamental. Hay que mirar a la cultura del momento y reflejarla. Quiero pensar que en ese sentido la evolución de Max Mara es la evolución de la mujer en la sociedad”, comenta en su despacho. De fondo, una pared de la que cuelgan fotos de sus ídolos: Patti Smith, Quentin Crisp, Siouxsie, Elvis Costello o Fran Lebowitz.
Con más de 50 colecciones a sus espaldas, Griffiths es capaz de redefinir y reintroducir en la pasarela los clásicos de la casa y, por supuesto, de crear los suyos propios, como el abrigo Teddy, que vio la luz en 2013 y se ha convertido en uno de sus grandes éxitos: “Nunca sabes cuándo estás creando un icono, es cuestión de azar, pero sí es cierto que en este caso dimos muchas vueltas. estábamos en plena recesión económica y buscábamos algo que diera sensación de abrigo y cobijo y que, al mismo tiempo, tuviera un punto nostálgico, casi infantil, que apelara a ese tipo de emociones. Hasta que dimos con la idea”, relata. No, ni él ni su equipo se plantean dar el salto a colecciones masculinas. La casa lleva 70 años entregada a la funcionalidad y las necesidades femeninas. “Pero ocurre algo de lo que me siento muy orgulloso. Nuestros abrigos se han convertido en unisex. Siempre que hablamos de lo unisex hablamos, en realidad, de mujeres llevando prendas masculinas. Aquí sucede al contrario”, subraya Griffiths.
Aquí todo ocurre al revés. Facturaron 1.200 millones de euros en 2020 y poseen más de 2.500 puntos de venta, pero todo se idea y se debate en esta pequeña ciudad del interior de Italia, donde se respetan los horarios y hasta se cierra por vacaciones. “No sé si la diferencia tiene que ver con ser una empresa familiar. Piensa que los Arnault y los Pinault también son familias”, comenta, refiriéndose a las dos grandes corporaciones de la industria (LVMH y Kering), Maria Giulia Maramotti, nieta del fundador y actualmente directora de retail de la casa. “Tenemos 70 años, hoy sería imposible que una marca surgiera de la nada en esta industria tan polarizada. Supongo que ahora nuestra clave es saber equilibrar qué temas delegamos y cuáles no. Eso, y que al seguir siendo familiares mantenemos cierta independencia con respecto al mercado”, reflexiona. Tanta, que la impresión final que genera conocer a fondo la historia de Max Mara tiene poco que ver con la idea de una marca de moda, ni siquiera con la de una marca de lujo en el sentido clásico. “No somos una firma de estilo de vida porque hacemos ropa, pero tampoco estamos obsesionados con los números, aunque haya que vender”, dice Maria Giulia, “para nosotros lo más importante es otra cosa. Es el producto, pero también la historia y la cultura que construimos en torno a lo que somos”.