Lita Cabellut: los museos se rinden a su obra
Dos exposiciones en Barcelona y A Coruña y la escenografía de una ópera de La Fura dels Baus cierran el año de la artista española Lita Cabellut, quien vive y trabaja en La Haya
Quiere escuchar a Chavela y suena Luz de luna en Spotify. Lita Cabellut (Sariñena, Huesca, 1961) se deja vestir y maquillar por primera vez. Y se gusta. No sin poner primero todos los peros y condiciones que, educadamente, marcan sus reglas. Acepta intervenir un retor de algodón para S Moda. Pide pintura de tres colores: negro, blanco, azul. Pero no han pasado ni diez minutos y ya ha propuesto hacer varias performances inabarcables en una sola sesión de fotos. Si se necesita pasión, a ella le sobra.
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Quiere escuchar a Chavela y suena Luz de luna en Spotify. Lita Cabellut (Sariñena, Huesca, 1961) se deja vestir y maquillar por primera vez. Y se gusta. No sin poner primero todos los peros y condiciones que, educadamente, marcan sus reglas. Acepta intervenir un retor de algodón para S Moda. Pide pintura de tres colores: negro, blanco, azul. Pero no han pasado ni diez minutos y ya ha propuesto hacer varias performances inabarcables en una sola sesión de fotos. Si se necesita pasión, a ella le sobra.
Cuando ArtPrize –la principal base de datos del mercado del arte– hizo público en 2015 que era una de las artistas de arte contemporáneo más cotizadas del mundo, situándola en el puesto 333 por detrás de los españoles Barceló y Juan Muñoz, su nombre despertó interés y muchos interrogantes. Solo unos pocos sabían de esta artista gitana, de pasado conmovedor, que había malvivido junto a su familia pidiendo en las calles de Barcelona. Su madre la abandonó a los 3 años y con 10, su abuela murió y fue internada en un orfanato. Allí, a los 13, se hizo cargo de ella una familia catalana pudiente.
Fue su madre adoptiva quien cambió su nombre, Manolita, por Lita. También quien la llevó al Museo del Prado por primera vez y la puso frente a Las tres gracias, de Rubens. «Ahí la niña analfabeta sintió que le contaban su primer cuento», recuerda. Pidió un profesor de pintura y comenzó la historia artística de esta mujer que hoy vemos, descalza, arrojarse sobre la tela para pintarla con sus propias manos.
Cuarenta y tres años después, desde La Haya –ciudad en la que reside desde hace más de tres décadas–, la española prepara dos grandes exposiciones que siente que le acercarán definitivamente al público español: Retrospective (del 5 de octubre al 27 de mayo en la Fundación Vila Casas, de Barcelona) y Testimonio (del 26 de octubre al 15 de marzo en el MAC de A Coruña). «La primera resume todo lo que he hecho como artista. A la segunda, sin embargo, llevo todos mis conocimientos: lo que he visto, sentido y aprendido. Es el testimonio de que estoy viva y he dedicado gran parte de mi vida a lo que más me conmueve, emociona e interesa: la belleza». Un concepto que tiene estudiado y que defiende hoy, acusado de desgaste o manipulación tan a menudo:
«La belleza es el origen de todo lo que conmueve, lo más puro y profundo; también lo más duro porque duele, del mismo modo que duele criar. Es amor. Como un beso crudo. Y la inteligencia son sus ojos».
Quizá por ese motivo, su obra –una renovación del realismo desde bases clásicas– pone acento en la pieza que Cabellut considera bella por encima de cualquier baremo: el ser humano y su cuerpo como reflexión del mundo en el que le ha tocado nacer –«Vivimos una revolución ética, de la filosofía. Antes se luchaba con sangre; ahora se impone la intolerancia, los desplazamientos de poblaciones, y el arte debe contarlo, comprometerse con esos rostros»–. Sus retratos, de tres, cuatro y hasta seis metros, de intelectuales, indigentes, borrachos o artistas impactan y aturden al espectador. Comedia y tragedia. Y las mujeres, «las diosas, las maltratadas», ocupan un lugar privilegiado en esa trayectoria. «Para mí no son más importantes que los hombres. Conozco a algunos magníficos. Y tengo tres hijos varones. Los entiendo. Pero me siento más cerca de la mujer». De ahí el carácter que imprime a los iconos que ha trabajado en series como Edith Piaf (Piaf, 2008); Frida Kahlo (Frida, 2010) o Coco Chanel (Coco Chanel, 2012). «Me interesa la mujer capaz de a-cep-tar su vida y tomar responsabilidad sobre ella, a pesar de los golpes de mala suerte».
Conciencia artística
Su especialidad es la gente solitaria; léanse perdedores de la sociedad. En este marco se encuadra su serie Prostitutas (2006-7), que en su momento fue rechazada por más de una galería («les dije que eran unos idiotas y que me daba mucha tristeza que ellos representaran el arte») y hoy es una de las más exitosas: «Más que un proyecto para que el público conociera qué había sentido en mi infancia, supuso una reflexión y un acto de amor hacia un segmento tan rechazado por la sociedad. Porque estas mujeres también son madres y esposas, tienen sueños, sentimientos. Y creo que hay que tratar lo que no conocemos de manera respetuosa, aunque la sociedad nos diga
que no está bien visto. La tolerancia es un ejercicio de ternura».
Esto nos lleva de vuelta a su niñez, de la que no le gusta hablar. «No es lo importante. Hay millones de niños que viven en la calle. Lo interesante es ver qué ha pasado con alguien que viene de ahí, como yo, y comprobar en qué se ha convertido después. En qué me he convertido. Si alguna vez he hablado de mi infancia ha sido para dar ejemplo de que nos debemos interesar por aquellos que creemos que no tienen futuro. Mucha gente ve a un niño pidiendo y piensa que no tiene oportunidad de crecer. Pues no señor. Todos podemos tener esas oportunidades mientras haya alguien que se preocupe de lo ajeno».
Que estos cuadros sobre personajes marginales acaben en manos millonarias que han llegado a pagar 125.000 euros por alguna de sus obras a Lita le parece «interesante, incluso bonito». «Las cifras no han cambiado mucho mi vida. Solo que ahora aparezco en la prensa. Yo creo, y lo digo de verdad, que el arte está por encima de los números. No tiene nada que ver con mi día en el taller, el trabajo con mis asistentes, mis luchas, el diálogo con mis pinceles o mis lienzos… Si eres un artista de los pies a la cabeza el dinero no te influye, porque entiendes que es marketing. El arte es ética y estética». Y aunque The Times publicó que Halle Berry o Hugh Jackman se han hecho con alguna de sus obras, ella asiente con cierta timidez: «Respeto más a la persona que compra un cuadro por emoción que por inversión. Yo colecciono esculturas antiguas, busco piezas bellas que tengan un valor. A nadie le gusta tirar el dinero. Pero la gente que compra por inversión no busca mi trabajo. Soy una artista demasiado joven. Creo que hay un punto de riesgo y, sin duda, de emoción en quien adquiere mi obra».
Antes de intervenir nuestra tela, Lita Cabellut permanece un momento en silencio. «Me gusta el silencio. La reflexión». Le acercó a ambas cosas el padre Llhois, un jesuita que también le contagió el gusto por la filosofía poco después de que la echaran del colegio del Opus donde la matriculó su familia. «No duré ni un fin de semana –recuerda–. Entré un viernes y el domingo por la tarde ya estaba en mi casa. Se dieron cuenta de que soy un alma muy libre. Es lo que tenemos los gitanos. Siempre que nos despedimos nos decimos: ‘Salud y libertad’. La sensación de ser prisioneros nos mata. Y ellos debieron de pensar: ‘Esta niña va a dar problemas’», ríe. «El padre Llhois fue quien me enseñó qué es la ética y la filosofía de lo místico. Me descubrió la teología». También puso en sus manos el primer libro de Pessoa, uno de los poetas de cabecera de la artista junto con Miguel Hernández o Lorca. «Me gusta su melancolía, su tristeza vestida de belleza, esa nostalgia tan espesa que hace que sientas que todo tiene importancia». Cabellut no percibe que, de alguna manera, parece describir su propia obra. «Yo soy muy espiritual, pero no voy a la iglesia. Y si vas a mi casa verás que al lado de la figura de un Cristo tengo un Buda. Los humanos creamos dioses para tener un bastón que impulse la sensación de que, si la muerte se acerca, le podemos dar un garrotazo».
Gitana, catalana, española, holandesa. «No soy ni una cosa ni otra, o quizá sea el cóctel de todas ellas. Yo he trotado mucho por el planeta.
He viajado en bici por la selva africana, he cruzado desiertos. Siempre me ha interesado el mundo, sin importar el continente. Lo he caminado y sudado hasta que casi me han comido los mosquitos. De ahí que no me pueda definir, porque todo me importa». Aunque es La Haya –«un gran pueblo civilizado donde los edificios tienen la altura del ser humano»–, la ciudad donde decidió quedarse tras cursar la beca que, a los 19 años, le dio la Gerrit Rietveld Academie de Ámsterdam.
Allí sigue, trabajando «con la misma ilusión e incertidumbre» de los inicios. Y como lo que le limita le incomoda, continua experimentando nuevas técnicas y plataformas artísticas de comunicación. El último reto ha sido crear la escenografía y el vestuario de Le siège de Corinthe, ópera de La Fura del Baus estrenada en el Rossini Opera Festival de Pésaro (Italia) el 10 de agosto. Hay un empeño firme en Cabellut de convertirse en una artista multidisciplinar. Completa. «Ha sido todo muy natural. Me hice a la grandeza de mis lienzos y se me quedaron pequeños. Ahí empecé a hacer esculturas. Después llegaron las instalaciones, los vídeos. Y, de repente, viene un Carlus Padrissa, de La Fura, y me dice: ‘Te doy todo el escenario’. Me dio miedo cinco minutos y después pensé: ‘Si tú confías en mí alguna razón tendrás. A veces somos también aquello que no vemos y otros perciben».
Nos cuenta su visita la tarde anterior al Prado. Siempre vuelve. Le arrebatan sus pintores clásicos. Chavela sigue en el Mac cantando Gracias a la vida. «El arte solo tiene efecto cuando sale de dentro –dice Lita–. Es distinto vocabulario. La misma belleza y sentimiento»