La necesidad de divas, un síntoma fatal de un sistema que nos falla
«Las divas provocan ‘inspiranoia’ que acaba funcionando como una apropiación indebida, no consentida, muchas veces cruel, siempre egoísta, que acaba condenándonos a la melancolía, la decepción y el deicidio despiadado».
Una diva es fuerte. Es poderosa. Se crece ante la adversidad. Arriesga. Sufre en soledad pero brilla sobre el escenario y lo enciende. Una diva contiene un drama que solo oculta a medias porque hay dramas —ellas lo saben— que te envuelven y desgarran entre tal cantidad de tela de arpillera que resulta imposible esconderlos del todo bajo las lentejuelas, las gasas, las plumas o cualquier otro andamiaje textil obra de Bob Mackie, Jean-Paul Gaultier, Palomo Spain o Gilbert Adrian. Una diva es más grande que la vida. Una diva es auténtica. Una diva es una simulación. Una imitación a la vida. Una d...
Una diva es fuerte. Es poderosa. Se crece ante la adversidad. Arriesga. Sufre en soledad pero brilla sobre el escenario y lo enciende. Una diva contiene un drama que solo oculta a medias porque hay dramas —ellas lo saben— que te envuelven y desgarran entre tal cantidad de tela de arpillera que resulta imposible esconderlos del todo bajo las lentejuelas, las gasas, las plumas o cualquier otro andamiaje textil obra de Bob Mackie, Jean-Paul Gaultier, Palomo Spain o Gilbert Adrian. Una diva es más grande que la vida. Una diva es auténtica. Una diva es una simulación. Una imitación a la vida. Una diva sí nos representa. Y ahí está la tragedia. Su tragedia. Nuestra tragedia.
Greta Garbo. Maria Callas. Bette Davis. Joan Crawford. Lola Flores. Judy Garland, cuya muerte previsible y prematura el 22 de junio de 1969, a los 47 años recién cumplidos, fue el chispazo de rabia que necesitaba la comunidad LGTBI neoyorquina para inflamarse de ira ante los abusos policiales que esa noche, y otras tantas que siguieron hasta el 3 de julio, no pudieron soportar. Y respondieron a pedradas, a fuego, a hostias contra los agentes brutales, sádicos, despiadados. “¡Se ha muerto Judy Garland!” fue uno de los gritos fundacionales de las revueltas de Stonewall, el origen de nuestras manifestaciones por el Orgullo LGTBI+. Porque Judy no lo pudo soportar más, porque la diva dolorosa había sucumbido ante el dolor, el alcohol y las sobredosis de pastillas; las bolleras, las trans, las putas —las latinas, las negras, las blancas— entendieron que no había diva a quien encomendarse, a quien vampirizar la resiliencia, y tuvieron que actuar con contundencia enquistada.
Una diva es libre porque nosotras no podemos serlo. Una diva es transgresora porque a nosotres no se nos consiente. Una diva es valiente porque nosotras no nos podemos permitir ese arrojo. María Félix. Ava Gardner. Rita Hayworth. La Lupe. Liz Taylor. Liza Minelli. Madonna. Diana Ross. Beyoncé. Rihanna. Cher. Grace Jones. Lady Gaga.
Las divas paran nuestros golpes cuando aún no nos han cicatrizado las heridas. Se emborrachan hasta el desvanecimiento para sanar un desamor que a nosotros nos pilla esperando el Cercanías en el andén con gafas de sol y sus canciones sonando en los auriculares. Las divas ejecutan las venganzas públicas que tramamos en duermevelas estériles. Las divas administran la justicia poética que nos niega la verdadera justicia. Una diva, la necesidad de divas, es un síntoma fatal de un sistema que nos falla, nos abandona a la intemperie y nos fuerza a subrogar nuestra dignidad en sus cuerpos, sus gestos, su rebeldía controlada por el mismo mercado que las crea, nos esclaviza y nos las ofrece envueltas para el consuelo y una falsa sensación liberadora que resulta ser solo un alivio de luto vicario.
Tal como cantara otra diva —inmensa Tina Turner—, “No necesitamos otro héroe”, así me gustaría a mí estar entonando aquí un desafinado canto que reivindique que “No necesitamos otra diva” porque será la vida, en un juego que transpone letras para reordenarlas, la que nos acoja, nos otorgue el poder, nos libere y nos permita ser quienes somos sin necesidad de esos avatares que son las divas. No necesitamos otra diva; necesitamos otra vida.
“Viva María. Viva Victoria. Afrodita. Viva la diva. Viva Victoria. Cleopatra”. Sonaba el victorioso canto eurovisivo de Dana Internacional que mezclaba deidades con emperatrices porque las fantasías confunden ficciones y a reinas reales con diosas imaginarias en un batiburrillo de estampitas rezables, homologadas para un milagro que no nos tendría que hacer tanta falta, o unas velitas votivas que enciendan promesas de supervivencia cuando os siguen asesinando, violando, relegando, oprimiendo y despreciando.
No necesitamos más divas —gais, disco, del pop, del barrio, del alcohol, del cine, de la ópera, del ‘soul’…— igual que las divas homologadas no necesitan de esa apropiación que hacemos de ellas en un proceso que llamaría ‘inspiranoia’, a través del cual acabamos leyendo en ellas señales que no emiten, que solo somos capaces de captar en nuestra propia onda corta de carencias, miedos y quebrantos. Una ‘inspiranoia’ que acaba funcionando como una apropiación indebida, no consentida, muchas veces cruel, siempre egoísta, que acaba condenándonos a la melancolía, la decepción y el deicidio despiadado. No necesitamos otra diva.
Y ellas tampoco nos necesitan.