El curioso destino de las escritoras que odiaban ponerse vestidos
¿Qué une a Aixa de la Cruz, Donna Tartt o Colette? Un rechazo, temprano o permanente, a las prendas femeninas. Así ha definido el estilo a la carrera (y voz) de otras autoras célebres.
«Yo no quería luchar por mis hermanas. Yo quería dejar de ser una hermana». Aixa de la Cruz no solo ha escrito la «novelita total» de 2019. Entre el torbellino de confesiones de los «delitos menores» de esta autora en Cambiar de idea (Caballo de Troya, 2019), uno activa un resorte especialmente significativo para una generación criada sin manifestaciones multitudinarias cada 8 de marzo y sin gritar al unísono el «tranqu...
«Yo no quería luchar por mis hermanas. Yo quería dejar de ser una hermana». Aixa de la Cruz no solo ha escrito la «novelita total» de 2019. Entre el torbellino de confesiones de los «delitos menores» de esta autora en Cambiar de idea (Caballo de Troya, 2019), uno activa un resorte especialmente significativo para una generación criada sin manifestaciones multitudinarias cada 8 de marzo y sin gritar al unísono el «tranquila, hermana, aquí está tu manada». Las treintañeras huérfanas de sororidad, desarrolladas sin marco mental para definirla porque lo que no se nombra no existe, empatizan con un pasaje en el que cristaliza cierto desdén temprano hacia lo femenino. «Como Virginie Despentes, pensaba que ‘todas las cosas divertidas son viriles’ y todo lo que ‘no dejaba huella’, femenino«, escribe la bilbaína. La ropa vista como símbolo ajeno a la diversión y grandeza: «En el parvulario me deshacía de los lápices de color rosa que venían en una caja de pinturas, y en segundo de primaria escribí una pieza teatral para la función de fin de curso sobre una princesa que se negaba a llevar vestidos y a coser su ajuar de boda«.
De la Cruz verbaliza la educación sentimental de las (no tan) millennials españolas desde un libro con cubierta rosa petit suisse y con estrellitas sobre sus ojos. Falta un toque de purpurina para dar un halo más punk al asunto. En ese hastío infantil hacia las cosas de chicas no está sola. «De pequeña y hasta bien entrada la adolescencia, odiaba los vestidos, la melena en la que se empeñaba en peinarme mi madre y las muñecas con las que se suponía que tenía que jugar», escribe María Sánchez en el reciente Tierra de Mujeres (Seix Barral, 2019), enmárcandose en esta narrativa de repulsión a lo femenino. «Yo quería ser fuerte […] Porque si hay algo que queda claro desde pequeños es esto. Que los hombres de sangre y tierra nunca lloran, no tienen miedo, no se equivocan nunca. Siempre saben lo que hay que hacer, siempre». Como Patti Smith, que supo de cría que no quería ponerse el pintalabios rojo de su madre y a la que Mapplethorpe fotografiaría para la portada de Horses con camisa blanca y traje masculino. «No tuve un grupito y nunca tuve la misma pinta que el resto de niñas», recordaría en su madurez.
Escritoras rechazando vestirse de niña. Daría para una antología. La precursora Georges Sand (nacida Amantine-Lucile-Aurore Dupin en 1804), aristócrata bastarda, periodista todoterreno y prolífica en todo tipo de temática –desde lo rural al romanticismo–, fue el epítome del feminismo y de las primeras en cuestionarse las categorías sexuales y rechazarlas. La misma que dijo a Balzac: «Los que conocen anatomía saben bien que no hay más que un sexo» y que empezó a vestirse de niño de pequeña, en las cacerías familiares. Un estilo fluido, que después heredaría Colette, para jugar con los géneros. Lo mismo llevaba vestidos y perlas a la ópera que fumaba puros con sus trajes a medida, camisas blancas y chalecos de corte masculino. Saint Laurent lo convertiría en tendencia un siglo después pero ella ya entendía el poderoso valor simbólico de su audacia: «la moda me ayudó a disfrazarme», sentenciaría en sus memorias.
A diferencia de Sylvia Plath, que construyó un look de perfecta ama de casa con inofensivos cardigans de punto como coraza, otras plumas han optado por justo lo contrario: demostrar cierta ferocidad apoyándose en lo viril. Fran Lebowitz, la mítica columnista de eterno traje a la que Scorsese dedicó un documental (Public Speaking, 2010), regaló todos sus jerséis de cuello redondo cuando pasó la veintena porque «los consideraba infantiles». Donna Tartt, la escritora con bob impecable a lo Louise Brooks, se hizo un hueco en la lista de Vanity Fair por sus trajes y corbatas. Tartt se ve «cómica» si tiene que colocarse unos tacones o un vestido de flecos. «El uniforme femenino me hace reír», rescataría sobre ella Terry Newman en Legendary authors and the clothes the wore (Harper Design, 2017).
Las que miran a los chicos que hacen cosas
No hace falta vestirse con corbata para reflejar que las absurdas cosas de chicas te repelen. Basta con escribir como ellos para ganarse la aprobación. «Desde niña solo tuve un único e incesante pasatiempo, aunque esa no es la palabra correcta, porque ni era un hobby ni una pasión. He practicado esta actividad con devoción religiosa y por más tiempo del que puedo recordar. He tratado de dejarlo, desde que nació mi hija. Pero casi toda mi vida se ha organizado en torno a esta actividad. He llenado mis días haciéndolo, gastado mi tiempo libre y una gran cantidad de tiempo que no era gratis haciéndolo. Esa afición, ese interés, esa pasión era esta: ver a los chicos hacer cosas«, escribió Claire Vaye en su ensayo On Pandering (Sobre complacer) en 2015. Un texto en el que la autora exponía, en sintonía con De la Cruz y esas jóvenes autoras huérfanas de referentes femeninos en la construcción de su identidad, de haber buscado la universalidad imitando lo masculino. «Observaba a los chicos en mi tiempo libre, observaba a los chicos en mi vida amorosa y observaba a los chicos en mi educación. […] Observé a Nabokov, observé a Thomas Hardy, observé a Raymond Carver. Leí mujeres (algunas, pero no lo suficiente) pero no las observé. No les di megáfonos en mi mente. Los escritores con megáfonos en mi mente no eran Mary Austin, ni Louise Erdrich, ni Joan Didion, ni Joy Williams, ni Toni Morrison, aunque todas han sido tan importantes para mí como cualquiera de los escritores masculinos que mencioné, o más. Aun así, observé a los chicos, miré para aprender. Quería escribir algo que le gustaría a Cormac McCarthy, algo que Thomas Pynchon saldría de su escondite para respaldar, algo que David Foster Wallace diría desde más allá de la tumba«.
La aprobación, el sentimiento de pertenencia, lo universal, encerrado y asociado a un único género. Un debate que asalta, esencialmente, a las autoras, obligadas a responder por él, reflexionar o cuestionar sus cimientos. Cuando a Margaret Atwood, reacia a hablar de puntos de vista masculinos o femeninos, le preguntaron en su entrevista para Paris Review en 1990 si podía averiguar el género de un escritor leyendo solo una pequeña parte del texto, la autora mostró su malestar por ciertas implicaciones de la cuestión: «su pregunta viene a decir que ‘las mujeres’ son una cantidad fija y que algunos hombres son ‘mejores’ a la hora de recrear esa cantidad. Yo, sin embargo, reniego de esa cantidad fija. No existe un único, simple o estático ‘punto de vista’. Digamos que la buena escritura de cualquiera puede ser sorprendente, fuerte y sinuosa. Los hombres que escriben a mujeres estereotipadas o las tratan como muebles o recurso sexual están retratando algo, sus vidas inocuas, probablemente«.
En la misma tesitura, Grace Paley aportó en su cuestionario para la publicación una curiosa lectura: «Estaba en un conferencia en California cuando una mujer joven no dejaba de decir que no quería convertirse en una escritora mujer porque la trivializaría […] Creo que lo dijo porque sentía que era verdad. Y hay verdad ahí. Muchas mujeres europeas lo sienten de forma arraigada. Tienen miedo de ser cualquier cosa menos universal. Si te trivializan, te marginarán […] Si alguna vez dije que mis textos eran política para mujeres es porque, como todas decimos, lo personal es político, así que escribir sobre mujeres es un acto político en sí». Sobre por qué algunas autoras usaban sus iniciales para ser aceptadas en los entornos literarios, Paley finiquitó las dudas con su ya lapidaria: «Las mujeres se esconden para poder ser vistas». Lo dijo en 1992, casi una década después de que Joanna Russ recopilase las estrategias históricas para ignorar y menospreciar los textos escritos por mujeres. Sus herederas, este 2019, han salido del escondite, dejan de mirar a los chicos hacer cosas y lo hacen desde libros con solapas de color rosa y sin traje pantalón promocional para ser validadas. Reclaman su derecho a cambiar de idea para apoyarse y reflejarse en sus hermanas.