Ninguna imagen es inocente: así es como el lujo reconstruye (y controla) su propia narrativa
Lugares imponentes para mostrar ideas concretas o salones históricos para hablar de hogares cotidianos. Los desfiles de Louis Vuitton y Saint Laurent sabe cómo hacer que su discurso llegue al mayor número de pantallas posibles
En los setenta los sociólogos de la comunicación analizaron ampliamente cómo la televisión y otras manifestaciones visuales hacían pasar por mera representación un discurso en realidad sesgado que daba una interpretación unívoca de la realidad. Medio siglo después, la fábrica de producción (no reproducción) de imágenes tiene como soporte la pantalla del teléfono y como plataforma un puñado de algoritmos que nos dan lo que (en teoría), queremos ver. Hace unos años las grandes marcas adoptaron dinámicas propias de los medios de comunicación y/o factorías de entretenimiento: desfiles-espectáculo para enganchar a la audiencia, contratos millonarios con celebridades de perfiles eclécticos para adaptar a algoritmos igualmente eclécticos y la producción de toda una línea de merchandising, físico y experiencial, para mantener su logo presente en todos los rincones a base de cafeterías, llaveros, hoteles, alfombras, platos o incluso chocolatinas serigrafiadas.
En los últimos dos años la idea ha ido mucho más allá: Saint Laurent tiene una productora que financia (y viste) algunos de los títulos más aclamados de los últimos tres años (Emilia Pérez, Parthenope, Mother Father Sister Brother). Louis Vuitton, por su parte, ha convertido la firma en un gigante que entrecruza arte, música y moda: no en vano Pharrell es su diseñador masculino y su millonaria alianza con el grupo de K Pop BTS es una de las más fructíferas a nivel de alcance digital.
Pero ahora además se suma otro factor. La industria vive en esta temporada de desfiles una especie de reseteo, con más de una decena de cambios en la dirección creativa de las grandes marcas y la creencia de que el lujo debería volver a ser exclusivo para volver a ser relevante. Aunque en estos tiempos la exclusividad no tiene solo que ver con la subida de precios (que también), sino con el control de la información y de la imagen. Es imposible, a estas alturas, que lo elitista sea privado, pero sí puede ser ‘intimo’, el eufemismo más repetido este mes. Por primera vez en años, los desfiles han reducido el número de invitados (aunque a veces los espacios sigan siendo los mismos) pero han duplicado el número de celebridades. También es la primera temporada en la que los llamados “comentaristas de moda”, es decir, ese nutrido grupo de jóvenes que comentan y repasan los desfiles en Instagram (algunos muy buenos), tienen un asiento propio al lado de los influencers de toda la vida. Un gesto que puede ser visto como democrático, si no fuera porque la prensa tradicional ha sido la peor parada (y muchos, acostumbrados a otras épocas, no se lo han tomado nada bien). Quizá esto se deba a que, aunque necesaria para las firmas, la prensa ya no es su canal favorito. O quizá porque para controlar el discurso que comunican hay que priorizar otros perfiles.
En cualquier caso, Saint Laurent, que sí deja espacio a prensa, tiene otras formas de controlar su imagen y convertir su mensaje en viral. El primero, sus escenarios, que si siempre pueden definirse como imponentes, en esta ocasión fue directamente apabullante: construyeron nada menos que un jardín ficticio en la Place de Varsovia, frente a la Torre Eiffel, con cientos de hortensias que formaban las siglas de la firma a vista de pájaro, creando una pasarela por la que desfilaron sus ya clásicas modelos con gafas de sol (da igual lo famosa que seas en Saint Laurent, el rostro suele ser lo de menos), tacones altísimos y pasos decididos.
El segundo, con sus embajadoras. Actrices, modelos, estrellas de pop de distintas generaciones que solo comparten el hecho de ser famosas para todos los públicos. De Kate Moss a Madonna, de Catherine Deneuve a Hailey Bieber. Una forma de mostrar su potencia, pero también de ampliar horizontes digitales llegando a distintos perfiles. No por casualidad las estrellas más jóvenes (Hailey Bieber, Zoë Kravitz o Charli XCX, entre otras) llevaban la misma ropa de la marca, una especie de short lencero combinado con un cortavientos deportivo.
Si vestían casi uniformadas es porque, en tercer lugar, el diseñador Anthony Vaccarello ha convertido la enseña en una especie de uniforme con un mensaje muy concreto: “En Saint Laurent, la estética es un lenguaje”, escribe el diseñador belga en las notas del desfile. “En un tiempo en el que el diálogo se desvanece, el estilo se convierte en forma de discurso: no uno que imponga, sino uno que conecte y aporte matices”, continúa.
Su lenguaje es muy concreto; revisitando el archivo de los años ochenta, construye el relato de una mujer poderosa y libre (también burguesa). Esta vez, además, con solo tres ideas: una primera parte de faldas de tubo de cuero, camisas con lazada y chaquetas de piel armadas que él llama “princesas a lo Robert Mapplethorpe”, referenciando al fotógrafo que mejor retrató la belleza de la sexualidad explícita; una segunda de vestidos-sahariana de nylon, y una tercera, también de tejido técnico, de vestidos tan voluminosos y operescos como ligeros.
Un dialecto con tres palabras, porque Vaccarello sabe que todo lo demás sobra: todo el mundo sabrá que esas piezas pertenecen a Saint Laurent dentro de seis meses o un año, algo muy poco común dada la ingente oferta del lujo actual. Esas serán, también, las mismas piezas que poblarán editoriales en revistas y alfombras rojas. Saint Laurent controla su imagen en la forma y también en el fondo, en el propio producto. Son solo tres ideas, pero tres buenas valen mucho más que cien mediocres.
Vuitton y la idea de vestirse para uno mismo
El martes por la mañana el Museo del Louvre servía de escenario, como casi siempre, a la colección de Louis Vuitton. Acostumbrados a cerrar la semana de la moda de París (porque son la marca de lujo más rentable del mundo), en esta ocasión desfilaban al principio y por la mañana, dejando la traca final al desfile más esperado de la temporada: el debut de Matthieu Blazy en Chanel. Tampoco lo hacían en la pirámide del museo, su enclave habitual, sino en los salones de la reina Ana de Austria, madre de Luis XIV. Decorados con muebles de los últimos dos siglos y con la voz de Cate Blanchett entonando This Must Be the Place, la mítica canción de los Talking Heads, todo estaba pensado para generar una especie de sensación de intimidad grandilocuente. Puede sonar a oxímoron, pero tiene sentido.
“La colección nació en un apartamento. Pensé en la idea de vestirse primero para uno mismo. Quería capturar esa sutileza, algo extremadamente suave”, contaba tras el show Nicolas Ghésquière a un reducido grupo de medios. “También me interesaba la noción de recibir en casa, de hacer especial la vida interior, como si dar una vuelta por el apartamento pudiera convertirse en un viaje en sí mismo”.
El diseñador lo llama “arquitectura de lo íntimo”, y lo traduce a esas piezas con volúmenes milimetrados, vestidos de flecos cuyos estampados adquirían vida propia y drapeados casi infinitos (él es uno de los diseñadores más arquitectónicos de la actualidad), pero esta vez los colores, beige y empolvados, y los materiales, punto y seda, evocaban el confort de llegar a casa y deshacerse de esa armadura con la que nos enfrentamos al mundo. Claro que no es lo mismo llegar a una casa que a otra, y hacerlo a una imponente y majestuosa implica que uno puede pensar en la excentricidad a la hora de vestirse cuando nadie lo ve.
Ghésquière es una rara avis dentro del ingente ecosistema de Louis Vuitton, que sobrevuela cualquier tipo de manifestación cultural masiva con patrocinios, exposiciones o embajadores. Lleva catorce años creando colecciones experimentales con su sello reconocible en una marca que funciona como la gran plataforma del lujo. Por eso su interesante colección sobre la intimidad (palaciega) tiene especial sentido: por un lado, convierte lo privado en espectáculo global; por el otro, hace que la enseña de lujo más famosa que existe aún conserve un salón (eso sí, en el Louvre) para la creatividad, un rinconcito que en realidad es la cúspide de la gran pirámide aspiracional y comercial de la firma buque insignia del grupo LVMH.
En esta etapa de transición a la que se enfrenta el lujo parece que hay que blindar relatos para vender objetos: controlar qué se ve, qué se dice y cómo se cuenta. Ninguna imagen es inocente.