La curiosa historia de la ‘randoseru’, la mochila de cientos de euros que llevan todos los niños en Japón
Desde hace 150 años es un símbolo de la infancia. Se elabora de manera artesanal y se usa durante toda la educación primaria. Los modelos más lujosos pueden llegar a los 1.000 euros
El curso escolar japonés comienza en abril. En estos momentos, mientras en Occidente los niños se acostumbran de nuevo a las clases, en Japón los padres de niños que comenzarán la educación primaria el año que viene están ya buscando la mochila que llevarán sus hijos. Tal antelación se explica porque una randoseru no es una mochila cualquiera, es en realidad un elemento esencial de la infancia japonesa desde hace casi 150 años.
La randoseru tradicional, que cuesta cientos de euros, está fabricada en cuero, aunque hoy también hay versiones con una piel sintética de alta calidad llamada clarino. Es rígida, rectangular, con las esquinas redondeadas y se abre con una gran solapa, como un híbrido entre la funda de un acordeón y el caparazón de una tortuga. Tal es su estatus, casi totémico, que no es obligatoria y, sin embargo, la llevan prácticamente todos los niños y niñas durante los seis años de la escuela primaria.
De hecho, uno de cada tres niños japoneses lleva una randoseru Seiban, marca que lleva desde 1946 fabricando estas mochilas sin apenas alterar su patrón. Otros fabricantes históricos, como Kunio Tsuchiya en Tokio (desde 1965) o Yamamoto bag (desde 1969) también continúan con esta tradición artesanal, meticulosa y hasta casi ritual. Cada mochila exige unos 150 procesos manuales (corte, ensamblado, cosido, moldeado, pulido, etc.), lo que supone unas 20 a 30 horas de trabajo, y, en los talleres pequeños un artesano puede terminar solo unas pocas randoseru a la semana. El precio medio es de unos 350 euros, pero hay modelos que superan los 800.
Otro de los talleres más afamados es el de Tsuchiya Kaban, que lleva fabricando randoserus desde 1965. “Lo más importante para nosotros al crear randoseru es lograr un equilibrio entre durabilidad y belleza”, cuenta en el blog de la marca Suzuki, quien dirige uno de los talleres en Tokio. Solo en el suyo cuenta con unos 100 artesanos y en su explicación sobre su trabajo se salpican palabras como minuciosidad, detalle, tradición, ejemplaridad. “Elaboramos estos bolsos con sumo cuidado, especialmente porque tradicionalmente son usados por niños. Queremos que cada propietario sienta una conexión con sus mochilas cada vez que las use, por lo que priorizamos tanto la belleza estética como la comodidad”, explica. Sus precios van desde los 450 euros hasta los 1.083 de los modelos más exclusivos.
Hace unos días, The New York Times dedicaba un artículo a esta preciada mochila, tan llena de significado, y destacaba que más que una simple bolsa, la randoseru es un símbolo japonés que refleja la disciplina social y la coherencia que tan profundamente arraigadas están en la cultura del país.
Aunque hoy se permiten algunas licencias en su diseño, la randoseru sigue siendo bastante intocable. Según explica la Asociación Randoseru, los niños mantienen el negro como favorito, algunos llevan verde o camel, pocos eligen el azul marino. Entre las niñas, el tradicional rojo cede ante el lavanda o violeta, y empiezan a desear otros tonos, como el melocotón y el azul cielo. Tímidamente, el clásico bolso escolar va dejando algo de espacio a la personalidad de cada niño.
La estética limpia, sólida y elegante de esta mochila ha exportado su fama a miles de kilómetros de las escuelas japonesas. Cuando Max (tres años entonces) atravesó la puerta de su guardería en una escuela de San Sebastián, su preciosa randoseru roja destacaba entre las demás mochilas infantiles. Cautivados, unos años antes, por la imagen de los niños yendo solos al colegio en Tokio, sus padres eligieron esta mochila para él: “Era una demostración de autonomía increíble, pero nuestra mirada siempre se detenía en un detalle común: todos llevaban la misma mochila. La randoseru era la base sobre la que cada uno construía su identidad, personalizándola con llaveros de peluche (nuigurumi) o añadiendo accesorios para la botella de agua. Nos fascinaba ver cómo en los más pequeños parecía un caparazón gigante y cómo en los mayores se percibía ya como una compañera de viaje, cargada de historias”, cuenta Maite, su madre. “La idea de una única mochila que te acompaña durante los seis años de primaria nos pareció una filosofía preciosa. No era solo un objeto, sino un testigo silencioso que evoluciona contigo durante una de las etapas más importantes de tu vida. Por eso la trajimos a casa, como símbolo de esa historia de crecimiento y durabilidad”. Pronto vieron que aquí no resulta tan práctica: ocupa más y en los percheros no hay tanto espacio, pesa más que una convencional (la clásica llega casi al kilo y medio estando vacía) y no todos saben utilizarla correctamente. En Japón funciona porque sus dinámicas, sus espacios y sus hábitos en la escuela son también diferentes.
A miles de kilómetros de nuevo, esta vez en California, la pareja de arquitectos Airi y Rayan ha escogido como mochila para su hija Kenzo una randoseru de color mostaza, “un color alegre y acogedor que combina a la perfección con su habitación y su estilo”. Más allá de su bonita apariencia, esta mochila funciona como una conexión profunda con las raíces culturales de Airi, como cuentan en el blog de la marca Tsuchiya Kaban. Las randoseru más modernas ofrecen hoy mayor capacidad para llevar libros y tabletas digitales, pero por lo general su forma y estructura sigue siendo constante a lo largo de su historia.
Sus raíces se remontan al siglo XIX, cuando Japón empezaba a abrirse al mundo tras siglos de aislamiento feudal. Inspiradas en los ransel, las mochilas militares holandesas, llegaron al país alrededor de 1860. En 1885, Gakushuin, la escuela de élite de la familia imperial, adoptó un modelo similar como oficial, y la imagen del príncipe heredero con ella se convirtió en símbolo de la infancia y la disciplina japonesas. Inicialmente, era un lujo de las familias acomodadas, mientras la mayoría seguía usando el furoshiki, una tela para envolver objetos.
Con el tiempo, la randoseru conquistó la identidad del país, algunas empresas las regalaban a sus empleados para sus hijos y los abuelos comenzaron a comprarlas para sus nietos como un recuerdo especial. Más de 150 años después, estas mochilas siguen presentes en la vida de los niños y niñas japoneses y son, más que un objeto de utilidad, un clásico cultural.