Fiestas, sexo y mucha moda: la arrolladora personalidad de Halston, el costurero del ‘glamour’ de los setenta, llega a Netflix
La plataforma estrena el viernes una miniserie sobre la vida del creativo que marcó la moda de aquella década. Como con cualquier ficción biográfica que se precie, su familia ya ha expresado su descontento.
Cuando a mediados de los años setenta el diseñador estadounidense Roy Halston Frowick (Iowa, 1932) llegaba a un evento lo hacía rodeado de un séquito de mujeres, las ‘Halstonettes’, ataviadas a juego con sus sensuales creaciones. Aquellas coloridas estampas, ampliamente documentadas, al igual que la excesiva vida del creador, marcadas por sus adiciones y su megalomanía, son un caramelo para el creador Ryan Murphy que hoy estrena en Netflix la miniserie Halston. Con Ewan McGregor como protagonista y con ...
Cuando a mediados de los años setenta el diseñador estadounidense Roy Halston Frowick (Iowa, 1932) llegaba a un evento lo hacía rodeado de un séquito de mujeres, las ‘Halstonettes’, ataviadas a juego con sus sensuales creaciones. Aquellas coloridas estampas, ampliamente documentadas, al igual que la excesiva vida del creador, marcadas por sus adiciones y su megalomanía, son un caramelo para el creador Ryan Murphy que hoy estrena en Netflix la miniserie Halston. Con Ewan McGregor como protagonista y con la familia del creativo en contra: «Es un relato inexacto y ficticio», han dicho en un comunicado. En la cima de su carrera, el carismático diseñador había situado en el mapa a la moda norteamericana y se tuteaba con Yves Saint Laurent, su némesis en París. A él le unía una rivalidad cordial. Halston se servía de sus ‘Halstonettes’ (las modelos Pat Cleveland, Alva Chinn o Karen Bjornsen) y de aquellas coreografiadas apariciones para encapsular el espíritu de su firma homónima: desde la estética a su idea de la moda como espectáculo o la diversidad. En la discoteca Studio 54, en la gala anual del Museo Metropolitano de Nueva York, en Acapulco o en la Gran Muralla china, convertía cualquier salida en un evento promocional, combinando precozmente moda y entretenimiento. Quizá por ello Andy Warhol decía que sus desfiles eran el arte de los setenta.
Desde su acristalado despacho en el piso 21 de la torre Olympic en Manhattan, una sala cubierta de orquídeas, dominaba la ciudad y dictaba estilo. Enfundado en su uniforme de trabajo, jersey negro de cuello alto y pitillo en la boca, plasmaba en vestidos la libertad sexual de una época que aún no conocía al sida que le acabaría matando en 1990. Captó el sentir de las mujeres y las sedujo con un armario cómodo y versátil. Simplificó patrones, redujo costuras, eliminó cremalleras y recuperó el corte al bies que celebra el cuerpo. Una fórmula sencilla, eficaz y duradera: cuando Tom Ford se hizo cargo de Gucci, dos décadas después, reprodujo la receta porque se la sabía de memoria, de adolescente se colaba en Studio 54 para espiar a su ídolo.
Halston era el epítome del sueño americano: provenía de una familia trabajadora, pero vivía en una mansión del Upper East Side. Una de las propiedades más jugosas de la isla, del arquitecto Paul Rudolph, en la que remataba sus legendarias fiestas. En la comitiva estaban Liza Minnelli, Elizabeth Taylor, Anjelica Huston o Elsa Peretti, a la que animó a dedicarse a la joyería. También modelos: Marisa Berenson, Lauren Hutton o Iman, que hace unos años recordaba cómo Halston al conocerla le preguntó si sabía caminar. “¿Cómo diablos crees que llegué hasta aquí?”, replicó airada.
Una de las paredes de aquella casa estaba decorada con un mural con nueve retratos de Jacqueline Kennedy en la investidura como presidente de su marido. En la ceremonia la ex primera dama lució un tocado pillbox que le había hecho Halston. El diseñador había empezado como sombrerero en los años cincuenta. Primero en Chicago y después en Nueva York, en los grandes almacenes Bergdorf Goodman, engalanaba a Kim Novak, Deborah Kerr o Hedda Hopper con piezas que podían alcanzar los 1.300 dólares de la época. “Me hice muy famoso muy rápidamente”, decía en una entrevista que recoge el documental de Frédéric Tcheng, Halston (2019). A lo que Tom Fallon, que era su asistente, añade: “Estaba tan ocupado ascendiendo que nunca contaba nada sobre su vida personal”.
En esa sociedad en ebullición, comprendió que los sombreros eran prenda en peligro de extinción y en 1966 lanzó su primera línea de ropa para la tienda en la que trabajaba. Dos años después se instalaba por su cuenta. “La moda ha cambiado tanto últimamente que creo que debería reexaminar mi propio papel en ella”, explicaba entonces en The New York Times. Aseguraba no tener ningún plan, que ya pensaría al volver de sus vacaciones en Jamaica. Puro Halston, que era diseñador pero también personaje. Esa personalidad pública, socarrona y juerguista terminaría pasándole factura al igual que todos sus excesos. En 1973, ansiando ser global, vendió su marca a Industrias Norton Simon. Lanzó cosméticos, accesorios, maletas, sábanas, alfombras o un rentable perfume de cuyo frasco, en forma de lágrima, se encargó Elsa Peretti. Diseñó uniformes para los empleados de Avis o para las olimpiadas de 1976. “¿Que si tomábamos drogas? Claro, cómo no íbamos a hacerlo si pasábamos la noche en vela trabajando”, decía Peretti en el documental.
En 1983 se adelantó a la industria al aliarse con la cadena de bajo coste JCPenney, para ofrecer sus propuestas al gran público. Pero esa aventura fue demasiado prematura y el lujo no terminó de entender esa democratización de su nombre: en Bergdorf Goodman, los elitistas almacenes donde había empezado su historia, retiraron sus productos. Cada día más déspota, el diseñador empalmaba una fiesta con otra mientras los gastos de la compañía se disparaban. Los números empezaban a no cuadrar. Ya no había presupuesto para reponer aquellas orquídeas de la oficina. Roy Halston estaba fuera de control y los dueños de su firma aprovecharon para tomar el mando. En 1984 le echaban de la compañía y poco después descubría que estaba enfermo. Vendió su mansión y sus últimos días los pasó en California, con su familia. Su legado sigue presente en muchos creadores hoy; de forma especialmente literal en el caso de Tom Ford que, según reportaba WWD, compró en 2018 la casa en Manhattan de Halston. Quizá hasta conserve los retratos de Jackie.