Si el Puente de Brooklyn existe, es por el empeño de una mujer
La desconocida historia de Emily Warren Roebling, la verdadera responsable de que, todavía hoy, el Puente de Brooklyn siga en pie.
En la ciudad de los rascacielos más modernos, la estatua que trata de emular su tamaño y el parque que casi duplica la extensión de Mónaco, no es fácil convertirse en un símbolo. Pero 135 años después de su inauguración, el Puente de Brooklyn sigue sobre el East River, aportando un bucólico toque neogótico a las estampas más otoñales. Toda una hazaña, ya no solo por su (inesperada) longevidad, sino por los 14 azarosos años que se invirtieron en su construcción. Y por los 15 previos que su diseñador tuvo que pasar convenciendo a las autoridades para llevarlo a cabo.
Solo los ...
En la ciudad de los rascacielos más modernos, la estatua que trata de emular su tamaño y el parque que casi duplica la extensión de Mónaco, no es fácil convertirse en un símbolo. Pero 135 años después de su inauguración, el Puente de Brooklyn sigue sobre el East River, aportando un bucólico toque neogótico a las estampas más otoñales. Toda una hazaña, ya no solo por su (inesperada) longevidad, sino por los 14 azarosos años que se invirtieron en su construcción. Y por los 15 previos que su diseñador tuvo que pasar convenciendo a las autoridades para llevarlo a cabo.
Solo los blockbuster más descarados se han atrevido a llevarse por delante esta estructura que ha sobrevivido a contratistas rácanos y alcaldes manipuladores. Su creador no llegó a verla en pie, y su sustituto casi tampoco. Pero afortunadamente para ellos, y para el desarrollo posterior de la ciudad, Emily Warren Roebling estaba allí para encargarse de la construcción del puente colgante de mayor envergadura en aquel momento. Cuando todavía faltaban dos décadas para que una mujer se graduase en cualquier tipo de ingeniería en Estados Unidos.
Intelecto masculino
La indiscutible heroína de esta historia épica, que anhela el interés de Hollywood, estaba destinada a ser “la señora de” desde que llegó al mundo en 1843 como la penúltima de 12 hermanos. Emily pertenecía a la clase acomodada y fue educada en una escuela católica en la que le enseñaron álgebra, francés, retórica, tareas domésticas y piano. Con poco más de 20 años, la joven decidió visitar a su hermano favorito, que formaba parte del Quinto Cuerpo del Ejército durante la Guerra Civil Americana. Y al más puro estilo de las comedias románticas, durante un baile, conoció al que sería su marido, Washington Roebling.
En enero de 1865, unos meses antes del final de la contienda, la pareja contrajo matrimonio y recibió un encargo muy especial del padre de él, John Augustus Roebling. Reputado ingeniero civil de la época y responsable del puente en suspensión de las cataratas del Niágara, John iba a ser el encargado de construir la estructura que uniese Nueva York y Brooklyn. Y necesitaba que su hijo, también ingeniero, viajase a Europa para investigar sobre las últimas técnicas en la construcción de puentes sobre agua, y en especial sobre el uso de cajones sellados y presurizados.
Cuando regresaron, con un montón de conocimientos y un hijo bajo el brazo, apenas tuvieron tiempo de compartir con él lo que habían aprendido. Un desafortunado accidente mientras planificaba las obras provocó que le amputasen varios dedos de un pie, y semanas después muriese de tétanos. Washington se convirtió entonces en ingeniero jefe del proyecto, puesto en el que trabajó sin descanso hasta que llegó el síndrome de descompresión. La exposición a las condiciones presurizadas de los cajones que él mismo había estudiado le dejaron inválido. En ese momento, Emily empezó a abandonar la etiqueta de “la señora de” en la que nunca había encajado una mujer de carácter fuerte con un “intelecto casi masculino” (según el biógrafo Hamilton Schuyler) como ella.
Ingeniera en la sombra
Instalados en su casa de Brooklyn Heights, desde la que Washington podía ver el desarrollo de las obras con la ayuda de un telescopio, Emily dio sus primeros pasos en el proyecto como secretaria-mensajera. Tomaba nota de las explicaciones de su marido, y se las transmitía a los responsables de la obra. La rutina de un proyecto de esa magnitud la colocó en las negociaciones de suministros, la administración de tareas diarias y la supervisión de contratos, pero también ejercía de enlace con el consejo de administración.
Después llegaron, por su innato interés por los puentes y su deseo de afrontar el reto que le había tocado, las matemáticas superiores, los cálculos de las curvas catenarias o las complejidades de la construcción de cables. En su escaso tiempo libre estudiaba ingeniería civil y aprendía todo lo que podía sobre estrés de materiales. El éxito de su incansable desempeño quedaba probado cada vez que alguien daba por sentado que Emily había asumido, formalmente, las funciones de ingeniero jefe. O que incluso era la diseñadora de la estructura.
El proyecto siempre llevó el nombre de su esposo, a pesar de que no podía salir de la cama, y en 1882 las rencillas propias de la política local amenazaron el trabajo del que Emily llevaba una década ocupándose. El alcalde de Brooklyn, que todavía no era un barrio de Nueva York, supo de la débil salud de Washington y se atrevió a poner en duda ante las más altas instancias si sus capacidades eran suficientes para conservar el título de ingeniero. Según los biógrafos de la pareja, la diplomacia e inteligencia de Emily hicieron posible que los políticos permitiesen que su marido siguiese siendo el ingeniero jefe del Puente de Brooklyn, a pesar de la queja recibida desde una de las orillas.
Abnegada devoción
El 24 de mayo de 1883 la mujer que, ataviada con enaguas y corsé, se había encargado personalmente de que la construcción del viaducto siguiese adelante, se subió a un carruaje en la orilla de Brooklyn. Acompañada de un gallo, símbolo de la buena suerte, Emily fue la primera que cruzó los ochenta metros que le separaban de Manhattan ante la mirada de centenares de curiosos. Abram S. Hewitt, filántropo y rival empresarial declaró a los reporteros congregados en la inauguración que el puente era “un monumento eterno a la abnegada devoción de una mujer”.
Por si alguien pudiera pensar que la dedicación de Emily era una cuestión de compromiso matrimonial, o relevancia social, ella dedicó los años posteriores a escribir ensayos sobre la defensa de los derechos de las mujeres y la igualdad en el matrimonio. En 1951, casi medio siglo después de su muerte, el club de ingenieros de Brooklyn reunió fondos para costear la placa conmemorativa que los constructores del puente diseñaron para reconocer el papel de los Roebling. Junto a la cita de Hewitt y los nombres de su marido y su suegro, Emily es reconocida por “la fe y el valor” con los que “ayudó” a su marido. Una selección de palabras que se antoja escasa para la verdadera responsable de que, todavía hoy, el Puente de Brooklyn siga en pie.