Brillantes, pero muertas de hambre: Leslie Jamison y las escritoras que se castigaban sin comer
Una nueva generación de autoras se rebela en sus textos contra la presión y métodos obsesivos que desarrollaron por la autovigilancia corporal femenina.
Cuando llegó a Harvard, Leslie Jamison dejó de comer. «Pasar hambre era una forma de comportarme como si no estuviera del todo presente, como si mi vida estuviera en modo de pausa y pudiera volver a pulsar el botón de reproducir en cuanto volviera a sentirme bien». Como en las novelas de Jean Rhys («Era asombroso lo excepcional, coherente y comprensible que todo me parecía con una copa de vino en el estómago vacío»), la futura ensayista y por entonces universitaria sentía que todo brillaba más si no probaba bocado. Descubrió las ventajas de beber en ...
Cuando llegó a Harvard, Leslie Jamison dejó de comer. «Pasar hambre era una forma de comportarme como si no estuviera del todo presente, como si mi vida estuviera en modo de pausa y pudiera volver a pulsar el botón de reproducir en cuanto volviera a sentirme bien». Como en las novelas de Jean Rhys («Era asombroso lo excepcional, coherente y comprensible que todo me parecía con una copa de vino en el estómago vacío»), la futura ensayista y por entonces universitaria sentía que todo brillaba más si no probaba bocado. Descubrió las ventajas de beber en ayunas cuando empezó a beber para evitar comer. Que, si no ingería nada durante el día, sus borracheras sentaban muchísimo mejor y le agudizaban los sentidos por la noche. Al igual que la autora de Ancho mar de los sargazos, Jamison sabía que «no es buena idea ir diciendo que te sientes sola o desgraciada», así que combatió su timidez crónica y el ansia de validación de los demás matándose de hambre: «Me avergonzaba que mi tristeza no tuviera un origen extraordinario […] Así que le busqué un disfraz más dramático en forma de trastorno alimentario».
Castigándose por no ser una persona lo suficientemente atormentada e interesante, Jamison quiso llenar de épica etílica a su currículo vital. Perdió dos kilos, luego cuatro y después se convirtieron en siete. Apuntaba todo lo que ingería en una libreta que guardaba en su escritorio. En su armario tenía una báscula cuya pantallita se iluminaba con números de un rojo fluorescente. «Vivía pendiente de esos números rojos, dijeran lo que dijesen. Si sufría un revés y la báscula llevaba demasiados días señalando el mismo peso, a la mañana siguiente me pegaba una caminata por el campus helado», escribe en La huella de los días: la adicción y sus repercusiones, el extenso ensayo que publicó en 2018 sobre su adicción al alcohol que ahora edita en castellano Anagrama traducido por Rita da Costa. En él, además de escribir sin tapujos sobre «lo desgarrador, maravilloso y tedioso que es aprender a vivir sin la anestésica intimidad del alcohol», también ahonda en otro adictivo fenómeno y más extendido de lo que se cree, voceado por algunas escritoras que han hecho de su vida su obra de escritura: la autovigilancia corporal y el hambre perpetua como estado de exigencia y respeto vital.
Lo contó la propia Jamison u otras autoras contemporáneas como Emilie Pine, Roxanne Gay o Kelsey Osgood, que escribió Cómo desaparecer completamente para tratar de arrebatar ese halo romántico al trauma de la anorexia en una sociedad en la que «todas arrastramos nuestros dramas con la comida». Trastornos que también pasaron firmas ilustres como Virginia Woolf (según desvelaría su sobrina nieta) o hasta iconos de Hollywood, como descubriría la mismísima Jane Fonda en sus memorias: «Empezó en segundo curso del internado y me duró lo que duraron dos matrimonios y dos hijos. Jamás se enteraron». La actriz y activista escribió sin tapujos sobre su bulimia: «Me hice experta en vomitar en los mejores restaurantes de Beverly Hills y volver a la mesa pimpante y recién pintada». Un trastorno que intercaló con la ingesta habitual de speed durante buena parte de su vida. Para resignificar estas problemáticas, una nueva generación esta cambiando patrones sobre cómo escribir del hambre autoimpuesto por el mero hecho de ser mujer.
Hambrienta para beber
El primer semestre de carrera Leslie Jamison perdió 11 kilos. Tenía dos trabajos, uno para un abogado especializado en inmigración al que ayudaba a recopilar información para conseguir permisos de asilo político y otro transcribiendo entrevistas de madres seropositivas. Su figura de universitaria de Harvard blanca y privilegiada, sin dramas reales como los de todas aquellas personas con las que contactaba en sus trabajos, la llevaba a menospreciarse. «Mi propio sufrimiento me parecía tan banal, artificial e incluso buscado que me producía vergüenza». Más que anoréxica, Jamison fue comedora compulsiva. Además de las libretas en la que llevaba las cuentas de las calorías ingeridas, tenía un diario cuyas páginas llenaba con platos de ensueño: raviolis de calabaza y ricota, tartas de queso y vainilla con mango, tartaletas de queso cabra y acelgas; menús que copiaba de las cartas de los restaurantes para fantasear con atiborrarse. «Ese diario contenía la verdad sobre mí: quería pasar todos y cada uno de los instantes de mi vida comiendo a dos carrillos». Una noche tiró un bote de crema de cacahuete en el sótano de su residencia para no sentirse tentada a probarlo y recogerlo de su propia basura. Al poco volvió sobre sus pasos y hundió sus dedos en su interior: «Ese era mi verdadero yo: no la chica esmirriada que nunca comía, sino la de los dedos pringosos que rebuscaba en la basura».
Al final, Leslie Jamison se cansó de pasar hambre. «Por muchas tazas de agua caliente que bebiera –una técnica que copió de otra estudiante anoréxica para engañar a la gula–, aquello era algo monótono y frío». Más que hambrienta, lo que estaba era sedienta. Así que apostó por comer poco y beber mucho. En segundo de carrera, dejó atrás ese supuesto trastorno alimentario para abrazar uno nuevo: «Ese otro yo –el que siempre quería más, el que ya había intentado rendir por hambre- no se daba por vencido». Pasó a beber para engañar a su estómago. «Emborracharme se me antojaba lo contrario a la restricción. Equivalía a la libertad. A ceder al deseo en lugar de negarlo. Equivalía a abondono». Como cuando soñaba con comer a dos carrillos, solo que ahora, podía imprimir de épica a esas noches que después pasarían a ser en fragmentos en blanco en su memoria. Como todos esos escritores a lo Cheever o Richard Yates que admiraba, lo de Jamison se convirtió en una nueva adicción (ese mantra basado en el ciclo de deseo, consumo, repetición) a la que se entregó sin contemplaciones al cumplir los 21, mudarse a Iowa para estudiar un postgrado de escritura y entregarse a «vivir cosas en las fiestas de las que tal vez pudiese hablar en fiestas más adelante».
Jamison volvió a abrirse sobre su trastorno corporal en un ensayo sobre su embarazo y la relación con su cuerpo. «Hasta los seis meses no se me notó. La gente me decía: ¡No pareces embarazada para nada! Lo decían como un cumplido. El cuerpo femenino siempre será alabado por quedarse en sus fronteras, por hacer que cualquier expansión sancionable sea imposible de detectar».
Hambrienta para gustar
Están las que pasaban hambre para abrazar el drama y no ocupar espacio, como Jamison, y las que lo hacían para reafirmarse. Para encajar y gustar. «A los 10 años descubrí el poder de no comer […] Descubrí que tenía talento para el hambre», escribe Emilie Pine en Sobre mí, uno de los ensayos que conforman Todo lo que no puedo decir (Random House, 2019, con traducción de Cruz Rodríguez Ruiz). La irlandesa fue precoz en esto del ayuno. Ella «quería molar» y sabía que solo podía hacerlo estando delgada. Tiraba el desayuno, aplastaba el bocadillo materno del recreo, se negaba a comer. Empezó a fumar de forma precoz y copió los andares de las mayores para resultar seductora. Entendía que ser «flaca»era una ventaja social. «Esa etiqueta me entusiasmaba, yo sabía que proclamaban mi delgadez como «algo bueno», con palabras como ‘esbelta’. Tener los codos protuberantes y las costillas marcadas, esa era la única virtud que yo valoraba»
Con su prosa sencilla, pero cargada de política, Pine revela de forma certera la exasperante autovigilancia a la que nos sometemos las mujeres desde la niñez. ¿Esos bucles en los que rememoramos una y otra vez nuestras palabras en esas noches que nos atormentan mucho, pero que a nadie más importan? Pine ya lo vivía desde los once años. «Empecé a no dormir. Me tumbaba en la cama, diseccionaba y parafreaseaba todo lo que había dicho a lo largo de la jornada, reflexionaba sobre todo lo que había entendido mal». La necesidad de aprobación constante la carcomía, también en la adolescencia, dónde combinaba el ayuno con raves, rayas de speed y cigarrillos embutida en minivestidos a las puertas del club de moda de turno: «Y seguía sin comer casi nada. Ayunar suponía una ventaja en mi estilo de vida […] Tras años de ayuno, mi constitución aguantaba el ritmo. Pero resultaba agotador. Y frío. Mis amigas y yo pasábamos frío casi todo el tiempo. Frío de verdad, del de tiritar, porque la temperatura era baja y estábamos a la intemperie y no nos abrigábamos. Tiritábamos a la puerta de las discotecas, en las paradas de autobús, fumando, haciendo cola para conciertos, esperando a amigos, esperando a hombres. Pateábamos el suelo con las manos apretadas en el fondo de los bolsillos y los brazos pegados en los costados». No comer, tiritar hasta la extenuación, castigarse sin dormir pensando en todo lo que había entendido mal. Todo para encajar a los ojos de los demás.
Hambrienta para olvidar
«Nadie quiere oír historias de chicas gordas que ocupan demasiado espacio y, sin embargo, siguen sin encontrar un lugar donde encajar. La gente prefiere historias de chicas demasiado flacas que se matan de hambre y hacen demasiado ejercicio y que tienen un aspecto gris y macilento y que a simple vista desaparecen». En Hambre, memorias de mi cuerpo (Capitán Swing, 2018), la ensayista Roxane Gay retuerce, incomoda y destroza a un lector incapaz de apartar la vista ante la explicación de cómo una violación en grupo, cuando apenas tenía 12 años, la sumió en una espiral de autodesprecio, vergüenza y culpa que derivó en la superobesidad mórbida que padece. «En mi vida hay un antes y un después. Antes de ganar peso. Después de ganar peso. Antes de que me violaran. Después de que me violaran»
Gay lleva décadas luchando contra la «jaula» de su cuerpo. Ha sido bulímica, ha hecho múltiples dietas, hasta pensó en someterse a un bypass gástrico. Odia hacerse fotos o que se las hagan (rara vez comparte imágenes de sus entrevistas). Sus memorias exponen esa asfixiante relación que establecemos con nuestros cuerpos a traves de los roles de género: algunas se han matado de hambre para encajar; ella comió, comió y comió para olvidar. Lo hizo odiándose a sí misma durante todo el proceso, hasta llegar a los 261 kg (su máximo, ahora está por debajo de los 200). También para visibilizar ese autoodio que había cultivado por el trauma y extenderlo a la vista de todos: «Sabía que no sería capaz de soportar otra violación como aquella, de modo que comí porque pensé que si mi cuerpo se volvía repulsivo, podría mantener alejados a los hombres, sería más despreciable, y ya conocía demasiado bien su desprecio».
El ensayo de Gay es un poderoso texto sobre qué pedimos que nos cuenten los cuerpos de las mujeres. «Estar delgado es un valor social», defiende. Como todos esos programas motivacionales de telerrealidad a lo Ya no estoy gordo, como los aplausos y ovaciones que reciben las mujeres famosas que se someten a dieta. Porque todas hemos aprendido que en la mirada de los otros siempre seremos más válidas socialmente ocupando poco espacio y sin alzar mucho la voz.
Heroínas hambrientas
«La buena gente con buenas intenciones no habla sobre el aspecto de otra persona. Es una de las principales asunciones de la segunda y tercera ola del feminismo (blanco): no comentes el cuerpo NUNCA», escribió la socióloga Tressie McMillan sobre cómo apostamos por obviar el aspecto femenino en los juicios personales públicamente, lo ignoramos, para probar lo buenas feministas que somos. El problema es que el cuerpo sigue dominándonos y el cuerpo y el atractivo, el denominado capital erótico, también influye en cuestiones de poder.
Al hilo de estas autoras del hambre, además de estas escritoras que han expuesto sus obsesiones y traumas con sus cuerpos, otras han optado por trasladar estas tensiones y lecturas sociopolíticas a sus heroínas de ficción, alejándose de esa visión romántica de la mujer delgada como algo bello (como por ejemplo Jane Eyre, «delicada y etérea», que se negaba a comer ante Rochester). Están las asqueadas y nihilistas, los personajes femeninos de Ottessa Moshfegh. Desde Mi nombre era Eileen a Mi año de descanso y relajación o la antología de cuentos Homesick for another world, a las mujeres de Moshfegh les encanta vomitar para purgar su hastío e indeferencia. Ya sea por resaca, por abondono, por alegría o por autovigilancia corporal para encajar en los cánones. Están las ortoréxicas de Alexandra Kleeman, como la doppelgänger de la protagonista de Tú también puedes tener un cuerpo como el mío, que se alimenta únicamente de naranjas y aspira a desaperecer y tener una piel traslúcida como en los anuncios de cosmética. Muchos análisis arrastra el tratamiento de la anorexia en la poesía de Louise Glück, que casi se mata de hambre a los 16 años por la anorexia nerviosa que padeció.
En España, las nuevas voces literarias optan por una vía en las que se destacan estas obsesiones corporales a los ojos del otro en la ficción. En Listas, guapas, limpias (Caballo de Troya, 2019), la protagonista sin nombre de Anna Pacheco calcula cómo colocarse desnuda para parecer más delgada. Algo que también hace compulsivamente Alicia, el personaje central de Lucía Baskaran en Cuerpos Malditos (Temas de Hoy, 2019). «Cuando follo imito las posturas, los gestos y la forma de gemir de las actrices porno […] Si me pongo a cuatro patas, arqueo mucho la espalda para hacer que mi figura parezca más estilizada, si estoy tumbada y alguien me come el coño, mantengo los brazos por encima de mi cabeza para que mi vientre parezca más plano, mis tetas más altas». Baskaran llega a incluir una nota al pie para analizar el proceso de ‘self-objectification’ de la doctora Caroline Heldman, donde especifica cómo las niñas y las mujeres aprenden a pensar y tratar sus cuerpos como objetos de deseo de otros. «De media, las mujeres hacemos body monitoring (calcular cómo exponemos nuestro cuerpo a esos otros ojos) diez veces cada cinco minutos, es decir, una vez cada treinta segundos».
El salto generacional es clave. Lejos de establecer patrones románticos y aspiracionales, o tratados y guías involuntarias para dejar de comer, las nuevas voces del hambre buscan rebelarse contra ella y contra los cánones o tiranías sociales que les llevaron a pasarlo. El problema es que no todo el mundo lo entiende, o empatiza, de igual manera. Como escribió la misma Jamison en su ensayo sobre su embarazo: «En los años transcurridos desde aquellos días de restricción, he descubierto que, por lo general, cuando trato de articular esto a la gente, la idea de que cuando lo pasé sentía no debía ocupar tanto espacio, o lo entendían absolutamente o no entendían nada. Y si una persona lo entiende absolutamente, probablemente será una mujer».