‘Alta fidelidad’, 25 años después: contra la farsa misógina del ‘melómano sensible’
Está claro que se escribió hace más de dos décadas. No se puede olvidar ese contexto ni negar que tiene partes inolvidables, pero también es necesario, ahora que se ha estrenado una nueva versión protagonizada por Zoë Kravitz, que analicemos las partes más machistas de la película original.
Hace 20 años, Stephen Frears llevó al cine Alta fidelidad, la novela que Nick Hornby había publicado cinco años antes. Tanto la película como el libro fueron un éxito en su tiempo y son clásicos de la cultura popular reciente, al menos en ese universo indefinido conocido como ‘indie’. Miles de jóvenes que llenaban el FIB a principios del 2000 publicaban la ya mítica frase “¿Escuchaba música pop porque estaba deprimido, o estaba deprimido por escuchar música pop?” en sus cuentas de Fotolog como signo de identidad. Melómanos atormentados que se enorgullecían de serlo.
El gran aci...
Hace 20 años, Stephen Frears llevó al cine Alta fidelidad, la novela que Nick Hornby había publicado cinco años antes. Tanto la película como el libro fueron un éxito en su tiempo y son clásicos de la cultura popular reciente, al menos en ese universo indefinido conocido como ‘indie’. Miles de jóvenes que llenaban el FIB a principios del 2000 publicaban la ya mítica frase “¿Escuchaba música pop porque estaba deprimido, o estaba deprimido por escuchar música pop?” en sus cuentas de Fotolog como signo de identidad. Melómanos atormentados que se enorgullecían de serlo.
El gran acierto primero de Hornby y después de Frears fue construir un personaje protagonista tan representativo de su tiempo. Los milénicos aún jugaban en el parque y era la Generación X la que controlaba el discurso. El espectador masculino al que apelaba se identificó automáticamente con Rob y el femenino encontró en la ficción al hombre que le quitaba el sueño (la diversidad no tiene lugar ni en el libro ni en la película más allá de su banda sonora. Su público objetivo era blanco, heterosexual y de clase media).
Su personalidad estaba basada en tres elementos. Uno era su manera de consumir cultura. A finales de los 90 no había Spotify ni YouTube: la música se escuchaba todavía en cintas de casete, en CD y en un ámbito más selecto –o marginal, depende de cómo se mire– en vinilo.
Los álbumes aún se concebían como una obra completa que apreciar de principio a fin. Había que pagar por el producto, así que era importante seleccionar bien lo que se adquiría. Los gustos y la cantidad de dinero que invertía en alimentar sus bienes culturales definían a la persona en ciertos círculos (en el de Rob y sus amigos, sin ir más lejos). Él tenía una tienda de música, no podía ser más evidente.
Otro era su aspecto. John Cusack dio vida a Rob en la película (también coescribió el guion), el actor perfecto. No un ‘sex symbol’, pero atractivo y, sobre todo, con carisma. Aspecto desaliñado propio de la Generación X –jerseys de rayas, camiseta de grupo musical o la mítica del logo de Dickies, auriculares de diadema, bolsa cruzada– y mirada melancólica. Un compañero de clase, el amigo de tu hermano, el vecino de al lado: alguien que podría existir en la realidad.
Y el tercero, el gran gancho: su alma romántica. Rob lo daba todo en sus relaciones, la ruta que había seguido su vida la habían marcado las mujeres a las que había amado. Las integrantes de ‘El top cinco de sus rupturas’ habían sido las responsables de su yo actual.
De hecho, la película arranca cuando la última, Laura (interpretada por Iben Hjejle) le deja y se va de casa. Ahí empieza su necesidad de saber cuál es su problema, lo que le impide tener una relación duradera que no acabe en una dolorosa y traumática ruptura. Por qué todas le dejan.
Revisando la película desde la perspectiva de género
Veinte años son más que suficientes para poder evaluar cómo de bien o mal ha envejecido una obra. Y mirada con perspectiva de género, Alta fidelidad –exceptuando su banda sonora– lo ha hecho bastante regular.
Durante el tiempo que ha transcurrido desde que nació el personaje, el movimiento feminista ha conseguido sacudir muchas conciencias. Se identificaron los micromachismos, esos pequeños gestos diarios que, sin parecer importantes, empequeñecen y socavan la autonomía de una mujer. Apareció el término mansplaining, que con una sola palabra define ese comportamiento masculino de explicarle a una mujer de manera condescendiente alguna cosa que ella domina. Dejó claro que “solo sí es sí”, que las violaciones también se producen dentro de la pareja y que llegar hasta el final cuando se ha iniciado una relación sexual no es una obligación. Que el que una mujer lleve una minifalda, vuelva sola a casa de madrugada o esté borracha en la calle no significa que se haya buscado una agresión sexual. La víctima nunca es la culpable, por mucho que se haya alegado en juicios durante décadas. Nació la consigna: “Hermana, yo sí te creo”.
Surgieron movimientos como el #MeToo (hola, Harvey Weinstein; hola, Plácido Domingo; hola, tantos otros), que condenaron los abusos sexuales sistemáticos que las mujeres sufrían y sufren en el trabajo. Se llenaron las calles para apoyar a las víctimas de la violencia de género, las manifestaciones del 8 de marzo –Día Internacional de la Mujer– desbordaron las ciudades. Incluso dentro del propio movimiento feminista se hizo una revisión de conductas reprobables, como la discriminación de las mujeres trans o la invisibilidad de las mujeres racializadas.
También se ha reflexionado mucho sobre el ámbito de las relaciones de pareja. Muchas actitudes que antes parecían grandes gestos de amor se pueden identificar ahora como tóxicas o incluso maltrato como los celos desmedidos, el control de la otra persona o el acoso. El “quien bien te quiere te hará llorar” no es aceptable. No se ha matado el amor, han cambiado los parámetros de “pareja ideal”.
No es sensibilidad, es misoginia
Al repasar el comportamiento de Rob con las mujeres, después de todas las conquistas del feminismo en estas dos décadas, se puede llegar a la conclusión de que Rob no es sensible, es un misógino. Un machista de manual adicto al mansplaining musical que durante toda su vida ha despreciado a sus parejas. Al menos a las que entran en su “top cinco”.
La primera (las recuerda por orden cronológico) fue Alison Ashworth, en su preadolescencia, que le deja por otro después de unos cuantos besuqueos sin darle ninguna explicación. Cuando el Rob adulto intenta contactar con ella, descubre que está casada con el tío por el que le había cambiado. Él está encantado ya que su ruptura fue causa del destino, no una decisión consciente de ella: no es que él no le gustase y escogiese a otro.
Penny Hardwick (Joelle Carter) fue la segunda. Tuvo la mala suerte de encontrarse con el Rob adolescente que quiere sexo. Él la presiona, pero ella siempre dice no, así que él decide romper. No al revés, como le recuerda ella. Poco después, ella perdió la virginidad con otro hombre pese a no querer hacerlo en realidad. La experiencia con Rob le hizo pensar que tenía que hacerlo. “No fue violación, porque fue consentido”, pero ella lo vivió como tal, le explica. Él se siente un poco mal, aunque bien porque no fue ella la que le dejó.
Charlie Nicholson (Catherine Zeta-Jones), la culpable de que dejase la carrera y ahora sea el dueño de una ruinosa tienda de discos. Guapa, inteligente, interesante y con una personalidad arrolladora, siempre hizo que él se sintiese inseguro y tuviese la certeza de que en algún momento le dejaría como acabó sucediendo. Vuelven a encontrarse en una cena en su casa y él se da cuenta de que es una engreída que no dice nada más que tonterías. Que ella le dejase por otro tío que le gustaba más ya no le importa. Con el tiempo, él ha acabado siendo mejor que ella aunque siga siendo la misma mujer segura de sí misma.
Llega el momento de Sarah Kendrew (Lili Taylor), que cuando se conocieron estaba igual de triste que él por una ruptura –“era una chica triste, en el sentido original que tiene la palabra”– y se toma la relación como una especie de acuerdo para hacerse compañía mutua. Ella lo rompe al enamorarse de otro. No lo entiende, por qué una mujer como ella iba a encontrar a otra persona antes que él. Cuando se reencuentran, Sarah vuelve a estar deprimida por otra ruptura y él tiene la deferencia de no acostarse con ella aunque está convencido de que puede.
Y por último está Laura, la que aparentemente le deja porque ha cambiado. Tiene un trabajo nuevo, ya no se viste como cuando la conoció y su relación no es emocionante (él esperaba vivir rodeado de lencería fina y lo que hay son un montón de bragas de algodón). Laura es malvada, aunque quizás él tuvo un poco de culpa porque la engañó con otra cuando ella estaba embarazada, lo que hizo que ella tomase la decisión de abortar. Pero solo fue una noche y él no sabía que estaba embarazada. Ahora se va de casa y encima, con otro. Como todas.
Posiblemente un montón de fans se indignen ante la afirmación de que Rob es un egomaníaco autocondescendiente pese a este repaso tan clarificador. Por si acaso, ejemplos aún más concretos: si en el 2020 un hombre se pone a gritar bajo la ventana de una mujer “eres una zorra” como le hizo a Charlie, más que épica, la escena resulta aterradora y la llamada a la policía no está descartada. Si como a Penny, intenta forzarla para tener sexo aunque ella no consienta, es un agresor. Y si después la deja como consecuencia de su negativa, un maltratador psicológico. Si llama por teléfono sin tregua a su exmujer a su nueva casa desde la calle de enfrente, como ocurre con Laura, es un acosador.
Está claro que Alta fidelidad se escribió hace 25 años y se llevó a la pantalla hace 20. No se puede olvidar ese contexto ni negar que tiene partes inolvidables –The Beta Band como arma comercial, Jack Black bordando el Let’s Get It On de Marvin Gaye, las listas de ‘los cinco mejores’– que la han hecho un clásico de la cultura pop, al menos para los mayores de 35. Y se puede disfrutar al volver a leer la novela o ver la película, pero, con la cabeza más asentada, Rob ya no despierta los mismos sentimientos.
Una capa de modernidad
Las guionistas y productoras Sarah Kucserka y Veronica West, también responsables de la versión estadounidense de Betty La fea, decidieron rescatar la tragicomedia de Rob y convertirla en una serie de televisión de diez capítulos. El pasado 14 de febrero se estrenó en Hulu con críticas dispares, en gran parte emitidas por profesionales que leyeron el libro y vieron la película cuando se lanzaron.
Se ha adaptado al presente introduciendo diversidad racial, de género y de orientación sexual y afectiva. La historia no se desarrolla en Chicago sino en Brooklyn y ya existen los smartphones y las redes sociales. Pero hasta ahí llegan los cambios que, por otro lado, son prácticamente obligatorios para que la ficción sea un poco realista a día de hoy.
Ahora la protagonista es una mujer que se llama Rob, diminutivo de Robyn, interpretada por Zoë Kravitz. La adaptación es tan ‘fiel’ (Nick Hornby también está en el equipo de producción) que hay frases calcadas de la película y el libro, la tienda se llama igual y ella tiene la misma camiseta Dickies. Hasta fuma y tiene un teléfono fijo de cable largo en su casa –en Nueva York en 2020– como el Rob primigenio. Y es igual de egoísta, obsesiva y autocompasiva, aunque sin el toque corrosivo de Cusack. Él era un auténtico pringado, no un hipster que piensa que vive en otra década.
Cambiar el género del protagonista no ha aportado nada nuevo y ni siquiera tiene demasiado sentido. ¿Por qué se comporta exactamente igual que un hombre cuando es una mujer? No significa que ella no pueda ser egoísta, autocomplaciente, inmadura o mala persona, pero podría serlo a su propia manera y vivir su propia historia.
Según esta versión, Zoë Kravitz podría haber sido la hija secreta ficticia de los personajes de John Cusack y Lisa Bonet –Marie De Salle, la cantante con la que tiene un rollo de una noche en la película. De hecho, el bar en el que paran en la serie se llama De Salle–. Habría heredado el físico de su madre y la personalidad de su padre.
Jillian Mapes cita en Pitchfork a Amanda Hess, que hace dos años escribió en The New York Times: “Los remakes de género de películas antiguas requieren que las mujeres revivan las historias de los hombres en lugar de crear las suyas propias. Y se espera sutilmente que las arreglen, que neutralicen su sexismo e infundan feminismo para reconstruirlas en buenas películas con buenas políticas. Tienen que hacer todo lo que hicieron los hombres, excepto al revés y con ideales”.
Había muchos de los hilos de la novela de los que tirar como para poder poner a una protagonista femenina con autonomía propia sin desvincularse de la trama. Podría ser una de las exnovias que cuenta la historia desde su punto de vista o la cantante que después de pasar por la tienda y conocer a los personajes, continúa con su propia historia vendiendo discos en bandcamp (y en vinilo, claro. Sigue siendo Alta Fidelidad).
Tampoco es relevante que el personaje de Barry (Jack Black) sea ahora una mujer negra llamada Cherise (Da’Vine Joy Randolph) ni que que el equivalente a Dick (Todd Louiso) se llame Simon (David H. Holmes) y sea homosexual. Ambos son también una copia de sus antecesores, con sus comportamientos calcados. Parece que al darle un barniz de diversidad, la intención de los creadores fuese poder disfrutar de la misma historia sin remordimientos.
La serie es el equivalente a un disco de versiones soft-pop bossa nova de canciones de punk, como Nouvelle Vague cantando a Dead Kennedys. Simon no es tan retraído como Dick, Cherise es menos insoportable que Barry y la protagonista no es tan huraña ni cínica como el Rob primigenio.
Y casi lo más doloroso de todo es que, aunque la protagonista es una mujer, no hay ni una pequeña gota de sororidad. Rob deja pasar la oportunidad que le ofrece la vida de ser la vengadora simbólica de tantas mujeres con solo un billete de 20 dólares por ser leal a uno de los clubes más misóginos de la cultura: el de los melómanos coleccionistas. Por lo menos, el primer y el segundo Rob fueron leales a los suyos.