Stephen Frears: «El brexit fue absolutamente ridículo. He dejado de describirme como británico»
Hablamos con el director inglés sobre la situación política de su país y cómo ve su carrera cinematográfica.
A Stephen Frears le sorprendieron hace solo unas semanas al «descubrirle» su condición única de doble ganador del Goya a la mejor película europea. «Sabía del premio a Café irlandés (1994), pero no tenía ni idea de que también La reina (2006) lo había ganado», nos cuenta entre perplejo y divertido durante el encuentro en su casa de Londres y en un formato ‘cara a cara’ que es el único que concibe. «Las entrevistas por teléfono son para los que quieren vender algo. A mí me gusta mirar a la gente a los ojos y disfrutar de la conversación», asegura a modo de presentación.
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A Stephen Frears le sorprendieron hace solo unas semanas al «descubrirle» su condición única de doble ganador del Goya a la mejor película europea. «Sabía del premio a Café irlandés (1994), pero no tenía ni idea de que también La reina (2006) lo había ganado», nos cuenta entre perplejo y divertido durante el encuentro en su casa de Londres y en un formato ‘cara a cara’ que es el único que concibe. «Las entrevistas por teléfono son para los que quieren vender algo. A mí me gusta mirar a la gente a los ojos y disfrutar de la conversación», asegura a modo de presentación.
Nada tiene que vender a estas alturas el director septuagenario, considerado un maestro en su tránsito por diferentes géneros, desde el retrato social de la Inglaterra de Margaret Thatcher (Mi hermosa lavandería, Ábrete de orejas) que afianzó su nombre, hasta el cine de época y gran presupuesto de Las amistades peligrosas, pasando por la negrísima Los timadores o sus tanteos con el wéstern en The Hi-Lo Country. Pocas son las teclas que no haya tocado porque sus eclécticas elecciones tienen como único motor «un guión bien escrito, que la historia sea humana y que tenga algo que decir sobre nuestro mundo».
Acompaña la charla ese ritual del té tan arraigado en las islas, pero ahí parece acabar su profesión de fe en la Englishness. «He dejado de describirme como británico. Sé que soy inglés, pero sobre todo me siento europeo», se agita en cuanto se le menta la inminencia del Brexit, «una decisión que fue democrática, sí, pero aun así absolutamente ridícula». Teme la regresión hacia unos tiempos pasados que fueron mucho peores que los de ahora, y prefiere concentrarse en asuntos más tonificantes como su paso por Hay Festival de Segovia, donde repasó sus más de tres décadas a la cabeza del mejor cine británico moderno.
Le ilusiona la idea de regresar a España y se desborda con una batería de preguntas sobre la polémica del Valle de los Caídos, la situación en Cataluña, la figura del Rey… El cineasta adora un país del que rememora «el enorme sentimiento de libertad» que se respiraba cuando recaló en 1983 para el rodaje de La venganza y que le hizo sentirse transportado «al París de los sesenta».
También se llena de nostalgia al conocer que el Hay Festival proyectó Mi hermosa lavandería, cinta que filmó «en un ambiente liberal, despreocupado, de creatividad sin fin», dando protagonismo a un homosexual de la comunidad asiática londinense. Sus hijos sufrieron la burla en el colegio por «tener un padre que dirige películas de gais», relata sobre el contraste entre aquel oasis y las realidades de la sociedad thatcherista.
El éxito de aquella aventura acabó siendo su pasaporte para Hollywood, 20 años después de que el entonces joven licenciado en derecho, y sin ninguna intención de aburrirse ejerciendo la práctica, empezara a dar sus primeros pasos en la televisión y el cine británicos. No le convencen las escuelas de cinematografía y es de los que sostienen que el oficio «no se puede enseñar, se tiene que aprender a base de hacer películas». Tampoco cree que sus 77 años le hayan hecho más sabio, «todavía tengo que aprenderlo todo». Solo admite: «Sí creo ser un mejor director». Parece una de las pocas concesiones que le permite a su proverbial modestia, junto al alarde de «tener una buena nariz para las historias y los actores», a los que apenas les da instrucciones durante el rodaje («¿Para qué decirles lo que tienen que hacer si ellos son los que conocen mejor a su personaje? Mi trabajo consiste en crearles el espacio idóneo») y se aferra al guión que siempre han escrito otros, porque firmar el suyo propio «sería un insulto a los buenos escritores».
Casi todos los intérpretes nominados al Oscar bajo su batuta han sido mujeres, que en general le parecen «mucho más interesantes que los hombres, más estables, pero también más subversivas». Entre una colección impagable de primeras actrices –Dench, Streep, Pfeiffer, Bening…– solo pudo brindarle la estatuilla dorada a Helen Mirren, de la mano de su poderosa encarnación de la actual monarca británica enfrentada a una rebelión popular por su frialdad ante la muerte de Lady Di. Volverá a evocar en el Hay, donde también se ha programado el pase de La reina, la ironía de que en realidad «no quería hacer la película, pero al final me hizo cambiar de idea un guion muy bueno que se centraba en el único error cometido por Isabel II en toda su vida». Nunca veremos a un sir Stephen, confirma este republicano receloso de la institución y sus honores reales, a quien a pesar de todo le gusta la soberana, «una mujer extraordinaria con un fuerte sentido del deber».
Aunque a su edad «me resulta muy difícil lidiar con el mundo moderno», Frears todavía sueña con ver sobre su mesa «un proyecto tan fresco y original como en su día fue Mi hermosa lavandería», pero sus augurios sobre el futuro del cine nacional pintan pesimistas: «A los británicos ya no les gusta ir a las salas, no forma parte de sus vidas. Claro está que la franquicia de James Bond no tiene ese problema». Él continuará en activo contra viento y marea, convencido de que «Dios creó este oficio para gente como yo». El mayor placer que le ha regalado en los últimos tiempos pasa por el rescate de Hugh Grant en su ocaso como galán de comedias románticas, dando por finiquitada su pasada filmografía que, en gráfica expresión de Frears, salvo alguna excepción «como para pegarse un tiro».
Sorprendió a muchos que el director quisiera al encasillado actor como encarnación del marido de la peor cantante que consta en la historia de la ópera (Florence Foster Jenkins), recompensada con una nominación al Oscar. Y los dos han vuelto a repetir en una aclamada miniserie de la BBC sobre el político liberal Jeremy Thorpe, que en los años setenta escondía muchos secretos en el armario. Frears se torna en figura casi paterna cuando nos habla del enorme talento de Grant y sentencia con cariño que «ha madurado, ahora tiene cinco hijos y además le ha influido mucho su activismo como víctima de las escuchas telefónicas ilegales de los diarios amarillos».
Entramos en terreno pantanoso al pedirle un comentario sobre el movimiento #MeToo y el dedo acusador contra las tropelías que se atribuyen al que fue su productor durante dos décadas, Harvey Weinstein. «Vaya por delante mi simpatía hacia todas esas mujeres y, si Harvey es culpable, tiene que ir a la cárcel. Pero no puedo olvidar que ha hecho más que nadie por el cine británico». Más claro tiene su juicio sobre el chirriante de Donald Trump. A él, que ha trasladado al cine a tantos personajes reales, no le seduce la idea de convertir en material del celuloide la personalidad «tragicómica» del presidente. «El problema es que siempre me ha parecido muy aburrido aunque, quién sabe, si alguien me escribiera un buen guion…» .