El legado vital de Soledad Lorenzo

Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía, recibe a Soledad Lorenzo en los pasillos de la casa que acogerá y velará por las 406 obras donadas por la galerista.

«No tuvimos que negociar», responde entre risas cómplices Soledad Lorenzo cuando le preguntamos cómo le comunicó al director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, sus intenciones de donar, con promesa de legado tras su muerte, su colección y cuándo supo que éste había aceptado. «Creo que te llamé, hablamos unos minutos y di por hecho que ya estaba todo. Nunca olvidaré lo contento que te pusiste y cómo me dijiste que esperabas que esto fuera ejemplarizante. Yo también me alegré: soy muy consciente de que esta institución no acepta cualquier cosa».

Esta familiaridad en...

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«No tuvimos que negociar», responde entre risas cómplices Soledad Lorenzo cuando le preguntamos cómo le comunicó al director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, sus intenciones de donar, con promesa de legado tras su muerte, su colección y cuándo supo que éste había aceptado. «Creo que te llamé, hablamos unos minutos y di por hecho que ya estaba todo. Nunca olvidaré lo contento que te pusiste y cómo me dijiste que esperabas que esto fuera ejemplarizante. Yo también me alegré: soy muy consciente de que esta institución no acepta cualquier cosa».

Esta familiaridad entre ambos, el hablar medio en serio medio en broma, no es casual: la galerista del arte español y, según sus propias palabras, «el mejor director que ha tenido este museo, y el primero que no ha sido escogido a dedo, sino siguiendo un código de buenas prácticas» (que ella misma se encargó de presentar a la por aquel entonces ministra de Cultura, Carmen Calvo), se conocen desde hace años, cuando Borja-Villel dirigía en Barcelona la Fundación Tàpies, precisamente uno de los artistas largamente representados por esta gran dama del arte español. «Era lógico que esto sucediera, porque esa idea de museo público, en el sentido de hacerlo de todos, en ella es una realidad: es su museo. Ha venido a todas las inauguraciones, pasea por aquí en sus ratos libres, lo ve todo. Hace años me llamó desde un pasillo porque vio que faltaba un libro de Solana en la colección. Ella lo tenía y nos lo dejó. Se conoce el museo a la perfección», reconoce Borja-Villel.

El director no niega que, ante la falta de recursos para adquisiciones, esta donación es un balón de oxígeno. «Se dice que tenemos los almacenes llenos. No es verdad. Y esta colección cubre aspectos que no teníamos, como los años 80, períodos cada vez más difíciles de completar mediante adquisiciones», concede. Y pasa a desglosar las virtudes de la cesión de Lorenzo: «Hay tres generaciones de artistas españoles, de Tàpies o Palazuelo a los más jóvenes, como Adrià Julià. Luego, grupos como los vascos: Txomin Badiola, Pello Irazu, Jon Mikel Euba… de los que, juntando lo que ya teníamos, podremos dar una panorámica muy completa. Y también está la visión de ese otro pequeño relato, el de su galería. Eso, para una institución como ésta, cuya seña de identidad es mostrar las distintas formas desde las que abordar el arte contemporáneo, es impagable. Además, Sole tiene buen ojo: se quedaba siempre con las piezas más difíciles, que son las que más nos interesan a los museos».

Soledad Lorenzo delante de la escultura Lanas, de Juan Hidalgo.

Pablo Zamora

Lorenzo acepta tanto cumplido con una pasmosa humildad. Esta mujer que ha ostentado un poder enorme en la trastienda de la creación de vanguardia en nuestro país, afirmando las carreras internacionales de artistas como Barceló con la misma facilidad que traía a Madrid a mitos vivos como Louise Bourgeois, Robert Longo o Julian Schnabel, parece haberlo hecho por el bien del arte y de sus artistas, del país y de sus museos. La calidez de esa mirada viva, siempre atenta e interrogante, abiertamente dulce y cercana con todo el mundo, acompañada de sus maneras elegantes y exquisitas, llevadas con evidente naturalidad, explica muy bien porqué está donde está. «Yo no soy coleccionista. Soy galerista», matiza. «La mayor parte de estas piezas son de mis artistas. He comprado relativamente poco, y cuando lo hacía era porque las piezas me gustaban. Siempre he ido a una galería a ver, jamás a comprar. Pero de repente… compraba, porque el arte es algo emocional».

Su último proyecto. Cuando hace dos años decidió cerrar su galería, la incógnita cundió entre amigos y artistas. ¿Qué iba a hacer, a sus 77 años, tras 25 dedicada a una frenética actividad? «No tenía tiempo para pensar en mí. Siempre estaba la galería, la galería, la galería. A razón de una exposición al mes, imagínate. Montar las muestras e inaugurarlas es una parte bonita… pero luego hay que venderlas», ríe. La respuesta a esa pregunta llegó pronto: en el último año ha gestado dos proyectos. Uno ha sido esta donación. El otro, la publicación de sus memorias: Soledad Lorenzo. Una vida con el arte (Exit, 2014). En ella cuenta su infancia: nació en Santander, de una madre que se desplazaba a medida que su padre, ganadero y alcalde republicano represaliado por el régimen franquista, cambiaba de cárcel. Su padre, un hombre hecho a sí mismo, le dio su primer margen de libertad matriculándola en el Liceo Francés: «En un país católico, apostólico y romano, hice el bachillerato con compañeras de ocho nacionalidades y cinco religiones». Se casó joven, dispuesta a ser ama de casa. A su marido lo destinaron a Londres, donde vivió una segunda liberación. Y muy pronto apareció la muerte, que para ella fue clave para entender la vida y convertirse en lo que es hoy. Sin dramatismos. En apenas 15 años, enterró a gran parte de su familia: su marido, sus padres, sus hermanos… «La muerte me transformó, y el arte me salvó. Yo jamás busqué el éxito, sino eludir el fracaso: como todos. Eso de tener un “proyecto” es una mentira. Solo nos agarramos al presente».

Comenzó en el mundo del arte en los años 70, trabajando con otra mítica, Elvira González. Y en 1986 decidió montar su propia galería. Lo demás es historia del arte español. Pródiga y generosa en su conversación, la visión de su trabajo parte de un concepto que para ella es importante difundir, «educar para el arte, contar con la inteligencia de la mirada. Algo de lo que nunca se habla, porque “no interesa”, como me decía, meneando el dedo y muy pillín, Pablo Palazuelo. La palabra parece dominar nuestra inteligencia. Los que la ensalzan dicen que sirve para contar la verdad. Pero ¿la de quién? Tenemos cinco sentidos, y en el arte, afortunadamente, la palabra no lo es todo: la mirada amplía tu conciencia, tu intelecto, y asume también lo emocional. No educamos para mirar, y es fundamental. Para eso, entre otras muchas cosas, está un museo. Ésa es su importancia».

Últimamente, la gente la para por la calle para darle las gracias. «Pero la agradecida soy yo. ¿Qué felicidad podían darme todas estas obras guardadas? La inteligencia es más solidaria que la tontuna. Y en mis manos, esta colección estaba muerta: no la veía nadie. En el fondo, el galerista existe solo porque es necesario como puente entre los dos verdaderos protagonistas de todo esto: el artista y la sociedad. Y porque existe el fenómeno de que la gente, intuitivamente, tiene la necesidad de saber mirar. Nosotros tan solo ayudamos a que aprendan a hacerlo».

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