EE UU, 40 años después de la legalización del aborto
Se cumplen 40 años desde que se dictó la famosa sentencia Roe contra Wade que despenalizó el aborto en EE UU. Tanto allí como en España el debate sigue abierto
Nada en la vida de Norma McCorvey indicaba que estaba llamada a cambiar el curso de la historia de Estados Unidos y, por extensión, de las mujeres de medio mundo. Nacida Norma Leah Nelson en una familia de testigos de Jehová, se crió en Houston (Texas) con un padre ausente y una madre alcohólica. A los 13 años dejó a su familia y a los 16 se casó con Woody McCorvey, al que abandonó poco después debido a sus continuos maltratos. Para entonces ya esperaba a su primera hija, Cheryl, que nació en 1965. Con 19 años tuvo un bebé de otro padre, al que dio en adopción. A los 21 volvió a quedarse emb...
Nada en la vida de Norma McCorvey indicaba que estaba llamada a cambiar el curso de la historia de Estados Unidos y, por extensión, de las mujeres de medio mundo. Nacida Norma Leah Nelson en una familia de testigos de Jehová, se crió en Houston (Texas) con un padre ausente y una madre alcohólica. A los 13 años dejó a su familia y a los 16 se casó con Woody McCorvey, al que abandonó poco después debido a sus continuos maltratos. Para entonces ya esperaba a su primera hija, Cheryl, que nació en 1965. Con 19 años tuvo un bebé de otro padre, al que dio en adopción. A los 21 volvió a quedarse embarazada y esta vez no quería pasar por lo mismo. Según las leyes de Texas, solo podía abortar legalmente en caso de violación o incesto. Sus amigos le recomendaron fingir una violación, pero carecía de pruebas. Dos jóvenes abogadas, Linda Coffee, de 29 años, y Sarah Waddington, de 26, encontraron en Norma lo que necesitaban: una demandante para poner en cuestión las leyes de Texas. McCorvey se convertía así en Jane Roe, el nombre falso que debía proteger su identidad. Y tras cuatro años de litigio, el caso llegó al Tribunal Supremo.
El 22 de enero de 1973, hace ahora 40 años, se hizo pública la sentencia que declaraba inconstitucionales todas las leyes estatales que prohibían el aborto. Era demasiado tarde para Norma, que tuvo una niña en 1970 y la dio en adopción, pero no para los millones de mujeres que han ejercido su derecho al aborto desde entonces. Cuatro décadas más tarde, la herida que abrió el caso está lejos de cicatrizar. Si Mitt Romney hubiera ganado las elecciones el pasado noviembre, ya estaría preparándose para derogar Roe contra Wade, uno de los puntos clave de su programa. Aunque, en realidad, como admiten en voz baja algunos antiabortistas, ya casi no es necesario acabar con Roe; ha sido suficiente con desgastarla poco a poco, a base de leyes estatales que dificultan el acceso al aborto.
En 2011, considerado el año negro para las asociaciones proelección, se aprobaron casi un centenar de correcciones a Roe contra Wade. Abigail Collazo, activista de 28 años y colaboradora de la web Fem2.0, recita la retahíla: «Arizona obliga a las mujeres que quieren abortar a esperar durante 24 horas y a pasar por una sesión de terapia y asesoramiento que incluye una ecografía obligatoria. Utah amplía ese periodo a las 72 horas. En Mississippi la idea es acosar a las propias clínicas, imponiendo medidas que al final las llevan a cerrar.
Ahora mismo, el 87% de los condados de Estados Unidos no tiene una clínica legal, 46 estados permiten a las aseguradoras no cubrir los abortos, 43 dejan que sean los centros médicos los que se nieguen, 22 estados requieren consentimiento paterno en caso de menores… ¿Se están volviendo más creativos en el movimiento antiabortista? Desde luego. Tenemos mucho trabajo que hacer». Un reciente artículo de portada de la revista Time les daba la razón a Collazo y al resto de activistas que contemplan la situación con pesimismo. Según la publicación, el movimiento proelección ganó la guerra hace 40 años y, desde entonces, no ha hecho más que perder batallas.
En España se vive un desasosiego similar. Las asociaciones proelección, como las que se agrupan dentro de la plataforma Derecho a Decidir, denuncian que la reforma de la ley del aborto que proyecta el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, puede devolver a las mujeres a los tiempos oscuros de los abortos clandestinos. Cristina Almeida, abogada y feminista histórica, recuerda aquellos días «en los que las aborteras trabajaban en cocinas que daban miedo, con un somatén que vigilaba desde la calle. Quien podía, se iba a Londres. Organizábamos colectas para pagar los viajes y aquello estaba completamente organizado, te ponían incluso una traductora si no hablabas inglés». Almeida confía en que al Gobierno no le compense políticamente aprobar la nueva norma, que pretende acabar con la ley de plazos que aprobaron los socialistas en 2009 y que permite abortar sin justificación hasta la semana 14, y hasta la 22 bajo algunos supuestos. Para la exdiputada, la contrarreforma (pocos países han tenido un cambalache legislativo como el español en los 40 años que han pasado desde Roe contra Wade), «supone un retroceso absoluto que pondría a España por detrás de Irlanda y Polonia, los dos países de Europa con una legislación más retrógrada». Le preocupa especialmente que se desproteja el llamado «aborto eugenésico», en caso de malformación del feto. Algo «éticamente inconcebible» para el ministro de Justicia, según declaró en una entrevista al diario La Razón. Gallardón denuncia «que hayamos estado conviviendo tanto tiempo con una legislación que desprotegía al concebido, permitiendo el aborto por el mero hecho de que tenga alguna minusvalía».
El último paso que se ha dado en esa dirección es la creación de un comité de Bioética que tendrá un papel consultivo en el proceso de reforma de la ley. Lo llamativo es que siete de sus 12 miembros (algunos de los cuales han rechazado hablar con este medio) tienen probadas credenciales antiabortistas, como es el caso del profesor de Genética Nicolás Jouve, impulsor de la Declaración de Madrid que se opuso a la ley de 2009 y que defiende que la vida empieza en el momento de la fecundación, o Natalia López Moratalla, de la Asociación Española de Bioética, quien, en varias entrevistas ha cuestionado incluso el aborto en caso de violación («Si al trauma de la violación, le sumas el del aborto, destruyes a la mujer»).
Las posiciones de algunos de los integrantes del comité, que no son las mayoritarias entre los conservadores europeos ni en el propio Partido Popular, está más alineada con las asociaciones provida estadounidenses, como Heartbeat International. Su portavoz, Andrea Trudden, asegura que el 22 de enero, el aniversario de Wade, es «tan trágica para Estados Unidos como el 11 de septiembre». Su asociación la conmemoró con vigilias y enviando 1,2 millones de cartas de protesta a Obama, «tantas como bebés mueren cada año en Estados Unidos como consecuencia del aborto».
En el centro Sister Song, de Atlanta, también trabajan por reducir el número de abortos, solo que desde la acera contraria. Es por eso que a sus miembros, como a casi toda la nueva generación de activistas, no les gusta hablar de «proelección» ni mucho menos de «proaborto», sino que prefieren el término «justicia reproductiva». «Me alucina que se ponga tanto foco y energía en el número de abortos que se practican en lugar de hablar de por qué hay tantos embarazos no deseados. Tenemos que hablar más de los factores económicos, de inmigración, de violencia de género y de educación sexual que llevan a esta situación» explica su directora de comunicación, Dionne Turner. Como todos aquellos que operan en la primera línea de este movimiento, Turner está acostumbrada a recibir «correos electrónicos insultantes de vez en cuando» y a vivir con cierto nivel de acoso por parte de las asociaciones provida. Peor lo tienen los trabajadores de las clínicas abortistas estadounidenses, que conviven a diario con amenazas de muerte y toman precauciones como cambiar sus rutas a menudo, para evitar ataques o posibles atentados como el que acabó con la vida del doctor George Tiller en 2009, al que un activista antiaborto disparó en el ojo mientras acudía a la iglesia con su familia.
El debate es hoy tan poderoso en Estados Unidos que cuesta creer que no siempre fue así. Como recuerda el libro Before Roe versus Wade, de la ganadora del Pulitzer Linda Greenhouse, el movimiento feminista no lo adoptó como una de sus principales demandas hasta 1969, cuando Betty Friedan dio un famoso discurso sobre el tema. Y los líderes religiosos, a excepción de los católicos, tampoco estaban especialmente preocupados por él. Los asesores de Nixon utilizaron la cuestión para acercarse a los católicos, que entonces votaban mayoritariamente por los demócratas. «El movimiento para prohibir el aborto es similar a la campaña para prohibir el alcohol al final del siglo XIX, los dos son asuntos culturales que, si se cultivan bien, galvanizan los votos», asegura Jon O’Brien, presidente de Catholics for Choice, una organización que se opone a su propia jerarquía. A O’Brien, como a tantos otros implicados en el debate, lo que le gustaría es hablar menos del aborto: «Es una tragedia, cuando hay tantos asuntos de los que merece la pena preocuparse, pero nos desgastamos con esta cuestión. El objetivo sería que los cuerpos de las mujeres dejen de ser un campo de batalla moral».
Atrincheradas como están las posiciones, se diría que no hay nadie capaz de cambiar de bando. Pero hay excepciones, la más sonada es la de la propia Jane Roe. En los 90, McCorvey se bautizó como católica, renegó de su lesbianismo (vivió décadas con una mujer, Connie Gonzales) y se hizo antiabortista. Si en su pasada reencarnación montó un negocio vendiendo copias firmadas de la sentencia que la hizo famosa, ahora sigue viviendo de ser Jane Roe: cobra 1.000 dólares por entrevista y aparece como conferenciante estrella en convenciones conservadoras. Una biografía, sin duda, que se ha ganado con creces el subtítulo Only in America.