El romanticismo de la botella: por qué dejé de beber alcohol
Si lo haces, no esperes comprensión: “¿En serio?” “¿Es una broma?”, “No digas chorradas”, «eres una radical», “¿Ya se te ha pasado la tontería?”
No hay nada más romántico que beber. Si echo la vista atrás, he pasado grandes momentos ebria. Más que borracha, subiendo esa cima que esperas no coronar nunca, porque la borrachera es indigna y te destroza el cuerpo. Poco a poco, se aprende a caminar por los derroteros del alcohol, perfeccionando el arte de quedarse siempre a las puertas de la embriaguez. La virtud está en tomarse las últimas dos copas antes. Y si un día se fracasa, tampoco pasa nada, se asume la vomitona como parte del oficio.
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No hay nada más romántico que beber. Si echo la vista atrás, he pasado grandes momentos ebria. Más que borracha, subiendo esa cima que esperas no coronar nunca, porque la borrachera es indigna y te destroza el cuerpo. Poco a poco, se aprende a caminar por los derroteros del alcohol, perfeccionando el arte de quedarse siempre a las puertas de la embriaguez. La virtud está en tomarse las últimas dos copas antes. Y si un día se fracasa, tampoco pasa nada, se asume la vomitona como parte del oficio.
La copa en la mano abre la puerta a las grandes conversaciones. Cuanto más alcohol, más honestas, más de verdad parecen. Se amansa el autocontrol y poco a poco se supone que fluye el yo verdadero y las amistades auténticas. Se aspira siempre a tener un bar de cabecera, como el Bar de las grandes esperanzas, de Moehringer, o el Pony, en Barcelona. Allí renace el calor del hogar.
La juventud es una mala época, de muchos fracasos y escenas humillantes. En los treinta, se maneja mejor la botella. En el caso de los periodistas, la cosa se pone muy cansina: la profesión, los jefes, el diario, la competencia, lo mal que lo hacen los otros, lo bien que lo hacemos nosotros… Cualquier excusa es buena para regodearse en el barro del papel y la tinta.
Si una, además de periodista, es periodista de sucesos, el bebiómetro romántico explota. Te mueves supuestamente en un mundo de secretos, donde se presupone que el alcohol desata las confidencias que se convertirán luego en noticia. No niego que beber suelte la lengua. Así lo repiten colegas de profesión, maestros del oficio y mentores. Pero hasta donde llega mi memoria, mezclar alcohol y trabajo solo sirve para hacer el ridículo. Quizá alguien, alguna vez, en un momento de fraternidad etílica, me ha contado la noticia de mi vida. Doy fe de que la olvidé a la copa siguiente.
El resto del tiempo, beber es mucho menos romántico, como cuando abres la botella sola, al salir del trabajo. La única aspiración es que nadie hable y se deshaga rápido el nudo del día. Que pare el WhatsApp un rato y con él, la cabeza. Una forma de desconexión. Hay días que no se bebe nada, días en que se bebe un botellín y días que se necesitan al menos dos… Un día histórico catalán obliga a abrir como mínimo tres cervezas. La receta es sencilla: si hay estrés, hay botella.
Nada preocupante. “No bebo mucho”, repetimos todos. ¿Cuánto es mucho? Un día te pones a hacer sumas y restas… ¿5, 8, 12 botellines a la semana? Lees artículos. Te da por algo tan vergonzoso como el running. Muere otra persona más a la que quieres de cáncer. Y decides parar. En seco. Dejar de beber. “Pero si tú no tienes un problema con el alcohol”, te recriminan.
Sin saberlo, acabas de matar a tus amigos. Al principio, usas alguna excusa para no herirles: me estoy medicando. Ahí nadie rechista. Luego deslizas que no te apetece. “¿Ni una?”, insisten. Y cuando te vas soltando, les escupes la verdad: he dejado de beber. Lo mejor es no esperar comprensión: “¿En serio?” “¿Es una broma?” “No digas chorradas”, «eres una radical», “conmigo sí te tomarás una, ¿no?”, “¿Hoy harás una excepción?” “¿Se te ha pasado ya la tontería?”…
En dos segundos, te has convertido en un rollazo absoluto, casi te han quitado el carnet de periodista y ya nadie confía en que continúes dedicándote a los sucesos. Da igual que nadie te gane a intensa en las conversaciones sobre lo mal que está el periodismo, que te bendigas cada vez que pasas por delante del Pony o que salgas tan poco como cuando bebías.
Repites que lo mejor de dejar de beber es no tener nunca resaca; te callas que lo peor de dejar de beber es no tener un resacón un día al año. A veces, pocas, para no oírlos más, te tomas una. Porque les quieres y quieres que te quieran. Para no decepcionarlos. Porque solo es una. Porque a ti tampoco te gusta que beban solos. Porque renunciar al romanticismo de la botella es más difícil que renunciar a la botella en sí.