Dismorfia del selfie: por qué no estamos preparados para ver tanta gente guapa
Hablamos con el psicólogo Enric Soler sobre lo que provoca en nuestra mente enfrentarnos cada día a cientos de rostros bellos con los que instintivamente nos comparamos.
Aunque quizá nos gusta un poco pensar que nuestra generación se lo ha inventado todo, especialmente nuestras desgracias, muchos de los males modernos, que se les achacan a las redes sociales, conviven con la raza humana desde hace siglos. Lo que sí que resulta innegable es que Instagram, Twitter o el renqueante Facebook, han actuado como aceleradores de muchas de nuestras angustias.
Lo que siente una persona cuando está sola en casa un sábado por la noche en 2022 se parece bastante a lo que sentía en 1822. La diferencia está en que hoy en día puede ver sin esfuerzo, a través de Instagra...
Aunque quizá nos gusta un poco pensar que nuestra generación se lo ha inventado todo, especialmente nuestras desgracias, muchos de los males modernos, que se les achacan a las redes sociales, conviven con la raza humana desde hace siglos. Lo que sí que resulta innegable es que Instagram, Twitter o el renqueante Facebook, han actuado como aceleradores de muchas de nuestras angustias.
Lo que siente una persona cuando está sola en casa un sábado por la noche en 2022 se parece bastante a lo que sentía en 1822. La diferencia está en que hoy en día puede ver sin esfuerzo, a través de Instagram, cientos de imágenes y vídeos de cenas y fiestas a las que no ha sido invitada, noches épicas en discotecas de su ciudad o puestas de sol increíbles sobre montañas lejanas a las que nunca tendrá el dinero suficiente para viajar.
Durante los más de 100.000 años de historia que tiene nuestra especie, nuestro cerebro no había tenido necesidad de procesar un nivel de información tan detallado sobre lo que están haciendo las personas que nos rodean. No hace ni 20 años que surgió la primera red social que más o menos todos recordamos, MySpace, un tiempo insignificante en términos evolutivos.
Algo similar ocurre con la apariencia física. Nunca había sido tan fácil editar nuestro aspecto y crear en internet un avatar que se parece mucho a nosotros, pero que no somos nosotros exactamente. Podemos cambiar nuestros labios, hacer más fina la piel de nuestro rostro, rellenar un poco por aquí, reducir un poco de allá… Creo que no es necesario explicar mucho más.
Es cierto que el retoque fotográfico nació casi a la vez que la propia fotografía y que llevamos algo más de 30 años conviviendo con las herramientas digitales de corrección de imágenes, pero nunca había sido tan sencillo editar una foto como ahora con los filtros de aplicaciones como Snapchat, TikTok o Instagram.
En principio, no tendría que haber ningún problema en que la mayoría de rostros que vemos cada día en redes sociales hayan sido normalizados y embellecidos por uno de estos algoritmos. El problema viene cuando nuestro cerebro se enfrenta con ellos: no estamos preparados para ver tanta belleza. Para el Boston Medical Center, que ha estudiado el tema con mucha profundidad, incluso esta idea de belleza ha cambiado siendo cada ves más irreal.
Según contó la doctora Petya Eckler, profesora experta en imagen corporal y redes sociales de la Universidad de Strathclyde, en un artículo sobre el tema en la revista The Face, nuestro cerebro está programado para juzgar la belleza de los demás y compararla con la nuestra. Si esas comparaciones son, en la mayoría de los casos, desfavorables para nosotros, si creemos que no somos tan bellos como las personas a las que seguimos en redes, nos sentiremos mal y nuestra autoestima caerá en picado.
“La cuestión no es que nos comparemos con otras personas. Los egipcios ya lo hacían y por eso se maquillaban, para estar más guapos según sus estándares de belleza”, afirma Enric Soler, profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la UOC. “El problema viene cuando la insatisfacción con nuestra imagen corporal se convierte en una obsesión que tiene consecuencias sobre nuestra vida. Es entonces cuando estaríamos hablando de un trastorno dismórfico corporal”.
En algunos medios de comunicación se ha acuñado incluso el término “dismorfia del selfie” para referirse a los casos en los que esta enfermedad surge directamente de la relación de una persona con las redes sociales. Pero, según el experto, la dismorfia del selfie no existe como tal en psicología. “El trastorno dismórfico corporal es una enfermedad mental por la que una persona no acepta la realidad de su propio cuerpo y se obsesiona con alguna imperfección, con algún pequeño defecto (real o imaginario), por el que cree que será juzgada por los demás”, explica Soler. “Esta obsesión le imposibilita hacer una vida normal”.
“La cuestión con las redes sociales”, continúa, “es que contribuyen a acelerar y a hacer visibles problemas que antes no existían o se podían sobrellevar más fácilmente. Gracias a los filtros, podemos generar una nueva imagen de nosotros en internet con la que nos sentimos mejor. El problema es la realidad, porque cuando nos miremos al espejo seremos la misma persona de siempre”. Este desajuste provoca que algunas personas, por ejemplo, limiten sus salidas al exterior para no mostrar su auténtica imagen o que continúen llevando mascarilla a todas partes no tanto por temor a contagiarse de ningún virus, sino para ocultar su rostro.
Al contrario de lo que pudiera parecer, no hay una edad ni un género al que afecte especialmente esta patología pero, según el profesor, los primeros síntomas suelen aparecer en la adolescencia. “Una de las teorías de los orígenes etimológicos de la palabra ‘adolescencia’ es que comparte raíz con ‘dolor’. Por tanto, ‘adolescencia’ haría referencia al duelo por la pérdida de los privilegios y del cuerpo infantil”, afirma Soler. “Y también a la incertidumbre sobre cómo va a ser nuestro cuerpo después de la revolución hormonal que está teniendo lugar durante ese periodo”. La Universidad católica de Chile elaboró un estudio en el que concluyó que la media de edad en la que aparecía la enfermedad era de 16,4 años.
Con el tiempo, esa disconformidad con el físico sería la responsable de que algunos decidan someterse a operaciones de cirugía estética (otro debate sería si esas intervenciones ayudan a superar los problemas o no). Pero los jóvenes no suelen tener ni el dinero ni el beneplácito de sus padres para pasar por el quirófano. “Lo más a mano que los adolescentes tienen a su disposición para mitigar este dolor son las nuevas tecnologías”, explica el psicólogo, “que les dan la posibilidad de poder vivir la fantasía y de mostrarla al mundo a través de las redes sociales”.
“Si las personas tienen un tipo de personalidad muy rígida o muy obsesiva”, continúa el experto, “es más fácil que el problema adquiera dimensiones patológicas. Esto no quiere decir que todo el mundo que usa un filtro sufra de dismorfia, claro. Solo puede calificarse como tal cuando estas preocupaciones se convierten en el eje central de la vida de una persona, cuando la obsesión por la imagen interfiere en sus estudios, en su trabajo o en sus relaciones. Pero me gustaría desmitificar un poco el papel de las redes sociales en estas patologías. Las redes son herramientas y todo depende del uso que hagamos de ellas”.
Incluso cuando los defectos físicos son reales, entendidos estos como un desvío de lo que se considera “bello” en cada momento, no tienen por qué provocar una dismorfia. Según el profesor “existen muchos ejemplos de personas que, aunque tengan un aspecto físico totalmente alejado de la norma, han conseguido estar cómodos con su imagen e incluso vivir de ella o utilizarla para potenciar su personalidad”, explica. “Estoy pensando en actores como Quique San Francisco o Rossy de Palma, pero hay muchos más casos”.
El tratamiento de la dismorfia corporal, a través del cual la persona tendría que acabar aceptando su propio aspecto y vivir con él sin mayores preocupaciones es, según Soler, bastante complejo. Incluso a la hora de detectar el problema ya que “la propia persona tiene su imagen distorsionada. Es capaz de ver cosas en el espejo que no existen y, por tanto, está fuera de la realidad. Resulta muy difícil que ella misma detecte que tiene un problema psicológico”, afirma el profesor. “Es por esto que la familia y los amigos son fundamentales, ya que son los que primero detectarán cualquier conducta anormal: obsesión con el pelo, con una peca o con el peso, de una intensidad fuera de lo común. Ese sería el momento de hablar con ese hijo, hermano o amigo y sugerirle que busque ayuda terapéutica. A partir de ahí, según la persona y el terapeuta, habrá que trabajar las razones de la obsesión, que pueden ser diversas. Cada persona y cada historia es diferente”.