¿Hasta qué punto es verdad que lo digital nos libere del cuerpo?
Si en el mundo virtual los marcadores físicos no importaran, no nos obsesionarían.
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A finales de los años noventa, en pleno auge del tecnoutopismo, Deborah Lupton dijo que el verdadero sueño de la cibercultura era dejar atrás la carne y establecer una relación limpia, pura e incontaminada con la tecnología informática. La materialidad del cuerpo era entonces y sigue siendo ahora vista a menudo como un obstáculo que hay que superar para poder sumergirnos en el ciberespacio, experimentar todo su potencial y cumplir así el proyecto idealista de huir del mundo físico. Desde esta perspectiva, la vida online implicaría únicamente actividad mental, que constituye el yo auténtico, mientras el cuerpo y sus demandas son abandonados como una pesada carga.
Esto ha sido visto a menudo como una oportunidad para la emancipación de las mujeres: los entornos digitales serían un reino de libertad y posibilidad sin límites donde la identidad se vuelve fluida y la autorrepresentación no está constreñida por los marcadores sociales con los que nuestros cuerpos son leídos fuera de la pantalla. Internet permite que cualquiera pueda elegir la forma en que se presenta al mundo, ya sea mediante la creación de un avatar en mundos virtuales o mediante el control sobre la propia imagen, como ocurre con los filtros de Instagram. Pero ahí reside la trampa de la supuesta descorporeización: los sistemas convencionales de representación de estatus del mundo real (el precio de unos zapatos, el logo de un bolso, los colores corporativos en un pañuelo, el tipo de maquillaje) han encontrado su traducción exacta en el mundo virtual.
En Los telares futuros, Sadie Plant advertía que “no se puede escapar del cuerpo, de la carne, y el ciberespacio no es nada trascendente”. Podemos pensar ese ciberespacio como algo inmaterial (una simulación, una zona imaginaria o simbólica), pero lo cierto es que a un lado de la pantalla hay un conglomerado de nervios y músculos, articulaciones y huesos; y, al otro lado, hay toda una infraestructura técnica compuesta por centros de datos, cables de fibra óptica, antenas y otras cosas nada etéreas a pesar de lo que sugieren términos tan inocentes como “la nube”.
Afirmar que siempre hay algún grado de corporeidad operando no implica asumir que el cuerpo sea una realidad fija e inmutable. El cuerpo proporciona el punto material de contacto con los objetos tecnológicos, pero también ha sido transformado por ellos y cada vez lo será más. En palabras de Sandy Stone: “En la modernidad burguesa el cuerpo ha experimentando un proceso gradual de traducción en encarnaciones del ciberespacio”. Las últimas se producen en el Metaverso, donde ya es posible comprase un fondo de armario completo de las marcas más sofisticadas.
Y así es como debe pensarse el cuerpo en los entornos digitales: no en términos de descorporeización sino como una nueva encarnación radical de lo corporal. En los entornos digitales, el yo es múltiple y no siempre se corresponde con un solo cuerpo físico, sino que puede establecer muchas relaciones posibles con él. Además, continuamente se producen transiciones o cruces de fronteras entre lo físico y lo virtual o entre lo biológico y lo tecnológico. Estos cruces hacen que ya no se pueda considerar nuestro yo digital como una mera copia del yo real: las identidades online también tienen efectos en el mundo offline, como demuestran los problemas de dismorfia que han generado en todo el mundo los filtros de Instagram. Podría decirse que el cuerpo que navega por el espacio digital es unos y ceros, sí, pero también carne y hueso.
En esta línea, la filósofa Alejandra López Gabrielidis y yo propusimos la idea de “cuerpo de datos” con la intención de ampliar los límites de nuestra realidad corporal para incluir dimensiones no solo orgánicas, sino también técnicas. Si entendemos el cuerpo como el lugar desde el cual estructuramos nuestra experiencia y nuestra vida afectiva, vemos que hoy en día esa función la están cumpliendo, en gran medida, los datos digitales. No solo nos relacionamos con el mundo a través de un cuerpo biológico, sino que también lo hacemos a través de un cuerpo de datos que se hace, de hecho, cada vez más relevante en nuestra experiencia cotidiana a medida que la tecnología va permeando casi por completo todas las áreas de nuestra vida. Esto debería permitirnos reclamar derechos sobre algo que no solo deriva de nosotras, como sugiere la idea de datos personales, sino que nos constituye y con lo que estamos profundamente entrelazadas. La idea de “cuerpo de datos” también es una herramienta útil para afrontar algunos de los desafíos políticos que plantea la economía digital. Si el lema del movimiento por la salud de las mujeres era “nuestros cuerpos, nuestras vidas”, ese lema, elevado a una dimensión virtual es “nuestros datos, nuestros propósitos”. Que no nos los arrebaten.