Belleza eterna
Una gran retrospectiva que se inaugura en Berlín se pregunta en qué consiste la fórmula mágica para que una imagen jamás envejezca.
Sucedió hace algo más de un siglo, cuando la fotografía todavía era la prima pobre de la ilustración. Mientras la primera, aún en fase experimental, reproducía la realidad de forma aproximativa, borrosa y en un blanco y negro tirando a desagradable (todavía quedaban décadas para llegar a la actual hegemonía de lo vintage), la segunda la idealizaba a través de formas exquisitas y colores vivos. Ante la elevación del espíritu que provocaban las estampas de las revistas ilustradas, la fotografía era considerada una forma burda y mecánica de retratar lo que, en el fondo, nadie quería ve...
Sucedió hace algo más de un siglo, cuando la fotografía todavía era la prima pobre de la ilustración. Mientras la primera, aún en fase experimental, reproducía la realidad de forma aproximativa, borrosa y en un blanco y negro tirando a desagradable (todavía quedaban décadas para llegar a la actual hegemonía de lo vintage), la segunda la idealizaba a través de formas exquisitas y colores vivos. Ante la elevación del espíritu que provocaban las estampas de las revistas ilustradas, la fotografía era considerada una forma burda y mecánica de retratar lo que, en el fondo, nadie quería ver de cerca y con nitidez.
Fue el fotógrafo Edward Steichen quien se atrevió a dar el paso adelante. Defendía que la fotografía podía constituir un arte como otro cualquiera y ser capaz de producir algo tan refinado como el trabajo del mejor de los ilustradores. Lo demostró por vez primera en 1911, al responder a un encargo de la revista Art et Décoration, que le había solicitado retratar los vestidos del gran modisto francés Paul Poiret –algo así como el Karl Lagerfeld de su época, con permiso de su archienemiga Coco Chanel–. Steichen tomó una serie de imágenes de regusto oriental que consideraría, en sus propias palabras (y con una falta de modestia congénita para el sector), «la primera fotografía de moda de la historia». El resultado hizo callar bocas. Steichen decidió abandonar el paisajismo y dedicó el resto de su vida a revolucionar la prensa ilustrada. En 1923, se convirtió en jefe de Fotografía de la editorial Condé Nast, antes de ser el primer conservador del departamento fotográfico del MoMa de Nueva York.
Antes de ser considerada una artista, trabajó durante años como fotógrafa de moda para revistas como Vogue.
Diane Arbus. Glamour, mayo de 1948.
Las legendarias imágenes de Steichen aparecieron en Vogue y Vanity Fair todos los meses durante 15 años. Desde su puesto, también se encargó de dar sus primeras oportunidades a los grandes fotógrafos del siglo pasado como Irving Penn, David Bailey, William Klein y Helmut Newton. A los que después seguirían otros ilustres como Peter Lindbergh, Bruce Weber, Tim Walker y Corinne Day. Todos ellos figuran en Timeless Beauty («Belleza eterna»), una gran exposición sobre el primer siglo de vida de la fotografía de moda que se inaugura el próximo 18 de agosto en el C/O de Berlín, y que a través de 150 imágenes plantea un singular interrogante: ¿Qué convierte a estas imágenes en iconos ajenos al paso del tiempo?
La importancia de la elegancia. Condé Nast ha abierto sus archivos –un auténtico tesoro que contiene cerca de ocho millones de fotografías– y ha cedido a la muestra la práctica totalidad de las imágenes que han marcado su historia para intentar responder a esa pregunta. Como el título de la exposición indica, algunas fotografías tendrían derecho a adquirir esa belleza atemporal que la tradición estética ha conferido solo a las grandes obras maestras. «Seguimos fascinados por su manera de describir una belleza ideal, pero la fotografía de moda no es solo un placer para el ojo. También puede ser provocadora y desafiante», explica la comisaria de Timeless Beauty, Nathalie Herschdorfer. «En principio, las imágenes de moda no tienen el objetivo de ser eternas: reflejan las preocupaciones y aspiraciones de su época, algo así como el espíritu de su tiempo. Y, a la vez, cuando observamos su evolución nos damos cuenta de que hay un impulso creativo que ha sobrevivido, pese a un sistema de restricciones cada vez más estrechas». Franca Sozzani, directora de Vogue Italia, la secunda: «En cuanto una revista sale al quiosco, desaparece. Y, aunque no todas las imágenes lo consigan, algunas sí logran permanecer. Hay fotografías que contienen una energía y un rigor que las convierten en eternas», explica.
La elegancia era uno de los rasgos que más fascinaba a este fotógrafo americano que entre los años 40 y 50 renovó la imagen de revistas como Glamour, Vogue o Jardin des Modes.
Clifford Coffin Vogue USA, junio de 1949
Shawn Waldron ocupa el cargo de director del archivo de Condé Nast desde hace seis años y se ha encargado de coordinar la selección de las imágenes de la exposición. Su opinión va en la misma dirección: «Existe una fotografía auténticamente atemporal, que posee una característica en común: la elegancia. Es el único factor capaz de trascender el tiempo».
A la vez, parece difícil encontrar un significado único para esa «energía», ese «rigor» y esa «elegancia» sujetas al gusto estético y a las normas sociales de cada momento histórico. El veterano fotógrafo Albert Watson, que revolucionó la fotografía de moda a lo largo de su colaboración con Vogue a mediados de los 70, lo confirma. «Existen fotos que hicieron mucho ruido al ser publicadas pero que, un año más tarde, ya no tenían significado alguno. Está claro que algunas imágenes tienen una calidad excepcional. Y, a la vez, me parece imposible definir en qué consiste esa belleza que hace que no se vuelvan caducas. La belleza está en el ojo de quien la observa», sostiene Watson.
Un enigma sin resolver. Nada nuevo bajo el sol: a la misma conclusión llegaron la mayor parte de pensadores que, a lo largo de la historia, se han preocupado por la cuestión. Pitágoras intentó asimilar la belleza a una armonía matemática que, en el fondo, no comulga con la realidad, donde la simetría –para la desgracia de adictos y adictas a la cirugía– no lo es todo. Platón y Sócrates la acercaron a la idea del bien, lo que no lograría explicar, por ejemplo, la belleza de una femme fatale. Más tarde, filósofos como Kant y Hume decretaron su carácter personal e intransferible: no son los objetos observados los que la poseen, sino el individuo que logra detectarla. El racionalismo terminaría sentando cátedra al respecto. «Pregúntale a un sapo qué es la belleza y responderá que son los ojos saltones y las cabezas pequeñas», dejó dicho Voltaire. Toda explicación a esta incógnita resultaba insuficiente, por lo que prefirió no molestarse en estudiarla.
Los experimentales fotomontajes de este berlinés amante del surrealismo también llegaron a la moda.
Erwin Blumenfeld. Vogue USA, marzo de 1945.
Si la belleza es «una emoción y no una cualidad», como sostuvo Hume, ¿de qué margen de maniobra disponen los fotógrafos para generarla? «No estoy convencido de que exista una belleza atemporal, puesto que todo depende de la perspectiva cultural y no hay un consenso universal al respecto. Sin embargo, creo que una imagen puede traspasar épocas y fronteras», opina René Habermacher, fotógrafo suizo que también expone en la muestra berlinesa. No solo puede, sino que debe, corrige. «Sin saber definirlo del todo, es mi principal objetivo cuando trabajo: buscar esa belleza que convertirá mi imagen en eterna».
Habermacher reconoce lo arduo de su tarea: «En otras formas de arte, como el cine, se trabaja con la narración y la manipulación del tiempo. En la fotografía, una imagen tiene que condensar todos los aspectos de la historia en un único retablo. Tiene que ser mayor que la fracción de segundo en la que fue tomada». Otro de los fotógrafos expuestos es el británico Ben Hassett. Para él, «toda foto que quiera perdurar en el tiempo tiene que contener una pregunta sin respuesta, que obligue al espectador a volver a ella una y otra vez». Ambas opiniones remiten a algo que Roland Barthes escribió en El sistema de la moda. El semiólogo francés definió la fotografía de las revistas de estilo comparándolas a la influencia del texto. «Las palabras describen una certitud, mientras que la imagen congela un número infinito de posibilidades», dijo. Es decir, toda imagen de moda debe encerrar un misterio irresoluble. La perennidad de su belleza consistirá en lo difícil que sea resolver el enigma.
Las fotografías de este retratista británico revolucionaron la rigidez de las imágenes de moda en los años 40.
Norman Parkinson. Glamour, octubre de 1949.
¿Arte o negocio? Los tiempos han cambiado desde 1967. ¿O puede que no tanto? Barthes hablaba entonces de «una fotografía de la vestimenta», donde la visibilidad de la ropa exhibida por la modelo pasaba por delante de toda aspiración artística perseguida por el fotógrafo. Su primer objetivo sigue siendo vender, aunque el objeto expuesto en la imagen haya perdido protagonismo en beneficio de la atmósfera contenida por la imagen. «Siempre han existido dudas sobre la conveniencia de llamarlo arte. La fotografía de moda está repleta de paradojas. Es creativa a la par que comercial, producida para incrementar el consumo y a la vez generadora de imágenes rompedoras, experimentales y artísticas. Puede ser considerada una forma de arte, pero a la vez también es una industria al servicio de otra, firmemente anclada en el sistema de consumo», sostiene Nathalie Herschdorfer. La tensión entre impulso artístico y necesidad comercial no ha desaparecido. «En el archivo encontré notas del señor Nast escritas en los años 30 en las que reñía a sus fotógrafos por no enseñar la ropa con claridad. Las revistas de moda son el lugar donde arte y negocio se ven las caras», resume Shawn Waldron.
Existen fotógrafos de moda que son auténticos artistas. Y otros que, por mucho que lo pretendan, no lo son. Inspeccionando sus archivos, Waldron encontró imágenes de una primeriza Diane Arbus en la revista Glamour, fotografías de maniquíes de madera a cargo de Man Ray para Vogue Francia –toda una metáfora de la mujer-objeto en un universo paralizado–, las primeras series callejeras de William Klein, desplegables del gran Duane Michals e incluso una serie sobre los campos de concentración a cargo de Lee Miller, quien fue modelo antes que fotógrafa.
«Por definición, la fotografía de moda es un objeto comercial y, por tanto, no puede ser llamado arte. Y, sin embargo, existen ejemplos que lo contradicen. Se trata de un asunto de control artístico y libertad de expresión», afirma Waldron. «En un encargo para Vogue, Helmut Newton fotografió a una modelo con un vestido negro bajando por una escalinata. Cuando la sesión había terminado, cogió a la misma modelo, le hizo bajarse un tirante y le hizo una foto con un pecho fuera. Era la misma modelo, el mismo vestido, la misma escalinata. Pero la primera era una fotografía de moda y la segunda era arte».