“Sin él, pasé los 102 días más largos de mi vida”
Se conocieron hace 63 años. Superada la barrera del tiempo, derribaron la que impuso el coronavirus con un beso de Pulitzer
“Yo iba con unas amigas a una pista de verano de Santa Coloma de Gramanet. Él me sacó a bailar, aunque luego me dijo que no le gustaba hacerlo, y después me acompañó a casa. Al día siguiente, mi hermana me dijo: ‘Hay un chico esperándote’. Salí y lo primero que hizo fue ¡arrearme un besazo! Eso fue el 16 de junio de 1958. Y hasta hoy”. Agustina Cañamero, de 82 años, relata del tirón, con todo lujo de detalles —por ejemplo, el color de la corbata de él, negra— el día que conoció a su marido. Ella tenía entonces 19; él, 22. El viernes cumplirán seis décadas casados y la fotografía de otro beso s...
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“Yo iba con unas amigas a una pista de verano de Santa Coloma de Gramanet. Él me sacó a bailar, aunque luego me dijo que no le gustaba hacerlo, y después me acompañó a casa. Al día siguiente, mi hermana me dijo: ‘Hay un chico esperándote’. Salí y lo primero que hizo fue ¡arrearme un besazo! Eso fue el 16 de junio de 1958. Y hasta hoy”. Agustina Cañamero, de 82 años, relata del tirón, con todo lujo de detalles —por ejemplo, el color de la corbata de él, negra— el día que conoció a su marido. Ella tenía entonces 19; él, 22. El viernes cumplirán seis décadas casados y la fotografía de otro beso suyo, casi una vida después, acaba de ser premiada con un Pulitzer.
En todo ese tiempo, hasta hace dos años, solo se habían separado una vez. “Fuimos de vacaciones a mi pueblo, en Cáceres. Nos habían dicho que nuestra hija tenía asma y que le vendría bien el aire seco. Pero pidieron a Pascual que volviera a la fábrica [Pegaso] a Barcelona y yo me quedé por la niña. En mi vida había pasado tanta tristeza. Y él igual, me dijo que la casa se le caía encima”.
Lo que hoy muchas parejas con hijos llamarían “unos días de Rodríguez”, para ellos fue una pesadilla. Se echaban tanto de menos que en esas tres semanas se enviaron cartas, pero como ninguno había ido al colegio, las de Agustina las escribía su hija Mercedes, que entonces tenía nueve años, y las de Pascual, su sobrino. Los dos juraron que nunca más se separarían. Por desgracia, no fue así.
Pascual nació en 1936 y Agustina, en 1939. “Siempre decían que uno empezó la guerra y otro la terminó”, explica Mercedes. Ninguno pudo estudiar porque ambos tuvieron que ponerse a trabajar muy pronto para ayudar a sus respectivas familias. “Cuando Pascual vino al mundo”, relata Agustina, “su padre acababa de morir en un accidente. Su madre se quedó sola con cinco hijos, uno de ellos discapacitado. Lavaban ropa de gente rica en el río, hacían lo que podían… Yo, a los 14 años, fui a servir al bar-pensión de un primo de mi madre. Me levantaba a las seis de la mañana y no me acostaba hasta la 1.30; todo el día lavando sábanas, toallas, fregando el suelo…”.
Hasta el 16 de junio de 1958, cuando empezaron a producir recuerdos juntos —el primer lujo, una tele en blanco y negro; el primer viaje en avión, “ya mayorcitos”…—, para Agustina y Pascual vivir había sido, sobre todo, un ejercicio de resistencia, el esfuerzo sostenido para sobreponerse a las pérdidas y asumir las renuncias, como la de no haber podido estudiar. Todo cambió el día que se conocieron. Quererse fue la primera misión fácil de aquellos niños de la guerra.
Me costó, pero tuve que ingresarlo en la residencia. Era peligroso
Hubo baches. “En Pegaso estuvieron más de un mes de huelga y yo tuve que ponerme a trabajar limpiando en una casa cerca de la mía. El señor era muy amable y cuando tenía que darle el pecho a mi hija iba corriendo y volvía. A Pascual lo tuvieron que operar del estómago a los 33 años. No me moví del hospital en cinco días y cinco noches”. Pero todavía bailaban —”No le gustaba, pero como sabía que a mí me encantaba, se acostumbró. Lo hacíamos todos los domingos. Lo pasábamos bomba”—. Y todavía se arreaban besos —”La gente se reía y él decía: ‘¡Es que me gusta mucho mi mujer!”—.
Un día, hace cinco años, Agustina empezó a notar “cosas raras” en su marido. “Se despertaba muchas veces de noche, convencido de que era de día. Gastaba mucho dinero en regalos para mí. Y de repente, él, que jamás me había dicho una palabra fea, empezó a llamarme de todo, a ser agresivo...”. El tiempo había empezado a correr mucho más deprisa.
El diagnóstico confirmó que Pascual padecía la enfermedad más cruel. “La doctora”, relata Mercedes, “nos explicó que los recuerdos que aguantarían más serían los más antiguos y aquellos asociados a los sentimientos. Es cierto. Creo que lo único que mi padre ha incorporado a su memoria en los últimos años es Gala, el nombre de su biznieta”.
Agustina se resistió. “Me costó mucho ingresarlo en la residencia. Pero llegó un momento en que decía que se tiraba por la ventana, se ponía delante del bus… Era peligroso”.
Como lo hacían todo juntos, paseos y recados, placeres y obligaciones, los vecinos se extrañaron al ver al uno sin el otro. “Por la calle me preguntaban si Pascual había muerto”, recuerda ella. Durante un año fueron a verle todos los días a la residencia. Su salud se iba deteriorando; además de la memoria, empezó a perder visión. Y llegó el coronavirus.
“Redujeron las visitas a 20 minutos. Luego las prohibieron. Al principio me lo ponían por teléfono, luego me contaban cómo estaba, pero ya no podíamos hablar”. En el medio intentaron verse por la ventana—”pero era muy alta y yo muy bajita. Imposible”—. “Me decían que preguntaba constantemente por mí y yo sufría muchísimo por no estar con él. Fueron los 102 días más largos de mi vida”. Todos los datos que Pascual ya no puede retener, Agustina, convertida ahora en portavoz de su marido y de su historia compartida, los recuerda con precisión.
Prohibieron las visitas y preguntaba sin parar por mí. Sufrí mucho
El día 102, la residencia organizó un encuentro con familiares en el patio y a través de un plástico. El fotógrafo Emilio Morenatti, “obsesionado” con lograr esa imagen que se convertiría en icono de la pandemia y premio Pulitzer, estaba allí. “Agustina esperaba en un rincón, muy nerviosa”, recuerda Morenatti. “Se sentó junto a él y se dieron un beso que duró mucho tiempo. Cuando me giré, vi que sus cuidadoras lloraban y me di cuenta de que yo también. Normalmente no me dejo condicionar. Sé que estoy ahí para dar testimonio y me impongo esa disciplina. Pero aquel día había mucha emoción. Fue ver cómo el amor penetraba una barrera”.
El 5 de julio, Agustina ingresó en la residencia con Pascual. “A veces me pregunta dónde estoy yo. Otras se le olvida que ha perdido la vista y grita: ‘¡Agustina, no veo! ¿Qué hago?”. Ella trata de tranquilizarle “hablándole con lo que siento, mucho cariño”. Hay ráfagas de lucidez, ratitos de conversación como las de antes. El resto del tiempo ella le cuenta sus recuerdos: todos los bailes, todos los besos. Todo lo que pasó en 60 años menos tres semanas y 102 días.
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