Próxima estación: Delibes
La pandemia ha desnaturalizado el centenario del escritor, que concibió casi toda su obra al aire libre. EL PAÍS visita los escenarios de libros como ‘El camino’, ‘El disputado voto del señor Cayo’ o ‘El hereje’
En su casa de Valladolid, la pequeña habitación en la que murió Miguel Delibes hace 10 años sigue igual que aquel día: la cama monacal a un lado y en la cabecera, como si fuera un evangelista, Walt Whitman con la barba poblada de mariposas en un grabado de Gregorio Prieto; en la mesilla, un despertador parado a las tres y diez, una cruz de metal, un ajado Evangelio de bolsillo, libros de Miguel Hernández, Francisco Umbral y Carmen Laforet y una vieja grabadora Sanyo. En la habitación contigua —el despacho— solo faltan la mesa en la que escribía y el retrato que García Benito le hizo a su esposa, Ángeles de Castro, y que dio título al libro que el escritor le consagró años después de su prematura muerte: Señora de rojo sobre fondo gris. Ahora están, con la medalla del Premio Cervantes de 1993, en la Biblioteca Nacional de Madrid, que el 17 de septiembre inaugurará una exposición por el centenario del autor, que se cumple un mes después.
En el mueble que alberga la minicadena destaca un cedé con la portada en escaparate: música para ballet de Léo Delibes. “El tío Léo”, dice ironizando la cursiva Elisa, cuarta de los siete hijos del novelista y presidenta de la fundación que lleva su nombre. “A mi padre le hacía ilusión que fuéramos familia, aunque lejana. Poca cosa. Ahora hay más Delibes en España que en Francia”. Profesora de literatura jubilada, vive en el piso de arriba —una escalera de caracol comunica los dos vestíbulos— desde que su padre compró esta casa en 1977. Ya se trate de la visita del Rey o de un vecino, lo cuenta todo con el mismo tono despegado y dicharachero. Parece la presidenta de fundación menos fetichista del mundo. “Una vez se inundó mi casa y caló esta parte”, recuerda señalando el mueble de los originales y las primeras ediciones. “60 páginas del manuscrito de El hereje pasadas por agua”.
Dedicada “a Valladolid, mi ciudad”, El hereje es la última de las 20 novelas de Delibes. Fue un boom desde que se publicó en 1998 —100.000 ejemplares vendidos en una semana—, ganó el Premio Nacional de Narrativa al año siguiente y tiene su propia ruta por las calles en las que transcurren las peripecias de su protagonista, Cipriano Salcedo, un comerciante que abraza clandestinamente el luteranismo en medio de la Contrarreforma. Bajo el calor del verano de las mascarillas, Mara Castaño, guía de esa ruta, indica las placas que señalan en palacios e iglesias los hitos del relato, ambientado en los años en que Valladolid era sede de la Corte española y centro de poder universal: allí nacieron Felipe II y Felipe IV. “Cada tanto releo fragmentos del libro para comprobar que no me los invento ni añado de mi cosecha”, explica Castaño, que advierte de los spoilers y señala las pinceladas de ficción que Delibes introdujo entre personajes y lugares reales. A veces, con todo, terminan confundiéndose: a raíz del éxito de la novela, el tramo de la calle Angustias en la que el escritor situó la casa del protagonista fue rebautizado con el nombre que emplea él: Corredera de San Pablo.
Pese a que las disputas teológicas y los autos de fe que sucedieron en la Plaza Mayor en 1559 tienen protagonismo en sus páginas, El hereje no es del todo una rara avis en la obra de Delibes. Bajo la apariencia de novela histórica en tiempos de protocapitalismo, retoma muchas de sus inquietudes: la preocupación por el campo, la justicia social y la infancia. Nada nuevo para un lector de El camino.
En Molledo
Lo que puede resultar novedoso a cualquier lector no avisado son los paisajes que inspiraron la novela que en 1950 le valió un adelanto de 3.000 pesetas y, más tarde, centenares de devotos lectores (adultos y escolares). La “pequeña aldea” en la que ambientó la “pequeña historia” de Daniel el Mochuelo —un chaval de 11 años en vísperas de marchar a la ciudad para forjarse un futuro de “progreso”— ni siquiera está en la Castilla que tanto se relaciona con su autor. Está en Cantabria, en un lugar perpetuamente verde rodeado de montañas en el valle del Besaya: Molledo. Allí se instaló en 1860 Frédéric Delibes Roux, sobrino del compositor Léo Delibes y experto en estructuras de madera. Contratado para trabajar en el trazado del ferrocarril entre el Cantábrico y la Meseta, terminó casándose en el pueblo para instalarse más tarde en Valladolid. El 17 de octubre de 1920 nació en esa ciudad su nieto Miguel, que pasaba los veranos en Molledo y ambientó allí su tercera novela: El camino.
Carmen Múgica, profesora retirada de literatura, también nació en el pueblo. En el Puente del Rey, espera a que salga del túnel el ruidoso tren de las 11 para retomar su relato sobre el Molledo recreado —y rebautizado— por Delibes: la Poza del Inglés, la taberna de Quino el Manco, la finca del Indiano. También le aporta el contexto a la pintada que se resiste a desaparecer en el pretil de otro puente, el del desvío a Santian: “Unidaz [sic] obrera 1997”. Ese año se declaró en quiebra la principal industria del lugar: Hilatura de Portolín, que desde 1902 fabricaba “el mejor lino de Europa, por la calidad del agua”, pero no resistió la competencia china. Hoy sus habitantes —1.504 en las siete poblaciones del municipio según el INE; un tercio de ellos en el propio Molledo— tienen la vista y las manos puestas en Reinosa, Los Corrales de Buelna o Torrelavega.
Múgica lleva en el bolso un trabajadísimo ejemplar de El camino y de cuando en cuando recita un fragmento: el pie de foto ideal para lo que en ese momento contempla el grupo de profesores y aficionados que sigue sus explicaciones. En el trayecto señala la que fuera casa de los Delibes y saluda a cada vecino, a la antigua alcaldesa y a la actual, Verónica Mantecón, que se une al grupo. Fue alumna de la guía y recuerda el entusiasmo de su maestra al explicar el libro. El coronavirus, dice, alteró sus planes para el centenario del escritor, pero confía en retomarlos en 2021: “Delibes siempre estará en Molledo”.
La pandemia también ha trastocado los planes de la familia del novelista. Cada verano, desde que murió, llegaban a Molledo en bicicleta desde Sedano, en Burgos. Cien kilómetros con cuestas nada bucólicas para recordar el trayecto que, a la inversa, realizaba su padre en bicicleta cuando era novio de su madre y ella veraneaba en el pueblo burgalés. Allí se hicieron construir una casa con vistas al valle a la que añadieron una cabaña de madera donde el escritor se aislaba para trabajar. Como el piso de Valladolid, se conserva como el último día que la ocupó su dueño: la mesa rotunda de madera, la librería que separa la zona de trabajo y el mínimo dormitorio, sus características gorras colgadas del techo.
En 1972 compraron la vecina casona de piedra de la carretera. Delibes describe la adoración de su esposa por ese lugar en Señora de rojo… “Era del Icona [el antiguo Instituto para la Conservación de la Naturaleza] y, como no se podía pagar con dinero, compraron un prado y lo cambiaron por la casona. Mi madre no pudo disfrutarla: murió en el 74”, cuenta Juan, quinto hijo de Delibes y De Castro y biólogo, como tres de sus hermanos. Ha coincidido en Sedano con su hermana Elisa, llegada de Valladolid para huir del calor. En el banco de piedra de la fachada se improvisa una tertulia de hijos, nietos y bisnietos que salta de la plaga de topillos a la Vuelta a Burgos y de la correspondencia entre Delibes y Francisco Umbral —Destino la publicará en 2021— a la desaparición de las truchas del río Rudrón “por la contaminación y el calentamiento del agua”.
También se debate el mejor camino hacia Cortiguera, a 11 kilómetros, el pueblo de El disputado voto del señor Cayo. Gana el que transcurre por el cañón del Ebro, atraviesa Pesquera y desemboca en una pista sin asfaltar que lleva a un lugar fundido con la vegetación, con seis habitantes censados. En la casa rural señalan la casa de Cayo Fernández: “La que tiene una mano blanca en el dintel”. Desde hace seis años la ocupa Ignacio García, que lleva dos décadas en el pueblo “dedicado a la agricultura” y, lacónico, responde “conmigo” cuando se le pregunta si vive solo.
“Todos conocimos al señor Cayo”, cuenta Elisa. “Iba a Sedano y hablaba con mi padre. Ahora dicen que fue un visionario de la España vacía, ¡qué va! No es que advirtiera: es que en el 78, cuando sale el libro, ya estaba vacía. En Cortiguera vivían dos matrimonios y no se hablaban”. De lo que sí advirtió, tercia su hermano Juan, es del desastre ambiental. Los dos asistieron, el 25 de mayo de 1975, al ingreso de su padre en la RAE. “No quiso hacer un discurso literario y habló de los peligros del progreso descontrolado. A los académicos no les hizo gracia”. “Bueno, él estaba nervioso y fue un poco largo. Mi madre había muerto cinco meses antes”, matiza Elisa. “Pero, es cierto, no lo entendieron”. Aquel día Delibes reivindicó a los jóvenes que reclamaban “un mundo más puro”. Tal vez por ser, dijo, “la primera generación con DDT en la sangre y estroncio 90 en sus huesos”. Si el progreso, insistió, debe traducirse en “un aumento de la violencia y la incomunicación; de la autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la Naturaleza; [...] de la explotación del hombre por el hombre y la exaltación del dinero, yo gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: ‘¡Que paren la Tierra, quiero apearme!”. Vivió otros 35 años y escribió ocho novelas más. A su muerte fue despedido en Valladolid por una multitud.