“Gamificar no es jugar”: cómo devolver la esencia del juego a las aulas

Los expertos en educación advierten de que no basta con integrar elementos lúdicos en el aprendizaje: es necesario reflexionar sobre cómo y para qué se utilizan

Una de las docentes del proyecto Tartaruga juega con uno de sus alumnos en una imagen cedida.Lea Farren

El filósofo holandés Johan Huizinga explica en su clásico Homo Ludens que el juego no es simplemente un componente de la cultura, sino su fundamento: “La cultura humana brota del juego —como juego— y en él se desarrolla.” Según el autor, el juego da significado a las actividades humanas, crea reglas que estructuran las relaciones y aporta un orden que organiza la vida en sociedad.

Desde que Huizinga escribió su libro en 1938, el juego se ha revalorizado. En el ámbito educativo, ha pasado de actividad secundaria o complementaria a ser reconocido como una herramienta fundamental en los procesos de aprendizaje. “Hoy sabemos, entre otras cosas, gracias a la neurociencia, que la letra con sangre no entra”, señala Inma Marín, presidenta de la Asociación IPA (International Play Association) en España. “La letra entra con curiosidad, con asombro, con pasión y con esfuerzo, pero con el esfuerzo propio del juego”.

Sin embargo, en tiempos recientes han surgido inquietudes sobre el uso inadecuado de ciertas aplicaciones de gamificación en las etapas más tempranas de la educación escolar. Algunos expertos advierten de que los estímulos con recompensas inmediatas podrían afectar el desarrollo cognitivo y emocional, además de reducir la capacidad de los niños para esforzarse sin gratificaciones instantáneas. Este debate evidencia que no basta con integrar el juego en el ámbito educativo, es imprescindible reflexionar sobre cómo y para qué se utiliza.

Varios niños juegan en el barro con palos en una imagen cedida por el proyecto Tartaruga. Lea Farren

“Gamificar no significa jugar”, matiza Marín, autora de ¿Jugamos? (2018) y Jugar (2023), ambos publicados por Paidós. “La gamificación toma elementos propios del juego y los introduce en un entorno ajeno al juego”, explica por teléfono. Señala que estas aplicaciones buscan fomentar comportamientos específicos, ligados a la motivación del alumno. “Estos elementos de recompensa, en realidad, siempre han existido. En mi colegio de monjas también se utilizaban incentivos y premios. Nos sentábamos en clase según el orden de las notas. Conductismo puro y duro”.

Manu Sánchez, profesor de Educación Infantil y creador de juegos de mesa como Monster Kit, denuncia que muchas aplicaciones de gamificación utilizadas en los colegios están impulsadas por una “filosofía comercial, basada en un espíritu competitivo y desvinculada de lo verdaderamente lúdico”. “Se están criando consumidores”, asegura. Explica que muchos de estos sistemas, provenientes del sector privado, buscan generar fidelización más que aprendizaje significativo. “Los juegos están diseñados para estimular el sistema de recompensa del cerebro, provocando placer y fomentando la repetición de la actividad. La gamificación ha endemoniado ese circuito”, concluye.

El juego como fin

Marín establece tres criterios fundamentales para que una actividad pueda considerarse genuinamente lúdica. El primero es la libertad: un niño no puede ser obligado a jugar. El segundo es el disfrute, la actividad debe ser placentera y generar gozo. Por último, la ausencia de finalidad externa. Según la experta, cuando alguien juega, no lo hace esperando ningún beneficio más allá del placer inherente al propio acto de jugar. “El juego no es un medio, sino un fin en sí mismo”, subraya. “Y aquí es donde a los educadores nos explota la cabeza”, admite.

El hecho de que el fin del juego no sea aprender, no significa que no existan beneficios colaterales. La clave, según Marín, radica en revestir las competencias académicas con un ornamento lúdico, sumergiendo a los alumnos en la ilusión de que están jugando y no simplemente memorizando temario.

“Si entro en clase proponiendo el ‘juego del civismo, la tolerancia o la educación vial’, la mitad de los chavales saldrán huyendo pensando: ‘¡Menuda chapa!”, explica. “Tenemos que ser creativos. Los maestros somos como Mary Poppins: tenemos una varita mágica para transformar cualquier cosa en un juego divertido, pero también podemos convertir un juego en una tortura. No debemos traicionar la esencia del juego”, añade.

Un niño juega con letras magnéticas durante una clase en un colegio de Madrid. Rodrigo Jiménez (EFE)

El género lúdico que ha encontrado Manu Sánchez para practicar la creatividad en la enseñanza es el del juego de mesa. Con 20 años de experiencia como maestro en la escuela pública, actualmente ejerce en el municipio de Marchena (Sevilla). “El juego de mesa es ideal para el aula, permite adaptarlo a nuestras necesidades e involucrar al mismo tiempo a todos los alumnos”, explica.

En muchas ocasiones, Sánchez toma juegos comerciales y los modifica para ajustarlos a las necesidades específicas de su alumnado. “Siempre recomiendo el formato de juego cooperativo en lugar del competitivo, donde todos los alumnos juegan juntos: o ganamos todos, o perdemos todos”, señala.

Además, el docente destaca que, aparte de utilizar juegos para reforzar conocimientos específicos de cada asignatura, suele elegir aquellos que estimulen el desarrollo de funciones ejecutivas como la atención, la planificación, la organización, el control de impulsos, la atención sostenida o la flexibilidad cognitiva. “Si no trabajamos adecuadamente estas capacidades durante el crecimiento del cerebro, corremos el riesgo de que el alumno desarrolle dificultades de aprendizaje”, opina Sánchez.

El principio de no intervención

Elsa Florez y Mara Santamaría son dos de las personas impulsoras del proyecto pedagógico Tartaruga, una iniciativa autogestionada que acoge a niños y niñas de entre 18 meses y 6 años, sin separación por edades. Uno de los pilares fundamentales de su enfoque es que, en Tartaruga, casi no hay actividades dirigidas. Su método pedagógico se basa en el juego libre.

Los alumnos tienen la libertad de explorar, experimentar y expresarse en un entorno seguro y estimulante, sin la intervención directa de adultos que establezcan reglas o guíen la dinámica. “En la mayoría de los espacios educativos hay una pauta muy dirigida por parte de las maestras o educadores. No hay espacio para ese juego espontáneo con el que las peques aprenden y representan la realidad, prueban y ensayan”, apunta Florez.

En Tartaruga, el día no se divide en asignaturas ni en clases. Las “acompañantes”, como prefieren llamarse, crean un “ambiente preparado” con juguetes e instrumentos accesibles, dispuestos a la altura de los niños. “Nuestro papel es convertir este espacio en algo vivo y transformarlo continuamente según las necesidades e intereses de las peques”, explican.

Por ejemplo, si perciben un especial interés en el universo, ya sea por la lectura de un cuento o porque alguien ha tenido una visita familiar al Planetario, adaptan el entorno para incluir materiales relacionados con el tema. Más que dirigir el juego, su función principal es observar atentamente y responder a las necesidades del grupo. “Somos un poco como ninjas, observando todas las cosas que ocurren. Las peques son libres de elegir en todo momento dónde estar y qué materiales usar”.

Vista aérea de unos niños jugando al fútbol mientras unas niñas juegan en los columpios, en Roma (Italia). MAX ROSSI (REUTERS)

En un principio, el enfoque de Tartaruga es evitar cualquier tipo de dirección o propuesta guiada. Con el tiempo, sin embargo, llegaron a la conclusión de que, en ocasiones, una actividad dirigida puede resultar beneficiosa. Por ello, ahora proponen una actividad diaria a media mañana, aunque su participación es opcional. “Consideramos que, en ciertos momentos, es importante ofrecer una propuesta adulta para trabajar aspectos que ellas, por sí mismas, tienen dificultades en abordar, o para evaluar algo en concreto de forma más sencilla. Además, para algunas peques puede resultar abrumador decidir continuamente qué hacer o con quién jugar durante todo el día. Estas actividades les dan un respiro mental y alivian esa carga”, explican.

Su principio de no intervención en la dinámica lúdica tiene ciertos límites claros. “Hay actitudes que no podemos permitir, como chantajes, amenazas o agresiones físicas o verbales. Por ejemplo, una peque de cinco años puede decirle a otra: ‘Si no me dejas la comba, no te invito a mi cumpleaños’, y eso ya es una forma de chantaje”, explica Santamaría. Además, son especialmente sensibles a los conflictos relacionados con cuestiones de género o abuso de poder. “Acompañamos muy de cerca el juego para asegurarnos de que estas situaciones no sucedan”, añade.

Al igual que Marín, en Tartaruga defienden que el juego no debe tener un fin productivo. “El juego libre es un fin en sí mismo”, señala Flórez. “Aunque el juego se ha integrado en la educación, suele estar condicionado por una mentalidad productivista, donde siempre se busca un aprendizaje concreto más allá del juego en sí”.

Sin embargo, aseguran que el juego libre, de forma espontánea, genera numerosos aprendizajes. “Por ejemplo, permite revivir y procesar situaciones traumáticas o de malestar emocional en un entorno seguro”, explica Santamaría. Y añade: “No es que con el juego no se aprenda un conocimiento académico concreto, es que se aprenden muchos a la vez, pero de una forma espontánea”.

Una de las docentes de Tartaruga lee un cuento a varios niños en una fotografía cedida. Lea Farren

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