OPINIÓN

Hambre en Moscú

Los que acompañaron a Rajoy en algún momento sacan el bisturí para triturarlo si no hace lo que ellos consideran que está mandado

En tiempos de Franco, hubo en Madrid un director de periódico que se sentaba ante la máquina de escribir sus editoriales gritando al vacío:

—¡Se van a enterar en el Kremlin!

Se subía las mangas de la camisa, se desajustaba el nudo de la corbata, se alisaba el pelo, se frotaba las manos, en un gesto que parecía un aplauso para sí mismo, y ya tecleaba con la furia patriótica que entonces era parte del ademán.

Él creía que sus párrafos, de encendido fervor sintáctico cincelado en la escuela más fértil de la poética del falangismo, iban a hacer mella en el Kremlin. En aquella ...

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En tiempos de Franco, hubo en Madrid un director de periódico que se sentaba ante la máquina de escribir sus editoriales gritando al vacío:

—¡Se van a enterar en el Kremlin!

Se subía las mangas de la camisa, se desajustaba el nudo de la corbata, se alisaba el pelo, se frotaba las manos, en un gesto que parecía un aplauso para sí mismo, y ya tecleaba con la furia patriótica que entonces era parte del ademán.

Él creía que sus párrafos, de encendido fervor sintáctico cincelado en la escuela más fértil de la poética del falangismo, iban a hacer mella en el Kremlin. En aquella época, algunos periódicos del Movimiento tenían preparada una noticia (siempre la misma) por si fallaba el día y había que improvisar una información mandona. El titular estaba grabado a fuego, enviado a componer en plomo por la Dirección General de Prensa: “Hambre en Moscú”. Había que derribar el comunismo, y todo valía: el editorial que haría temblar el Kremlin y la reiterada novedad de que los rusos se estaban muriendo de hambre.

La vida se va haciendo de esas anécdotas, que, como decía el poeta Ángel González, son como la morcilla y la historia de España: se repiten. En el segundo asalto al liderazgo de Mariano Rajoy estamos viendo fuego en las alas de los que lo acompañaron en algún momento de su recorrido hacia el poder en el que está ahora. Como no haga lo que ellos consideran que está mandado, sacan el bisturí de triturarlo, y para ello se sirven de cualquier cosa, también de los suyos.

Ahora es el caso Bolinaga, antes fue el caso de que perdió las elecciones, y siempre hallarán plomo que ponerle en las alas. Es una munición alterna, sirve un día para un roto y otro día les resulta útil para un descosido. Empiezan el veraneo queriendo acabar con el líder de la oposición, porque sí, y comienzan el otoño advirtiéndole al presidente del Gobierno de que ojito con lo que sigue.

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En esa recopilación de municiones que un día advierte a Moscú y otro día apunta más cerca se acomodan, contritos o felices, compañeros de viaje que son de corriente alterna: a veces están con el líder, cuando este está firme en la cumbre, o se ponen a resguardo en cuanto el jefe presenta síntomas de resfriado. En la conducta del hombre, o de la mujer, está presente, en baja o en alta frecuencia, la tesis del alacrán: se sube a la grupa del que le puede transportar, pero a la mitad del camino aprovecha cualquier viento para hundir la montura aunque él corra el riesgo, también, de sucumbir.

El panorama es suculento para películas o para novelas negras, pero inquieta ver cómo se ruedan o cómo se escriben estos thrillers mientras el país se descose en busca de un rescate suave o como se llame ahora el capítulo siguiente del culebrón económico que está dejando en la estacada a algunas generaciones a las que se les ha desenchufado la esperanza.

Mientras eso ocurre, digo, unos gritan (“¡Se van a enterar en Moscú!”) y otros susurran en sus esquinas (“¡ji, ji, ji!”) a la espera de que caiga la fruta que ellos han contribuido a madurar. Un día alguien les enviará, en sobre abierto, aquel versículo del maestro Blas de Otero sobre la tierra en la que no se salva ni Dios.

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