“Caótica Ana”, por Luz Sánchez-Mellado

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Hola. Soy Luz Sánchez-Mellado, soy periodista y escribo la ‘contra’ de los jueves en EL PAÍS.

Antonio Macarro

Hace un mes escaso, el 3 de marzo, Ana García Obregón me dijo en una entrevista que estaba muerta en vida y yo me la creí a pies juntillas. Hace 15 años, Juan José Cortés confesó exactamente lo mismo meses después de perder a su pequeña Mari Luz a manos de un pederasta asesino: “Ando, como, respiro, pero estoy en coma”, afirmó, mirando a los ojos, sin sombra de duda. Remueve el alma constatar que las madres y los padres de hijos muertos prematuramente expresen de esa idéntica y terrible forma su manera de permanecer en este mundo después de enterrar a sus criaturas. No viven, aseguran: vegetan. Nadie es quién para juzgarlos. Solo ellos conocen la devastación íntima que produce esa tragedia. El resto solo podemos imaginarla, temblar de miedo y tocar madera. Aquel cercano y frío día de marzo, tres años después de la muerte de su hijo, Aless, a los 27 años, tras dos de lucha contra el cáncer, Ana Obregón declaró también que su mejor momento del día era cuando se iba a la cama, porque perdía el conocimiento unas horas. Y que, en todo este tiempo, no había gastado ni un euro en pastillas para anestesiar su dolor porque los duelos hay que atravesarlos a pelo y, si la herida duele más cada día, es porque se ha elegido la cura.

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