Nuria Labari lee “La euforia de estar tristes”
Una columna seleccionada por EL PAÍS Audio para sus lectores (y oyentes)
Hola, soy Nuria Labari y como muchos de mis amigos cuando acabó el primer capítulo de la segunda temporada de ‘Euphoria’ ya estaba en Twitter viendo qué se comentaba y esperando el siguiente. Lo que me sorprendió es que todo el mundo hablaba de las canciones, como si no hubiera pasado otra cosa que la música; como si hubiéramos estado escuchando una lista de reproducción. Entonces me di cuenta de que esa música decía mucho de una generación, y escribí esta columna.
El primer capítulo de la segunda temporada de Euphoria ya se ha estrenado y Twitter arde de emoción. Su director Sam Levinson ha revolucionado los dramas juveniles con una propuesta donde las drogas, el sexo, la identidad sexual o la depresión se cuentan con el lenguaje, el tempo y la estética de una nueva generación. Sin embargo, no es la trama de lo que más se habla tras el esperadísimo estreno, sino de su banda sonora. Decenas de hilos, cientos de tuits y miles de likes sobre el ritmo que mueve el alma de la juventud.
Mi favorito es sin duda el de @PauloCarrascoo: “La música de Euphoria tiene ese algo sad but hot”, escribe. Triste pero caliente. Como si el deseo (y por supuesto el sexo) se encendiera con la cerilla de la pena. Es verdad que la idea no es nueva, la relación entre eros y deseo ha sido siempre melancólica. “El amor es amor de lo que falta”, dice Sócrates en El banquete de Platón. Pero si bien no hay novedad en el sentimiento, sí lo es el hecho de que una generación lo convierta en bandera, reivindique su tristeza y la adorne con purpurina, como si fuera de hecho lo mejor que tiene. Casi parece que asomara la cabeza un nuevo romanticismo pop convencido de que el deseo espanta la alegría y debe anidar en la carencia constante. Desde este punto de vista, nadie tendrá nunca tanta pasión como una persona joven, pues la juventud es siempre carencial. En realidad ser joven es la ausencia de casi todo: de identidad, de estabilidad, de conquista, de dinero, de futuro (no es lo mismo tener tiempo por delante que horizonte)… Y es ahí, en la herida misma de la falta donde mana el deseo. O eso dicen. Cuanta más carencia, más potencia, incluso sexual.
“¿Por qué hay en esta serie sexo hetero tan tan tan explícito, y Rue y Jules, en cambio, hacen lo que mi abuelo pensaba que hacían las lesbianas (besitos castos, dormir apachurraditas, dulzura, todos ellos actos muy bellos, pero diametralmente opuestos a lo que hacen el resto de personajes)? (…) ¿Puritanismo barroquísimo y enfermizo?”, se pregunta la escritora Sabina Urraca en un post sin desperdicio en su cuenta de Instagram. Yo no creo que Rue y Jules sean la versión LGTBI de los reaccionarios vampiros de Crepúsculo. Me refiero a que no se trata de ponernos como motos a base de prohibir o censurar el sexo. Lo que sucede es que el cuerpo pierde importancia en una pasión salvaje, que no nace ya de la carne sino de la tristeza. Por eso Rue y Jules son lo más caliente de esta ficción con diferencia. Y lo más triste. Y por eso su sexualidad es tan carencial como su amor mientras su deseo es infinito.
El problema, claro está, es que en esta clase de libido, cuando el amor se consigue, el deseo se esfuma. Es por eso que Jules y Rue no pueden estar juntas a pesar de que nada se lo impide. Salvo que si se amasen como es debido, dejarían de desearse. ¿Existe drama mayor? Hacerse viejo, quizás. Perder el deseo. “Entre la pena y la nada, elijo la pena”, escribió William Faulkner en Palmeras Salvajes. Y yo que ya soy vieja, lamento que los jóvenes bailen mientras lloran lágrimas de purpurina. Quizás sea hora de superar las viejas disyuntivas. Y elegir el amor. El que se consuma y no te consume. Perderemos buenas canciones, pero valdrá la pena.