Aya Chebbi: “En Túnez logramos la libertad cuando la gente se echó a la calle y murió por ella”
La activista tunecina sostiene que el cambio político profundo en el continente africano solo llegará cuando los jóvenes se incorporen en masa a las instituciones
Como una guerrillera virtual, Aya Chebbi contribuyó a prender la mecha de la Revolución de los jazmines que, hace diez años, puso fin al régimen del tunecino Zine El Abidine Ben Ali. La joven aprovechó la notoriedad de sus blogs políticos para catapultarse como activista todoterreno. Desde entonces, brega en batallas variopintas por toda África. Su lucha es la de la mujer oprimida. La del joven sin horizonte. La de las víctimas de la violencia que padecen secuelas sin encontrar justicia.
En 2018 dio el salto a las instituciones al convertirse en representante de la juventud para la Unión Africana (UA). Un año después, obtuvo un premio de la Fundación Bill & Melinda Gates como reconocimiento a su incansable labor de empoderamiento juvenil en el continente. Chebbi procura ahora influir y participar en los círculos de poder sin comprometer demasiado su radicalidad, término que lleva por bandera. En la búsqueda de ese equilibrio, ha acuñado una expresión que atraviesa su discurso: coliderazgo intergeneracional.
Pregunta. Usted tiene una amplia perspectiva –tanto temporal como geográfica– sobre el activismo juvenil en África. ¿Cuál es la tendencia? ¿Va hacia arriba, hacia abajo, está estabilizado?
Respuesta. Está en claro aumento, en parte por un tema de edad. Cuando yo empecé, durante la Revolución tunecina, tenía 23 años. Hoy veo a jóvenes muy implicados en Nigeria, Namibia... Que apenas llegan a los 20 años. La pasada década fue como una frustración que bulle, crece y se convierte en campañas –en internet y físicas– lideradas por jóvenes. Movimientos que se prolongan de forma casi permanente. Existe también el efecto contagio, la inspiración para pasar a la acción tras ver lo que ha ocurrido en otros países. La Revolución sudanesa de 2018 tiene mucho que ver con lo que había ocurrido en Túnez ocho años antes.
P. Que los jóvenes alcen más su voz ¿ha provocado una mayor represión?
R. Depende. Hay un elemento de impaciencia en el activismo juvenil: se quiere el cambio ya. Yo era así cuando empecé. Pero, tras mi paso por la UA, me he dado cuenta de que los cambios profundos, estructurales, llevan tiempo y mucha diplomacia. Y capacidad para pasar a ocupar puestos de responsabilidad. Cuando esto no ocurre, cuando la lucha se perpetúa en la calle sin producir resultados tangibles (caso, por ejemplo, de Egipto), aumenta el descontento. Y esto, a veces, provoca un aumento de la represión.
P. Supongo que para el activista joven no siempre es fácil entrar a formar parte del sistema.
R. Por eso muchos no pasan a la política, por ese temor a corromperse, a empezar a ser demasiado pragmáticos. Durante mi etapa en la UA siempre abogué por una incorporación masiva de los jóvenes a las instituciones. Precisamente para evitar que el sistema acabe fagocitando el afán de cambio propio de la juventud. En las reuniones era, ya sabe, una mujer joven rodeada de hombres mayores. Ruidosa, con planteamientos radicales, con un lenguaje que no estaban acostumbrados a oír.
P. ¿Se sentía extraña? ¿Despreciada?
R. Digamos que poco a poco fui encontrando mi camino. Comprobé que la brecha generacional era, con frecuencia, un problema de comunicación. Traté con muchos políticos dispuestos a escuchar, valientes, humildes, con ganas de cambio. Pero que veían a esas masas de chavales en la calle como una amenaza, como si fueran a cargárselos a todos ellos. Y al otro lado estaban los jóvenes –ese 65% de la población africana menor de 30 años– que no se sentían representados por la clase política. Es entonces cuando se empezó a gestar en mí la idea de coliderazgo intergeneracional.
P. Para unir lo mejor de ambos mundos. La vitalidad y la experiencia, por ejemplo.
R. Diría más bien la innovación y la sabiduría. Aunque lo fundamental es que la relación entre distintas generaciones no se plantee como una dicotomía: ellos o nosotros. Y que esto permita que la gente joven se vaya incorporando a la política a todos los niveles, desde los equipos presidenciales hasta los ministerios, los gobiernos regionales... Si una va con este enfoque, la escuchan más que si viene a decir “Señores, su tiempo se ha acabado, recojan sus cosas” [risas].
Lo fundamental es que la relación entre distintas generaciones no sea una dicotomía: ellos o nosotros
P. Acostumbrada a decir lo que piensa sin tapujos, ¿tuvo que autocensurarse al asumir un cargo institucional?
R. Me dije al aceptar la oferta que nunca lo haría. Y que si me censuraban desde arriba, dimitiría. La verdad es que nunca sentí que se me quisiera acallar. Dije en todo momento lo que opinaba, aunque esto hiciera sentir incómoda a la persona enfrente. Sí tuve, como le decía, problemas por mi condición de mujer joven. Recuerdo un encuentro con un alto cargo que prefiero no revelar. A derecha e izquierda tenía a dos personas de mi equipo, ambos hombres jóvenes. Cuando ese alto cargo respondía a mis preguntas, les miraba a ellos, nunca a mí.
P. No era una cuestión de edad, sino de puro machismo.
R. Desde luego. En cuanto a la edad, me gané el respeto precisamente haciendo mi trabajo, que era confrontar a la clase política con la realidad de sus países. Mi discurso era parecido: “Ustedes tienen que escuchar a su pueblo, tienen que respetar la voz de sus jóvenes, hacer cumplir las convenciones y tratados que han firmado sobre derechos humanos, acceso a servicios públicos, provisión de empleos...”. No les dije nada que no supieran ya.
P. Entiendo que ostentar un cargo también aumentó su sensación de seguridad.
R. Durante mi carrera como activista me habían arrestado, encarcelado, deportado a Túnez desde Egipto, la policía me había pegado... Experiencias terribles, sobre todo en los primeros años, de 2010 a 2016. Entonces estaba muy involucrada en movimientos radicales como Lucha [surgido en 2012 en la República Democrática del Congo, utiliza la resistencia pacífica contra toda forma de violencia]. No tenía miedo y sigo sin tenerlo. Poco a poco me fui metiendo en temas de representación política, fui ganando popularidad y, con ella, seguridad y protección que, lógicamente, aumentaron cuando entré en la UA. Haber vivido lo que he vivido; conocer de primera mano el riesgo extremo me da hoy credibilidad para acercar a las autoridades a esos millones de jóvenes africanos que son perseguidos. Me ayuda a hacerles entender qué implica para la vida de las personas el recorte de derechos humanos.
Conocer de primera mano el riesgo extremo, me da hoy credibilidad para acercar a las autoridades a esos millones de jóvenes africanos que son perseguidos
P. ¿Es el activismo juvenil en África más activo que en Europa?
R. Hace 10 o 20 años le hubiera respondido que sí. Pero ahora gran parte del activismo juvenil en todo el mundo tiene una dimensión global. Grandes cuestiones como el racismo o el cambio climático mueven a millones de jóvenes sin importar mucho la procedencia. Lo que sí detecto –cuando algunas ONG juntan a jóvenes europeos y africanos– es esa actitud de que los africanos han de aprender de los europeos en cuanto a estrategias de movilización, liderazgo y relación con las instituciones. Y nosotros llevamos décadas organizándonos, a veces con soluciones muy creativas, precisamente como consecuencia de la represión. Los jóvenes europeos también pueden implicarse en causas africanas mediante campañas online, presionando a sus propios gobiernos para que se replanteen su política exterior y se pregunten cómo esta afecta a África.
P. Siendo el activismo virtual muy efectivo, sobre todo en cuanto a su capacidad de expansión y concienciación, ¿se pasa a otro nivel cuando se añade un componente físico? Quizá esos hombres mayores de los que me hablaba antes no presten mucha atención a lo que se cuece en redes sociales. Pero cuando ven a miles de personas en la calle, la cosa cambia.
R. Siempre digo que la Revolución de Túnez no fue la revolución de Facebook o Twitter. Logramos libertad cuando la gente se echó a la calle y murió por ella. Existe un relato sobre lo que ocurrió en mi país como si todo hubiera sido online, cuando lo que hicimos fue simplemente utilizar internet para el cambio social. Previamente, las redes sociales servían para socializar virtualmente y, como mucho, pasar a lo físico colgando invitaciones para una fiesta de graduación, cosas así. Nosotros empezamos a invitar a la gente a que acudiera en masa a una protesta.
La Revolución de Túnez no fue la revolución de Facebook o Twitter. Logramos libertad cuando la gente se echó a la calle y murió por esa libertad
P. Internet como herramienta poderosa, pero ni mucho menos única.
R. No hemos de olvidar que el 70% de África sigue offline. Si nos centráramos en el 30% online, no alcanzaríamos a esa gran mayoría que aún no tiene acceso a internet. Lo digital ayuda a organizarse para una acción que al final –sobre todo en las causas más a largo plazo– ocurre fundamentalmente mediante el contacto real, físico, con las comunidades locales.
P. Los movimientos más frenéticos o explosivos que tumban a gobiernos en poco tiempo, como ocurrió en Túnez o Sudán, tienen algo de impredecible. Un detonante enciende la llama y hace que se desborden frustraciones contenidas desde hace tiempo.
R. También me molesta ese relato del despertar, como si antes hubiésemos estado dormidos. En Túnez ya había habido intentos revolucionarios previos. ¿Qué cambió esa vez? Dos cosas. Primero, un punto de ignición que captó la imaginación de los ciudadanos. En nuestro caso fue Mohamed Bouazizi, el vendedor ambulante que se quemó a lo bonzo. Se convirtió en referente, en una metáfora de nuestras demandas: todos nosotros –veníamos a decir en las manifestaciones que siguieron a su muerte– también nos quemamos contra la corrupción y la brutalidad policial. Un segundo factor decisivo fue que se logró legitimidad internacional, con un apoyo explícito de líderes internacionales, en especial de Barack Obama.
P. El estallido en Sudán (y hasta cierto punto el de Túnez) también tuvo mucho que ver con su penosa situación económica: inflación bestial de productos básicos como el pan, falta de empleo y perspectivas para los jóvenes...
R. Cuando exprimes a tu pueblo en su día a día, cuando no tiene mucho por lo que vivir, ni mucho que perder... Pronto o tarde saldrá a la calle a protestar. La pobreza y la desigualdad económica unen al pueblo, a la gran mayoría. Y luego hay luchas más específicas, siempre con ese hilo conductor de los derechos humanos, en los que pueden volcarse los jóvenes: mutilación genital, acceso a la educación, movimientos por la paz, matrimonio infantil...
P. Usted se ha implicado en todas ellas. ¿En qué diría que ha tenido su activismo un mayor impacto?
R. No sabría decirle... Mi área predilecta han sido los asuntos de género, el feminismo, y creo que he contribuido al cambio de mentalidades y en cuestiones concretas, como una ley que teníamos en Túnez que permitía al violador casarse con su víctima. Pero ahora centro mi energía en intentar empoderar a los jóvenes para que ocupen los puestos de responsabilidad que merecen. Esa idea de coliderazgo intergeneracional que le comentaba y mediante la que puedo actuar de puente entre el activismo juvenil y el sistema institucional.
P. Su discurso contiene un fuerte elemento panafricanista. En ese sentimiento de fraternidad continental, ¿observa una brecha pronunciada entre el norte y el sur del Sahara?
R. Completamente. Cuando era estudiante, busqué becas en todo África y no podía acceder a ningún país subsahariano; tenía que ir a un país MENA [acrónimo inglés para referirse a Oriente Medio y el Norte de África]. Ocurre en el acceso a financiación, en los proyectos de desarrollo... Incluso en cumbres que se definen como “africanas”, pero obvian por completo al norte del continente. Recuerdo que estuve en Senegal y vi que, en Dakar, había una avenida con el nombre del primer presidente de Túnez, Habib Bourguiba. Al parecer, fue muy amigo del primer presidente de Senegal. Les unía una causa común: tu liberación es mi liberación.
P. ¿Es ese sentir más fuerte entre los jóvenes? Quizá su visión esté menos constreñida por fronteras o incluso divisiones raciales.
R. Diría que sí. En todos mis viajes por África encuentro a jóvenes que se enfrentan a los mismos desafíos: regímenes represivos (aunque en grados muy diferentes), estructuras institucionales postcoloniales... ¡La misma mierda en todos sitios! [risas]. Sé que hay gente que piensa: “¿Qué sabrá ella? El panafricanismo viene de Ghana, de Tanzania... ¡no de Túnez!”. Por eso insisto en mensajes ciertos y contundentes: compartimos un pasado colonial, afrontamos retos similares y unidos somos más fuertes.
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