El ágora que desaparece
La inteligencia artificial puede ayudarnos a recuperar el espacio público bajo la óptica del bien común
Algo fundamental se está desvaneciendo, casi imperceptiblemente, en el espacio público. Las aceras siguen llenas de gente, los parques también, pero si observamos, o mejor dicho, si medimos más de cerca, la trama sutil de las interacciones sociales parece haber cambiado. Se ha vuelto más escasa.
En Yale, Harvard y otras universidades estadounidenses hemos utilizado la inteligencia artificial para analizar diferentes espacios públicos en Nueva York, Boston...
Algo fundamental se está desvaneciendo, casi imperceptiblemente, en el espacio público. Las aceras siguen llenas de gente, los parques también, pero si observamos, o mejor dicho, si medimos más de cerca, la trama sutil de las interacciones sociales parece haber cambiado. Se ha vuelto más escasa.
En Yale, Harvard y otras universidades estadounidenses hemos utilizado la inteligencia artificial para analizar diferentes espacios públicos en Nueva York, Boston y Filadelfia, comparando grabaciones de los años setenta con vídeos tomados en los mismos lugares en años recientes. Los resultados, publicados en la revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), son sorprendentes. Hoy se camina más rápido y se interactúa menos. En un mundo en el que las pantallas y las plataformas digitales nos siguen a todas partes, el espacio físico —el real, el compartido— parece estar perdiendo su centralidad.
Sin embargo, las mismas tecnologías que parecen alejarnos de ese espacio podrían también ofrecernos la oportunidad de redescubrirlo. A través de la IA, podemos analizar grandes cantidades de datos sobre cómo las personas interactúan en los espacios urbanos, algo que antes era prácticamente imposible sin un enfoque manual y tedioso. En los años setenta, uno de los pioneros en este campo fue el estadounidense William Holly Whyte. Whyte filmaba durante horas plazas y parques de Nueva York, tratando de entender dónde se sentaban las personas, cómo se movían y qué les impulsaba a estar juntos. Los resultados fueron recopilados en un hermoso libro, The Social Life of Small Urban Spaces, que contiene intuiciones de profunda simplicidad: “Lo que atrae más a las personas, al parecer, son otras personas”. Whyte se centraba en soluciones concretas, como asientos móviles o luz natural. Sus ideas ayudaron a salvar importantes espacios públicos, como Bryant Park en Nueva York, transformándolos en lugares vivos y acogedores que hoy todos amamos. Antes analizar esas grabaciones requería meses de trabajo; hoy, gracias a la IA, el proceso se ha acelerado de manera radical.
En nuestro laboratorio de investigación hemos digitalizado las grabaciones originales de Whyte y las hemos comparado con grabaciones más recientes: desde Bryant Park hasta los escalones del Met de Nueva York, desde Downtown Crossing en Boston hasta Chestnut Street en Filadelfia. Usando estos materiales, entrenamos un modelo de inteligencia artificial similar al que emplean los autos sin conductor. Lo que antes requería meses, hoy se puede procesar en minutos. ¿Los resultados? Entre 1970 y 2010, la velocidad de los peatones ha aumentado un 15%. Las personas se detienen menos y los encuentros cara a cara se han reducido, incluso en los lugares que antes eran más animados. Las ciudades no se han vaciado, pero una parte de su alma parece haberse disuelto.
Las causas podrían ser múltiples. Ritmos laborales acelerados; tiempo libre fragmentado; uso excesivo de los teléfonos inteligentes, que nos encierran en universos paralelos digitales, alejados del fértil torbellino de la calle. Pero es justamente este desorden el que alimenta la cohesión social: el encuentro casual, el gesto amable hacia un desconocido, el juego compartido de niños que hablan diferentes lenguas. Si frecuentamos menos los espacios públicos, corremos el riesgo de perder la costumbre de confrontarnos con la diversidad, ejerciendo la ciudadanía en su sentido más pleno.
Y sin embargo, precisamente las tecnologías como la IA que nos empujan al aislamiento podrían también revelarse como un antídoto inesperado. Los algoritmos de las redes sociales funcionan porque ponen a prueba continuamente lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Con la IA podríamos hacer algo similar con el espacio público, asignando a cada plaza una especie de “Holly Whyte digital”: un observador incansable capaz de evaluar los efectos de cada modificación y sugerir posibles ajustes, en un proceso evolutivo continuo.
¿Qué muebles favorecen el encuentro? ¿El verde y el agua pueden mejorar el confort? ¿Los juegos y las actividades sociales pueden ayudar a romper el hielo entre desconocidos? A través de intervenciones de lo que se denomina acupuntura urbana —por ejemplo, bancos móviles, pequeñas fuentes, nuevos caminos sombreados— podemos hacer que la ciudad evolucione como un organismo vivo, en un ciclo continuo de prueba, observación y ajuste. Los diseñadores no deben temer a las nuevas herramientas digitales. Si se utilizan de manera consciente, pueden ayudarnos a resolver viejos problemas urbanos. Sin embargo, debemos darnos reglas. ¿Cuáles?
Primero, humildad. El espacio público del pasado no era perfecto: a menudo excluía a mujeres, minorías, personas con discapacidad. No debemos idealizarlo. Pero tampoco debemos sacrificarlo en favor de una visión tecnocrática en la que los datos lo deciden todo. La IA puede indicar posibles direcciones, pero no definir valores.
Luego, curiosidad. El espacio público es algo vivo: responde al clima, a la luz, a la estereometría. A veces basta una fuente en una tarde calurosa para transformar una zona anónima en un punto de encuentro. En un estudio reciente en Milán descubrimos que el respeto al límite de 30 kilómetros por hora depende más de la forma de las calles que de los carteles. Es el diseño lo que nos guía, no la norma.
Por último, la adaptación al cambio climático, que se impone con fuerza. El sur de Europa se está calentando, pero muchas de nuestras plazas siguen diseñadas para un clima que ya no existe. En Sicilia se cultiva mango, pero faltan sombra y ventilación. Ciudades como Singapur nos enseñan la importancia del uso sabio de la vegetación, el agua y las superficies reflectantes. Si el clima cambia, también deben cambiar los espacios que habitamos.
El reto más profundo, sin embargo, es cultural. Durante demasiado tiempo hemos diseñado la vida pública desde escritorios alejados de la calle. Hoy, gracias a la tecnología, podemos volver a observarla de cerca; probar, corregir y cuidar de ella. Porque el espacio público no debe optimizarse: debe ser amado. El ágora no ha desaparecido. Simplemente necesita ser repensada. Y, tal vez, gracias a la IA, podamos volver a escuchar algo más que se ha olvidado: la frágil y esquiva sinfonía del bien común.