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La conga del alto el fuego en Gaza

Podemos celebrar que por unas horas se deje de matar niños; pero confundir ese paréntesis con la paz es de una frivolidad que ni el más ingenuo de los activistas se permitiría

En un artículo titulado La tristeza del alto el fuego, publicado en EL PAÍS el pasado día 9, el filósofo Santiago Gerchunoff sugiere que quienes no aplauden con entusiasmo la tregua en Gaza son unos egoístas incapaces de alegrarse por la paz y prefieren su causa a la felicidad ajena. Se trata de occidentales expuestos a una súbita pérdida de sentido. “Lo que podría extinguirse con el alto el fuego” —...

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En un artículo titulado La tristeza del alto el fuego, publicado en EL PAÍS el pasado día 9, el filósofo Santiago Gerchunoff sugiere que quienes no aplauden con entusiasmo la tregua en Gaza son unos egoístas incapaces de alegrarse por la paz y prefieren su causa a la felicidad ajena. Se trata de occidentales expuestos a una súbita pérdida de sentido. “Lo que podría extinguirse con el alto el fuego” —escribe Gerchunoff— “es la urgencia de su causa”. Permítaseme, con el debido respeto, el gusto de discrepar.

Gerchunoff no podía saber que, pocas horas después de mandar su artículo, Israel traicionaría la tregua bombardeando el sur de Gaza, aunque quizá recordaba que ya ha torpedeado seis acuerdos de paz y que, hace solo un mes, llegó a bombardear el edificio de Qatar en que se producían las negociaciones. ¿Tan grosera es una cierta cautela? Porque que la suya es, ante todo, una exigencia de modales. Vuelve preceptivo agarrar el matasuegras, aunque la ocupación se perpetúe y los muertos sigan calientes, por una cuestión de urbanidad.

No creo que estemos obligados a bailar y cantar, so pretexto de que, quien no repita al estribillo y se atreva a sospechar que bajo la alfombra aún se esconden los huesos de miles, será un cínico y una mala persona. No veo razonable dar palmas mientras la ocupación siga en pie, mientras los tanques no se retiren del todo, en vez de cambiar de posición, y el control de Gaza dependa del capricho de quien bombardea y reparte arroz el mismo día. Me cuesta ver un milagro humanitario, y no una medida colonial, en la estampa de Tony Blair —el mismo que bendijo Irak— como gobernador de Gaza. Puedo celebrar, y lo hago, que por unas horas se deje de matar niños. Pero confundir ese paréntesis con la paz, o exigir que los demás bailen de puro contento, es de una frivolidad que ni el más ingenuo de los activistas se permitiría. Somos muchos los que celebramos la tregua, pero no nos hagan aplaudir y, mucho menos, bailar la conga.

Algunos periodistas han recordado estos días La banalidad del bien, el ensayo que escribí contra el exhibicionismo moral hace un par de años, y varios lo han usado como munición contra los activistas de la Flotilla de la Libertad. Me sorprende que se insista con tanta suficiencia en que se sumaron a la causa por chupar cámara (como si la causa fuera de nuevo cuño: la Naqba tiene casi ochenta años) y que no se jugaban nada, como si diez activistas no hubieran muerto en 2010, cuando la primera Flotilla fue abordada a tiros en alta mar. No escondo que el activista es, en general, una figura que me atrae poco. Pero su sino es, en puridad, hacer ruido, atraer titulares, exhibirse. Como el cantante de ópera, el activista vive del escenario.

Sea como fuere, en el citado libro abordo la distinción sartreana entre revolucionario y rebelde. El revolucionario lucha para que la dominación cese; el segundo, en cambio, solo quiere seguir rebelándose, y por esa razón no quiere que nada cambie. Esta distinción, que tiene su parte de verdad (véase los jubiletas que hicieron de la independencia de Cataluña un plan dominical durante años), puede volverse un veneno si se aplica a troche y moche. Si cada causa se juzga negocio, ¿habremos de concluir que María Corina Machado, reciente premio Nobel, levanta la voz porque vive del conflicto? Siguiendo la misma lógica, ¿hemos de reprochar a los activistas de derechos humanos que no desean la paz en Ucrania porque les apaga el foco?

En un cuento que lleva por título El ahorcado, Josep Pla narra la peripecia de un matrimonio muy prudentito que se encuentra a un tipo colgando del árbol, todavía con vida. Lo bajan, lo meten en casa y lo cuidan. Para su sorpresa, cuando se restablece descubren que les cae fatal, así que finalmente deciden devolverlo a la horca. El cuento puede leerse como una sátira de aquellos que ante ciertas cuestiones entonan el no meneallo, el nothing to see here de las películas de Hollywood. ¡Circulen, circulen! Mucho me temo, así las cosas, que hoy nada irrita más que un aguafiestas a quien pretende que la alegría sea obligatoria.

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