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Todo el dolor del mundo

Es el sufrimiento fortuito y la desgracia espontánea lo que quebró la esperanza de tantos

Es posible que Platón tuviera razón. De lo contrario, resulta difícil comprender de dónde proviene la angustia que nos invade cada vez que contemplamos el mundo. A menos que mantengamos los ojos cerrados o que el umbral de tolerancia haya arrasado nuestra sensibilidad, tarde o temprano tendr...

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Es posible que Platón tuviera razón. De lo contrario, resulta difícil comprender de dónde proviene la angustia que nos invade cada vez que contemplamos el mundo. A menos que mantengamos los ojos cerrados o que el umbral de tolerancia haya arrasado nuestra sensibilidad, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos a un dolor inexplicable. En ocasiones, ese daño ni siquiera será nuestro y la vida ejercerá un paradójico favor haciéndonos simples espectadores de la desgracia. Pero esa agonía y ese desgarro también nos pertenecen. O deberían pertenecernos.

El daño que causamos los seres humanos es perfectamente comprensible. La violencia, la guerra y tantas formas de horror pueden aplastarnos, pero no nos desconciertan. Nuestra naturaleza, a la vez brutal y misericordiosa, explica hasta el peor de los crímenes o el más cruento de los delitos. Basta conocernos un poco para saber que el mal que surge de la mano de un hombre, o de su boca, tiene muy poco de extraordinario, por superlativo que sea.

Son otras las desgracias que desafían la lógica que gobierna el mundo. Es el sufrimiento fortuito y la desgracia espontánea lo que quebró la esperanza de tantos al constatar que Dios no podía ser a la vez poderoso y bueno mientras ciertas cosas sigan ocurriendo. La enfermedad de un niño, la fragilidad castigada por el azar de un inocente o la fortuna torcida que trae una tragedia inmerecida asaltan no sólo nuestra sensibilidad moral, sino también nuestra capacidad de intentar comprender lo que sucede.

El mal sin causa añade a su estricta crueldad el agravante siniestro de lo inexplicable. Además de doler y hacer sufrir, hay desgracias que impugnan el orden natural de las cosas. Lo peor es que, entonces, el universo calla; y los pájaros, que diría Juan Ramón, se quedarán cantando. Pero si este fuera el único mundo y no tuviera nada con lo que medirse, tan absurdo sería concluir que la realidad es cruel como afirmar que nuestra existencia es templada o fría. Todo depende de aquello con lo que se la compare.

Y, pese a todo, sabemos que este mundo es injusto. Y si es despiadado, insoportable e imperfecto, es porque en el alma de todo ser humano persiste la imagen de otro lugar distinto donde, acaso un día, imperaron el bien, la verdad y la belleza. Platón explicaría nuestra indignación y nuestra rabia recordándonos que sabemos de aquel mundo perfecto porque una vez lo contemplamos, aunque lo hayamos olvidado. Ojalá el ateniense tenga razón. Y, sobre todo, ojalá algún día podamos regresar.

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