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Universidad para princesas

No me atrevo a valorar si la decisión de mandar a la infanta a un centro privado es acertada, pero sí lamento que tantas personas de especial relevancia renuncien a que sus hijos se formen en instituciones públicas

A cada familia le corresponde decidir dónde deben estudiar los hijos. Y cuando se es adolescente, ni qué decir tiene si ya se han cumplido los 18, la opinión propia resulta determinante a la hora de trazar el rumbo de la formación académica. Este principio también es válido para reyes, presidentas o para cualquier persona que tenga una misión singular dentro del Estado.

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A cada familia le corresponde decidir dónde deben estudiar los hijos. Y cuando se es adolescente, ni qué decir tiene si ya se han cumplido los 18, la opinión propia resulta determinante a la hora de trazar el rumbo de la formación académica. Este principio también es válido para reyes, presidentas o para cualquier persona que tenga una misión singular dentro del Estado.

La infanta Sofía estudiará Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en el Forward College, una institución creada en 2021. No es una universidad con siglos de solera y, dada su reciente fundación, ni siquiera aparece en las clasificaciones que miden la calidad de los distintos centros. Tampoco es una institución pública.

Soy consciente de las exigencias especiales a las que ya está sometida la infanta. Y es muy probable que la experiencia internacional que le procurarán sus estudios (el grado se imparte en Berlín, París y Lisboa) le brinde saberes útiles y provechosos. Pulirá su acento en lenguas extranjeras, redondeará las habilidades blandas que definen a los hijos de las aristocracias globales y estará más protegida de fotografías incómodas.

Insisto en que cada familia puede decidir cómo se forman sus miembros, pero es innegable que la elección de doña Sofía, como todo lo que toca a la monarquía, tiene una reveladora carga simbólica. De hecho, ese simbolismo y la dramaturgia inherente a la Corona son algunas de las razones más sólidas para justificar su utilidad y su vigencia. No me atrevo a valorar si la decisión es acertada, pero sí lamento que tantas personas de especial relevancia renuncien a que sus hijos se formen en instituciones públicas. Les ocurre a ministros y a altos cargos de todos los gobiernos, y también le sucede a la familia real.

Participar de la educación pública no solo sería un gesto de complicidad civil, sino que le procuraría a nuestra infanta la posibilidad de conocer de primera mano, y sin distinción de clase, a los conciudadanos a los que tendrá que servir. Sospecho que compartir aula, lecturas y biblioteca —pero también cafetería y hasta aseos— con los españoles de su generación le permitiría entender este país mejor que ningún ensayo.

España sería un lugar mejor si quienes ostentan las grandes magistraturas del Estado llevasen a sus hijos a la educación pública. No solo por convicción, sino porque entonces existiría un interés urgente y vinculante, así fuera en defensa propia, por consolidar una red de instituciones públicas que fueran de verdadera élite.

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