Rendirse en primavera
Conviene detener los relojes, no forzar, pero casi nadie puede hacerlo: es imposible no desvanecerse ante la dificultad y el desaliento
Siempre sucumbimos a la primavera. Entre los últimos estertores del invierno y los primeros ardores del verano, el limbo se hace sentir como una fiebre cansina y crepuscular. El clima indefinido impide que la vida entre con fuerza. Ajustarse a la tibieza es difícil. El ánimo se desbarata y el cuerpo lo sigue como un perro anémico. Conviene detener los relojes, no forzar, pero casi nadie puede hacerlo: es imposible no desvanecerse ante la dificultad y el desaliento. “La buena vida llega sin aviso: / erosio...
Siempre sucumbimos a la primavera. Entre los últimos estertores del invierno y los primeros ardores del verano, el limbo se hace sentir como una fiebre cansina y crepuscular. El clima indefinido impide que la vida entre con fuerza. Ajustarse a la tibieza es difícil. El ánimo se desbarata y el cuerpo lo sigue como un perro anémico. Conviene detener los relojes, no forzar, pero casi nadie puede hacerlo: es imposible no desvanecerse ante la dificultad y el desaliento. “La buena vida llega sin aviso: / erosiona los climas de la desesperación / y se presenta, a pie, de incógnito, sin ofrecerte nada, / y vos estás ahí”, escribió Mark Strand. Pero estar ahí cuando la buena vida llega requiere de paciencia y fe, que es todo lo que se pierde en esas jornadas inanes. Padecen los pintores y los poetas a los que no se les ocurre nada, los hombres de la NASA que se enredan incluso con cálculos sencillos, los deportistas cuyos músculos no responden, los filósofos que no pueden pensar, los abuelos que no tienen ganas de ver a sus nietos. Son días en los que la actitud preferida sería no vivir. No tiene que ver con el deseo de muerte, sino con el de pasar por alto, hacer paréntesis. Dice Ezra Pound, en una frase que sirve para los que escriben y también para los pasteleros: “El tránsito de la recepción de los estímulos a su plasmación, a su registro, es lo que requiere la energía de toda una vida”. Pero la energía desaparece en esos días. La perspectiva de estar así a la mañana siguiente se torna insoportable. Lo único que se puede hacer es elevar una plegaria iracunda, un reclamo sin destinatario como el que hizo Robert Frost cuando dijo: “Sumario de plegaria: Señor, hazme caso a mí”. Antes, mucho antes de que llegue el verano y, con él, el carácter definido de las cosas, hay días en los que nos quedamos sin la piedad de nadie. Puede suceder en primavera, pero las puertas de ese infierno están abiertas todo el año.