Columna

Padres nuestros que estáis en los cielos

Una sociedad que contempla las flaquezas y errores de quienes les preceden y los acepta es una sociedad mejor pertrechada contra los demagogos y los patriotas

Jubilados en el Parque del Retiro en Madrid.FOTO: Jaime Villanueva

Matar al padre siempre fue una afición de hijos crecederos. Sin ella, los escritores de tragedias no habrían tenido material de trabajo. Los hijos llevan matando a los padres desde que existen los padres, pero el homicidio no se convirtió en mandato generacional hasta que los del Mayo del 68 se liaron a adoquinazos. Desde entonces, a los pobres padres nos les ha quedado otra que recibir estopa, de las canciones de los Rolling Stones al OK Boomer.

La literatura antipadres ha tenido un prestigio lógico, con esa Carta al padre de Kafka como texto sagrado para quienes echan la...

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Matar al padre siempre fue una afición de hijos crecederos. Sin ella, los escritores de tragedias no habrían tenido material de trabajo. Los hijos llevan matando a los padres desde que existen los padres, pero el homicidio no se convirtió en mandato generacional hasta que los del Mayo del 68 se liaron a adoquinazos. Desde entonces, a los pobres padres nos les ha quedado otra que recibir estopa, de las canciones de los Rolling Stones al OK Boomer.

La literatura antipadres ha tenido un prestigio lógico, con esa Carta al padre de Kafka como texto sagrado para quienes echan la culpa de sus defectos a papá. En consecuencia, la literatura propadres cotizaba bajito en el mercado artístico, sobre todo desde que Tolstói sentenció, falaz, que todas las familias felices se parecen, como si esos parecidos las hiciesen menos dignas, insípidas, inenarrables.

He leído seguidas dos novedades literarias que son cartas de amor a un padre muerto: El secreto de Marcial (premio Nadal), de Jorge Fernández Díaz (“el Bueno”, apostillamos los amigos, para distinguirlo del exministro), y Lo que permanece, de Margarita Leoz. Cada uno, a su manera, vindican la figura de unos padres currantes, aparentemente sencillos, amorosos con reparos y muy representativos de sus generaciones respectivas: los emigrantes asturianos de posguerra, en el caso de Fernández Díaz; la clase media navarra del desarrollismo, en el de Leoz.

Ambos libros son excelentes, con “ese soplo errático y profundo de los hechos ciertos relatados sin guion ni pudor ni maquillaje”, como dice Fernández Díaz, y más allá de sus méritos, parecen pequeñas luces de cambio. La literatura suele avanzar, de forma inconsciente, lo que más tarde se normaliza en la sociedad. ¿Y si matar al padre ya no es un mandato categórico? ¿Y si los nuevos tiempos exigen una mirada compasiva, libre de vitriolo y venganzas?

He escrito en muchos sitios que mi generación ha sido políticamente injusta con los reproches a sus padres. No ha sido la única en comportarse así, pero sí de las más melodramáticas. Poco a poco, percibo un cambio de actitud. Se abre paso un intento de comprensión del que estos dos libros seguramente sean vanguardia. Una sociedad que contempla las flaquezas y errores de sus padres, y en vez de montarles un juicio popular o perdonarlos cristianamente, se decide por aceptarlos tal cual fueron, sin moralejas, es una sociedad mejor pertrechada contra los demagogos y los patriotas. Alguien que comprende quién fue su padre a ras de suelo, sin subirlo a un patíbulo ni a un pedestal, difícilmente caerá en la seducción del resentimiento.

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