Un nuevo mandato, una nueva era
Estamos contemplando un derrame generalizado de violencia ejercida con total impunidad. La (ultra)derecha caníbal frente a la cámara: la deglución del otro más débil, el encumbramiento mezquino del poderoso, y el opaco silencio de los que miran
La toma de posesión de Trump no se hace al aire libre porque el frío es tan intenso que puede matar. Temperaturas gélidas, muy por debajo de cero, parcialmente causadas por el vórtice polar, que contrastan con el ardor de los incendios de Los Ángeles, cuya ceniza aún sobrevuela buena parte del ...
La toma de posesión de Trump no se hace al aire libre porque el frío es tan intenso que puede matar. Temperaturas gélidas, muy por debajo de cero, parcialmente causadas por el vórtice polar, que contrastan con el ardor de los incendios de Los Ángeles, cuya ceniza aún sobrevuela buena parte del país. Ceniza y hielo para el nuevo presidente, negacionista climático. Ceniza y hielo sobre los tejados de una Casa Blanca que, de manera insólita en este tipo de actos, recibirá a líderes extranjeros. De nuestro país, asistirá Santiago Abascal, aunque es cierto que en la internacional reaccionaria la idolatría ya no parece tan importante: se retroalimenta de odio. Qué se puede esperar del primer presidente convicto de la historia de Estados Unidos; de quien lo ha ganado todo —las dos Cámaras, el voto popular—; de quien logró alterar, a su favor, la composición del Tribunal Supremo y ahora este organismo le garantiza inmunidad frente a distintas tropelías, como confirmó en una sentencia. Qué se puede esperar de quien amenaza con tomar por la fuerza militar Groenlandia, un territorio perteneciente a una nación miembro de la Unión Europea y la OTAN, es un misterio que iremos resolviendo poco a poco, probablemente con ciertas dosis de violencia y chantaje económico; probablemente, el mundo no vuelva a ser nada parecido a lo que conocemos cuando hayan transcurrido los próximos cuatro años.
La diferencia entre ese futuro tenebroso y el pasado imperfecto, pero aún sujeto a ciertos goznes, la expresó el propio Trump hace unos días: “En mi primera legislatura, todo el mundo se enfrentaba conmigo; ahora, todos quieren ser mis amigos”. El republicano se refería a los amores fogosos que suscita entre los magnates del sector tecnológico, aunque, sin darse cuenta, estaba proporcionando las claves del paradigma político y emocional contemporáneo: la normalización de la ultraderecha. Si pensamos en el asalto al Capitolio, podrán venir a nuestra mente recuerdos de cómo reaccionó el sistema judicial —invalidando, caso tras caso, el intento de conteo falso de los votos—, o los medios de comunicación, algunos de los cuales retiraron el micrófono al mandatario para evitar su incontenible mendacidad y nuevas conspiraciones. Ahora, efectivamente, algo ha cambiado. Ha cambiado nuestra tolerancia hacia el mal; se ha expandido la impasibilidad que profesamos ante al dolor ajeno; se ha agigantado, también, la permisividad social con la desigualdad hasta el punto de que algunos cuestionan la injerencia de Elon Musk en las soberanías europeas o su influencia en los comicios presidenciales a través de X, pero no el hecho de que sea cien-mil-millonario. En otras palabras: sería necesario indagar en por qué nuestra sociedad permite tal acumulación obscena de capital y poder, antes de criticar en qué medidas específicas se materializa esta injusticia.
Todos quieren ser mis amigos porque va calando, gota a gota, un modo de estar en el mundo cada vez más agresivo y vil, que desdeña la diplomacia y ensalza la fuerza bruta como matriz del sentido. Es el mismo mundo donde la moral es motivo de escarnio público y más vale presumir de maldad, corrupción, o narcisismo; donde el tablero geopolítico sigue imponiendo un juego de bombas y sangre que ha segado la vida de, al menos, 46.000 palestinos, y vulnera los derechos humanos más allá del alto el fuego acordado recientemente. Decía el filósofo Michel Foucault que la violencia en la época actual gozaba de invisibilidad. En concreto, contraponía las crueles lecciones de ejemplaridad medievales —por ejemplo, quemar herejes en la plaza del pueblo— a un sistema basado en la burocratización del castigo, oculto tras sanciones administrativas o tiempo penitenciario, y más preocupado por gestionar la vida —biopolítica— que por dar muerte. Lástima que esa categorización se haya quedado obsoleta, porque lo que estamos contemplando es un derrame generalizado de violencia ejercida con total impunidad en el escaparate espectacularizado de la incomunicación digital. La (ultra) derecha caníbal frente a la cámara: la deglución del otro más débil, el encumbramiento mezquino del poderoso y, finalmente, el opaco silencio de los que miran y callan indolentes.
Ahora, debemos prepararnos no solo para ver ampliado el umbral del dolor colectivo, sino también para defender una democracia que estorba a las élites y convence cada vez a menos gente. Debemos anteceder que habrá impulsos cruzados entre el eje Washington-Moscú para amedrentar al Estado de derecho y que sus ecos hallarán fertilidad en suelo patrio, siempre predispuesto a replicar la barbarie foránea con acento local. Debemos practicar una memoria radical proyectada hacia un futuro sediento de demencia y, si somos capaces, evitar normalizar esa muerte ubicua que regresa como un fantasma a visitarnos —en Gaza, pero también en forma de dana criminalmente gestionada o falta de atención sanitaria—, y busca instalarse en los entresijos de nuestras rutinas, tan aceleradas. Ceniza y hielo actúan como augurios de una era en la que cada gesto de disidencia abre una ventana allá donde otros quieren construir un muro, lanzar un cohete, o derruir hasta los cimientos todas las casas.