El error de dar las cosas por hechas

La extrema derecha, que se maneja bien en las redes sociales, ha sabido instalar en muchos jóvenes una imagen contracultural, casi revolucionaria

Jóvenes en una manifestación contra el Gobierno de Pedro Sánchez. SERGIO PEREZ (EFE)

Tengo 41 años. No viví la dictadura ni la Transición. Crecí dando por hecha la irreversibilidad de algunas cosas, como la democracia. Se podía ir de una dictadura a una democracia, pero era impensable que fuera al revés. Crecí dando por hechas la seguridad social y la atención sanitaria universal y la educación pública y las becas, con las que me saqué la carrera. Crecí creyendo en una idea de Europa que iba siempre hacia adelante. Me hice mayor con los años: aprendí que lo único en lo que no se puede retroceder es en eso de envejecer. He dejado de dar por hechas las cosas.

El otro día,...

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Tengo 41 años. No viví la dictadura ni la Transición. Crecí dando por hecha la irreversibilidad de algunas cosas, como la democracia. Se podía ir de una dictadura a una democracia, pero era impensable que fuera al revés. Crecí dando por hechas la seguridad social y la atención sanitaria universal y la educación pública y las becas, con las que me saqué la carrera. Crecí creyendo en una idea de Europa que iba siempre hacia adelante. Me hice mayor con los años: aprendí que lo único en lo que no se puede retroceder es en eso de envejecer. He dejado de dar por hechas las cosas.

El otro día, un diputado de Vox dijo en el Congreso que, “gracias a las redes sociales, muchos jóvenes están descubriendo que la etapa posterior a la Guerra Civil no fue oscura, como nos vende este Gobierno, sino una etapa de reconstrucción, de progreso y de reconciliación para lograr la unidad nacional”. Esta semana, la encuesta que publicaron la SER y EL PAÍS constataba que, para los jóvenes de entre 18 y 24 años, la primera opción política (30%) es la abstención o el voto nulo o en blanco y la segunda es Vox, con el 29,9%. Es decir: en esa franja de edad, el partido más votado sería el de Santiago Abascal, que apenas recibe el 9% de respaldo entre las personas de más de 65 años.

Ese mismo barómetro, elaborado por 40dB., ha dejado a lo largo del año otros titulares. En vísperas del 8 de marzo, advertía de que la mayor brecha entre las mujeres y los hombres se daba, precisamente, en la llamada generación Z, donde está el mayor porcentaje de chicas que se declaran feministas (66%) y el menor porcentaje de chicos que asumen esa definición (35%). Son los chicos que acaban de estrenar la mayoría de edad quienes menos piensan que haya machismo en la sociedad o que exista desigualdad en el trabajo. En septiembre, otra entrega de 40dB. señalaba que el apoyo a la democracia se reducía entre los más jóvenes y que el 25% de los adultos de menos de 26 años entendían que el autoritarismo podía ser preferible a la democracia “en algunas circunstancias”. También ahí era notable la diferencia, puesto que ese porcentaje se quedaba en el 18% en el caso de ellas.

Decía aquella encuesta de septiembre que la mayoría de los españoles comparte el juicio de que la democracia se está deteriorando y no funciona bien, que no sienten que haya un partido que les represente. Es una constatación general, esa de que la democracia se descascarilla mientras emergen autoritarismos en mitad de todas las incertidumbres globales, desde las políticas a las tecnológicas, con el uso de la inteligencia artificial. La democracia es a menudo enrevesada y lenta, y más si se la compara con los eslóganes expeditivos que proponen líderes que se presentan como hombres fuertes y desacomplejados.

La extrema derecha, que se maneja bien en las redes sociales, ha sabido instalar en muchos de los nuevos electores una imagen contracultural, casi revolucionaria. Como si ellos fueran los únicos que nombran la verdad o quienes, llegado el caso, pudieran hablar de hombre a hombre. Les ha funcionado, al menos en parte. Para muchos de sus votantes —entre ellos, los más jóvenes—, el feminismo, el respeto a la memoria histórica o la lucha ante la evidencia del cambio climático son banderas woke, una especie de buenismo doctrinario. Tras su estrategia de despreciar a los medios y entre bulos pensados para que nadie crea ya nada, las candidaturas ultras han convertido al consenso en sospechoso y han seducido a futuros electores en un escenario en el que una cuarta parte de los jóvenes entenderían un sistema autoritario en determinados supuestos. El tablero, entonces, ya no separará izquierdas y derechas. Si la degradación de la democracia prospera, la distinción será entre democracia y autoritarismos, porque ser demócrata será una opción.

A mí la idea de generación no me gusta. Me parece injusta, como toda generalización: hay gente de 20 años que comparte luchas con sus mayores, y al revés. El año en que se nace es antes un azar que un criterio, porque además mete en el mismo saco a quienes defendieron una causa y a quienes se opusieron a ella. En una generación hay personas de todo tipo; pero, puestos a ver las diferencias por edades, es evidente que existe una desconexión creciente de los más jóvenes con el sistema, acompasada con una sustitución de referentes por influencers. Y uno puede escribirlo varias veces, y comentarlo. Y decir que ocurre en todas partes, y que es producto de las redes sociales y de Tiktok, y que el mundo avanza en esa dirección: hacia la reversibilidad de lo que parecía irreversible. Uno puede pensar —con cierta soberbia— que el fenómeno es Donald Trump, en vez de cuestionarse si Trump no es el resultado: el fenómeno son las razones por las que millones de electores secundan su discurso en esa y en otras partes del mundo. El voto a favor casi siempre es contra alguien.

Toca, entonces, hacerse preguntas, que serán incómodas porque son a nosotros mismos: en qué momento sintió tanta gente que el sistema les fallaba o sintieron que nadie les representaba. Por qué a tantos les dejó de seducir la democracia y por qué algunos conquistaron entre bromas palabras que no tenían dueño ni condición, como libertad, mientras otros daban lecciones morales que requerían una coherencia agotadora. En qué momento, nos podríamos preguntar, los medios dejamos de parecer una propuesta fiable a tanta gente: qué encontraron en otros canales que no les supimos dar y por qué algunas lecciones de la historia son para tanta gente una versión de parte en lugar del relato contrastado de los hechos. Por qué las opiniones, en fin, corren más que los datos.

Hay batallas que doy por perdidas, con lo que me vuelve a pasar lo de dar por hechas las cosas. Miles de personas han decidido creer e ignoran a los medios o los ponen bajo sospecha mientras confían en los mensajes que llegan a sus teléfonos. Es un fenómeno que va en paralelo al descrédito de la democracia, pero su alcance no significa que no se pueda hacer nada para recuperar la confianza. Hace falta la información igual que hace falta el agua potable. En realidad, hace más falta que nunca.

Se necesitan sitios que no crispen, que reconozcan al otro y se interesen por él. Que construyan comunidad, que es lo que estaba en la base de la sociedad democrática. En vez de eso, el mundo se organiza en burbujas —generacionales o no— que no se escuchan porque no se entienden, que cohabitan sin convivir y saben unas de otras por reels o por encuestas, como acabo de demostrar. Quizá la respuesta esté en recobrar un sentido camusiano del deber, por el que cada uno haga desde su posición lo que debe hacer. Sin lecciones, solo con el ejemplo. Empezando por buscar, con honestidad y sin prejuicios, la manera y el lenguaje para hacer llegar el atractivo de aquello que, si no era el mejor sistema, era mejor que sus alternativas. Quedarse en nuestro sitio y hacer lo que nos toca puede ser un avance.

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