Las madres de los veinte
El estado de una sociedad puede medirse por muchos parámetros que no salen en las encuestas, y uno de ellos es a qué le tiene miedo una madre
Hace un par de semanas, Elvira Lindo publicó una columna titulada Las madres de los ochenta. En ella hablaba de que igual esas madres que esperaban a sus criaturas con el Fortuna en la mano a la salida de la guardería y luego les daban un Cola Cao en lugar de bizcocho de avena eran un desastre. Pero que los niños que criaron entonces añoran hoy esos tiempos más despreocupados. Ella, por su parte, también confesaba sentirse aliviada por haber sido madre en aquellos años y no ahora....
Hace un par de semanas, Elvira Lindo publicó una columna titulada Las madres de los ochenta. En ella hablaba de que igual esas madres que esperaban a sus criaturas con el Fortuna en la mano a la salida de la guardería y luego les daban un Cola Cao en lugar de bizcocho de avena eran un desastre. Pero que los niños que criaron entonces añoran hoy esos tiempos más despreocupados. Ella, por su parte, también confesaba sentirse aliviada por haber sido madre en aquellos años y no ahora.
Y yo, que no fui madre sino hija una década después, en los noventa, no pude evitar sonreírle al periódico desde la entradilla hasta el punto y final. En apenas cuatro párrafos estaba buena parte de mi infancia: el Pequeño País, las camisetas de Extremoduro de mi tío José Mari, Manolito Gafotas, Bola de dragón, los padres que te recogen del colegio con el piti en la boca, los que se divorcian. También estaban algunas de las dinámicas a las que me estoy teniendo que enfrentar ahora como madre, como la tendencia a apuntar a los críos a chino y a robótica, a escalada y a judo, a pintura y a música, y cuando el crío dé signos de agotamiento, a yoga infantil para que se relaje. O los retos que afrontamos los que tenemos niños: la adicción a las pantallas, el acceso al porno cuando aún tienen edad de creer en los Reyes, la depresión y la ansiedad en chavales cada vez más jóvenes, que el suicidio sea la primera causa de muerte entre los 12 y los 29 años.
Leyendo a Lindo pensaba en otra gran escritora, mucho mayor que ella pero que también fue madre en los ochenta aunque no pariera a sus hijos en esa década: Carmen Martín Gaite. Perdió al primero a los pocos meses de nacer por una meningitis y su segunda hija, Marta, no llegó a cumplir los 30: se enganchó a la heroína y murió poco después a causa del VIH.
Rápidamente caí en una de esas trampas recurrentes cuando uno compara una generación con otra, en este caso de madres: elegir un fenómeno aislado y ponerlo en una balanza a ver cuanto pesa. Y, tras ello, censurarme porque de qué me iba a quejar yo, si las que fueron madres en los veinte del siglo pasado vieron cómo sus hijos se mataron en una guerra entre hermanos y las que lo fueron en los sesenta sufrieron que la heroína se llevara a los suyos. Después pasé a hacerme preguntas ridículas que nunca formularía en alto y cuya respuesta ni siquiera me atrevo a pensar: ¿es mejor que los críos crezcan sin libertad y sin pan o sin sentido? ¿Es mejor perder un hijo en una guerra, por una adicción o que se mate a sí mismo? El estado de una sociedad puede medirse por muchos parámetros que no salen en las encuestas, y uno de ellos es a qué le tienen miedo las madres.
Las que parieron a sus críos en los últimos ochenta y noventa, como Elvira Lindo o mi madre, no parecían tener demasiados. José María Aznar les decía que España iba bien; Fukuyama, que estaban viviendo el fin de la historia; y su experiencia, que la realidad era una línea recta y ascendente y el progreso, algo palpable e indiscutible. Quizá es esa confianza y su esperanza en el porvenir lo que añoramos sus hijos. La intuición de que nos criaron en tiempos más sencillos, quizá no de vivir, pero sí de comprender. Aún no habitábamos esa paradoja que expone C. S. Lewis y que queda patente en algunas de las preocupaciones de los padres actuales (la adicción al porno, al azúcar o a las pantallas, la hipersexualización de las niñas, la salud mental): que cuando uno está al borde de un precipicio, lo más progresista es dar dos pasos para atrás.