La alquimia del periodismo
Los medios se adaptan a las lógicas de las mismas redes sociales que se vanaglorian de destruir su influencia, mientras los lectores siguen exigiendo rigor, imparcialidad e independencia
“Yo me informo por X”, reivindica un viejo amigo que no ha cumplido aún los 50. Más que una confesión es un alarde provocador de sinceridad. Porque los medios no son independientes, insiste. Porque solo hay que ver una rueda de prensa de Pedro Sánchez, continúa. Porque no hay nadie crítico con el poder, asevera. Porque todos lo hacen igual de mal, remacha. Porque patatas, resuena en la cabeza de quien escucha, que solo verbaliza una pregunta: “¿Pagas por informarte a través de algún medio de comunicación?”. El “no” a modo de respuesta no sorprende a nadie.
La conversación resuena en la cabeza una mañana cualquiera de lunes, cuando suena con urgencia el teléfono móvil a las siete de la mañana. Los cuatro muertos en un accidente de autobús en Francia con los que se cerró la jornada, ya de madrugada, se han convertido por arte de magia en dos. ¿Qué ha pasado? ¿Son cuatro o son dos? “¿Alguna es capaz de argumentar cómo ha ocurrido?”, se pregunta otra periodista en uno de esos grupos de WhatsApp siempre en ebullición. Por toda respuesta, una apelación sardónica a los milagros religiosos, tan oportunos en época navideña.
Esta vez no hay redes sociales a las que culpar, ni youtubers a los que señalar por 800 muertos en un aparcamiento en Valencia que nunca existieron. La desinformación es propia. Igual que fue un error de la rigurosa Agencia Efe que se colase en X un tuit de un trabajo de un alumno de periodismo sobre un accidente de helicóptero que nunca sucedió. O que esa misma agencia y otro montón de medios de comunicación matasen al escritor Fernando Aramburu, que sigue vivo y coleando, creyéndose un tuit falso de una falsa cuenta de la editorial Tusquets, creado por el profesional del engaño Tommaso Debenedetti (si sienten curiosidad por el personaje, existe hemeroteca en abundancia). “No hay que correr tanto”, pide un jefe de prensa, en una autoexculpación que nos abraza a todos.
No dar la batalla, no contrargumentar, cuando alguien denosta el papel de los medios de comunicación es también una forma de soberbia. Es como hablar con una pared, o no serviría de nada, suele pensarse. Como si las luces del interlocutor no fuesen suficientemente largas para entender cómo de equivocado está, se argumente lo que se argumente. Como si la verdad estuviese oculta para los demás, y solo alumbrase a uno mismo. Como si fuese imposible admitir o debatir que el periodismo anda algo desnortado, como el alquimista que busca un tesoro por todo el mundo que tiene enterrado bajo sus pies.
Mientras algunos (muchos) periodistas han (hemos) renunciado a defender las bondades de un oficio complicado, vocacional, que la mayoría practica con todo el rigor del que es capaz, los medios se adaptan a las lógicas de las mismas redes sociales que se vanaglorian de destruir su influencia. Desde hace años, además de responder las cinco uves dobles tradicionales (who (quién), what (qué), when (cuándo), where (dónde) y why (por qué), hay que hacerlo de manera inmediata, con vídeo, audio, SEO, un titular atractivo y el ojo puesto en la alerta de última hora de la competencia.
El periodismo ha decidido triplicar su apuesta: informar, entretener y todo lo demás. Mientras, las redes, chupópteras, usan ese contenido en su propio beneficio. Los lectores habituales, ajenos a las tribulaciones del momento, siguen exigiendo lo clásico: medios rigurosos, imparciales e independientes. Y los posibles nuevos lectores encuentran respuestas fragmentadas en clips en X, TikTok o Instagram, sin necesidad de consultar jamás directamente un medio de comunicación. Ha llegado el momento de asumir que al runrún del consumo superficial y rápido nadie gana a las redes. Y de reivindicar que, si nos dedicamos a lo nuestro, a las noticias, a los reportajes, informar, a investigar, los medios tampoco tenemos rival.