Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza

Hay que ver el documental de Al Jazeera sobre los desmanes de soldados israelíes en la Franja e intentar identificarse con ellos, y fracasar con un nudo en la garganta. Nos merecemos al menos ese nudo

Soldados israelíes han difundido decenas de vídeos en Tik Tok, como el de la imagen, burlándose de la destrucción en Gaza

Lo he intentado. Viendo ayer Gaza, el documental de Al Jazeera sobre el año ya transcurrido desde las matanzas de Hamás, me he dicho: voy a intentarlo. Voy a empatizar con los soldados israelíes; voy a empatizar con Shimon Zucherman y Yehuda Levinger, de la compañía C, batallón 8219, que fuman un narguile mientras se desmigajan los edificios a sus espaldas; o con el sargento Tameer ...

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Lo he intentado. Viendo ayer Gaza, el documental de Al Jazeera sobre el año ya transcurrido desde las matanzas de Hamás, me he dicho: voy a intentarlo. Voy a empatizar con los soldados israelíes; voy a empatizar con Shimon Zucherman y Yehuda Levinger, de la compañía C, batallón 8219, que fuman un narguile mientras se desmigajan los edificios a sus espaldas; o con el sargento Tameer Mulla y con Dror Zvi Ba y con Uriel Abuotvuol y con Kovi Margolis, que hacen añicos entre risas la vajilla de una casa destruida y desvalijada; o con Guy Mizrahi, que se fotografía, radiante de felicidad, robando dinero; o con Oren Shmuel, adicto a la dinamita, que celebra la voladura de un pueblo entero; o con los sargentos Blancovich y Vahstein, que se exhortan, mientras arde Shujaiya, a no dejar el menor rastro del barrio; o con Shalev Xinbar y Roee Ben Abu, que posan ante la cámara travestidos con la lencería íntima de las palestinas expulsadas de su hogar, quizás ya muertas; o con ese otro que confiesa sin empacho haber torturado a un detenido; o con la soldado que se burla en off del prisionero humillado que se ha orinado en el calzón; o con el que patea y arrastra por el suelo a un palestino desnudo y maniatado. Lo he intentado. Tengo la obligación de ponerme en el pellejo de cualquier otro; de no juzgar sin experimentar desde el cuerpo del asesino su goce y su rabia; de “situar”, como se dice ahora, mi pensamiento y mis emociones. Tratemos de entenderlo. De niño, les contaron que esa tierra era suya por decreto divino, que forman parte del pueblo elegido por Yahvé, que el mundo entero conspiró para matarlos, que los intrusos a los que ahora asesinan son perros y animales furiosos dispuestos a arrojarlos al mar; que el 7 de octubre estuvieron a punto de experimentar un segundo Holocausto; que están protegiendo a los suyos de la aniquilación. Hagamos un esfuerzo. Habrá que pensar asimismo en el estrés de la situación, rodeados de enemigos de todas las edades, inhumanos y feroces, que fingen sangrar mientras ceban una bomba; y en el placer vicioso y comprensible que encuentra la rabia en afrontar y superar una oposición malévola; y en el no menos comprensible de movilizar todos los medios a disposición para hacer pedazos a alguien más débil. Pum catapum, da mucho gusto incendiar una mezquita, ver desplomarse hacia dentro una universidad, hacer saltar por los aires, uno detrás de otro, 10 edificios; y luego cantar y bailar, como niños inocentes, entre los escombros, celebrando alegres la travesura y la ardiente camaradería; y subir a TikTok, muy orgullosos, la improvisada coreografía; y volver después a cenar a casa en guisa de héroes.

Lo he intentado. Desde el aire, bueno. El aire es como la ideología, pura abstracción; y la pura abstracción puede hallar satisfacción en producir un incendio allá abajo desde un avión; el aire es puro y nihilista. ¿Pero en tierra, desde cerca, con una mirilla de fusil o la punta de hierro de una bota embarrada? Un cuerpo vivo y próximo es un límite demasiado reconocible. No podría. Me acuerdo del Shylock de Shakespeare: “¿Es que un palestino no tiene ojos? ¿Es que un palestino no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un judío? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?”. No, no tengo tanta empatía como para ponerme en el pellejo del pistolero y el torturador. Aunque, claro, ese joven prisionero al que el sargento ha vendado los ojos y que se mea encima de miedo, ¿no demuestra con su incontinencia que es un animal? ¿No merece otra patada en la boca? ¿No habrá que enseñarle modales?

Lo he intentado. He intentado ponerme en el pellejo de los asesinos porque en el de las víctimas es demasiado fácil y hasta placentero. Allí donde no puedes hacer nada para impedir un crimen, al menos te sientes bueno. No quiero sentirme bueno estos días. He intentado lo contrario. He intentado empatizar con Shimon Zucherman y Yehuda Levinger; y hasta con Kovi Margolis. Desde el aire, vale, porque el aire es abstracción y pirueta; desde cerca no sé, aunque es verdad que a un cuerpo lo podemos deformar de tal modo que acabe por parecernos (lo sabían muy bien los nazis) un piojo o un gusano. ¿Pero los objetos? ¿Puedo empatizar con esos soldados israelíes que desvalijan cajones, rompen platos, manosean ropa interior, roban bicicletas, torturan peluches? Mucho más humanos que los cuerpos, fácilmente deshumanizables, son los objetos que esos cuerpos han tocado en vida; mucho más corporales que los cuerpos mismos son los enseres personales, y ello justamente porque sobreviven a sus usuarios. Hace casi 50 años aprendí de Sánchez Ferlosio lo que es una metonimia; recuerdo aún estremecido que en Las semanas del jardín, en efecto, nuestro genial escritor citaba como ejemplo un haiku japonés en el que se describía, ay, la ropa tendida al viento de un niño muerto. Me impresionó mucho. Tanto que en un poema reciente me atreví a ir un poco más allá y el viento, después de secarla, se llevaba la ropa y esta vez —decía yo— nadie bajaba a buscarla. Y la ropa así volaba y volaba y volaba por el mundo sin niño dentro y sin padres que pudieran al menos recogerla y doblarla y guardarla religiosamente en un cajón.

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Israel ha destruido el 76% de los edificios del norte de Gaza y el 52% de los del sur de Gaza. ¿Podemos imaginar ese mudo bullicio de objetos sin cuerpo? Es decir: miles de metonimias, algunas ensangrentadas, tiemblan entre los escombros: los zapatos de Omar, la muñeca de Sana, el reloj de Marwan, el peine de Mohamed, el cuaderno escolar de Nura. Y no hay tampoco padres que vayan a recogerlos.

Hay que ver el documental de Al Jazeera e intentarlo y fracasar con un nudo en la garganta. Nos merecemos al menos ese nudo.

O quizás todo es una superchería creada mediante inteligencia artificial para desacreditar al ejército más moral del mundo.

O quizás Isabel Díaz Ayuso, esa mujer ignorante y despiadada, tiene razón e Israel ha matado a 42.000 seres humanos, la tercera parte de ellos niños, para impedir que los palestinos (o los iraníes) invadan España y violen y maten a nuestras mujeres como los nazis evitaron, destruyendo el gueto de Varsovia, que los judíos polacos conquistaran la puerta del Sol.

(O quizás el sargento Blancovitch, que es tan prisionero de su “situación” como los judíos que se oponen al genocidio, vuelve esta noche a casa después de volar el barrio de Shujaiya, le sienta mal la cena y se entrega, libre y horrorizado, al Tribunal Penal Internacional).

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