La resurrección del Partido Demócrata

Aunque el resultado está por decidir, la decisión de Biden de retirarse de la carrera presidencial ha dado a EE UU una oportunidad de salvar a su democracia

Los candidatos demócratas a presidenta de EE UU, Kamala Harris (en primer plano) y a vicepresidente, Tim Walz, agradecen los aplausos a los asistentes a la convención demócrata.Kevin Lamarque (REUTERS)

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La tumultuosa temporada de elecciones presidenciales de 2024 en Estados Unidos ha estado llena de sorpresas, pero una de las historias más importantes puede resultar la de cómo el Partido Demócrata, que hasta junio parecía dispuesto a ceder dócilmente el poder a un aspirante a dictador, encontró en el último minuto el valor para dejar de lado a un presidente en funciones y presentar una candidatura que tiene posibilidades de ganar en noviembre y así salvar a la democracia estadounidense de las garras de Donald Trump.

Para entender la resurrección del partido, puede ser útil remontarse al accidentado año 1968. Antes de eso, el Partido Demócrata era una formidable máquina dirigida por matones e iniciados. Hasta el año 1968, las pocas elecciones primarias estatales que se celebraban en el Partido Demócrata (unas 15 sobre 50) eran “concursos de belleza” no vinculantes que no servían para seleccionar a los delegados para las convenciones del partido. Por lo general, los candidatos a la presidencia eran elegidos por los funcionarios y dirigentes del partido en las proverbiales “salas llenas de humo” de la convención (o antes).

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En 1968, el atribulado presidente demócrata Lyndon Johnson abandonó la carrera presidencial en marzo, después de que el candidato contra la guerra de Vietnam Eugene McCarthy estuviera sorprendentemente cerca de ganar las primeras primarias en New Hampshire. El senador Robert F. Kennedy entró entonces en la carrera como segundo candidato antibelicista y ganó casi todas las primarias posteriores hasta que fue trágicamente asesinado en junio. Sin embargo, cuando los demócratas se reunieron en Chicago (como este mismo año), en su convención, los delegados nominaron al candidato proguerra, Hubert Humphrey, vicepresidente de Johnson, que no había ganado ni una sola elección primaria. Los indignados manifestantes contra la guerra en las calles de Chicago fueron recibidos con un motín policial, y el republicano Richard Nixon fue elegido presidente.

Tratando de aprender las lecciones de 1968, el partido demócrata cambió sus reglas. A partir de entonces, las primarias y los caucus (reuniones abiertas de votantes del partido) serían vinculantes, o sea elegirían delegados que se comprometerían a votar por un candidato presidencial concreto en la convención. En teoría, los votantes son los que mandan.

Por supuesto, las élites del partido (funcionarios del partido, cargos electos, grupos de interés y superdonantes [los que se gastan miles de millones en las elecciones presidenciales]) han seguido ejerciendo su influencia, en particular a través de las “primarias invisibles”, en las que intentan ungir informalmente a un candidato. En 2016, mediante apoyos y donaciones tempranas, las élites desalentaron así a cualquier rival de la corriente moderada del partido contra Hillary Clinton (el presidente Obama dio personalmente la noticia a su vicepresidente Joe Biden) y cuando el progresista —y hasta entonces poco conocido— Bernie Sanders se sumó a la carrera, el partido hizo trampas descaradas a favor de Clinton, una candidata ciertamente preparada pero también con un alto sentido de su propio privilegio (su eslogan de campaña original iba a ser “Porque le toca a ella”), condescendiente (se refirió a los votantes de Trump como “deplorables”) y la personificación del establishment de Washington. Aunque ganó el voto popular, Clinton perdió escandalosamente ante Donald Trump.

En 2020, mientras Trump buscaba la reelección, las mayorías relativas de Sanders contra seis rivales en las tres primeras primarias estatales infundieron miedo en el corazón del establishment demócrata, que se oponía a la agenda populista de Sanders. Muy rápidamente, y con un importante empuje del expresidente Obama, el partido se aglutinó en torno a Biden. Tres candidatos demócratas “moderados” (Pete Buttigieg, Amy Klobuchar y Mike Bloomberg) abandonaron y respaldaron a Biden, al igual que hicieron destacados cargos del partido y otros candidatos que ya se habían retirado (Kamala Harris, Cory Booker, Beto O’Rourke).

La maniobra dio sus frutos con la victoria de Biden como candidato y presidente, pero al bloquear dos veces a Sanders, el partido cimentó un realineamiento histórico de los partidos que comenzó en 1992 con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, negociado por George H.W. Bush (padre) pero adoptado bajo Bill Clinton. El TLCAN y los otros acuerdos de libre comercio con países en desarrollo costaron millones de empleos y disminuyeron la riqueza, el poder y la salud de la clase trabajadora estadounidense. En muchos sentidos, el Partido Demócrata ha abandonado sus raíces para convertirse en el partido de la gente con estudios universitarios y a menudo más acomodada, una tendencia que se aceleró con Obama, mientras que con Trump, los republicanos recaban ahora el voto de la clase trabajadora blanca.

Cuando Biden, de 78 años, derrotó a Trump en 2020, se comprometió a servir como “presidente de transición” a una generación más joven de líderes demócratas, y se entendió que sería presidente de un solo mandato. Los posibles candidatos demócratas empezaron a posicionarse, sobre todo cuando la popularidad de Biden cayó en picado tras la desastrosa y caótica retirada estadounidense de Afganistán en agosto de 2021.

Sin embargo, las elecciones de mitad de mandato de 2022 cambiaron el cálculo demócrata. Sorprendentemente, frente a una cosecha de republicanos muy extremistas que se aferraron en negar los resultados de la elección de 2020, los demócratas mantuvieron el control del Senado y casi conservaron la Cámara de Representantes. Biden, animado por el resultado, y ocupando por fin el cargo que había buscado toda su vida, tuvo un cambio de opinión y declaró su intención de buscar un segundo mandato para “terminar el trabajo”.

En los meses siguientes, todas las facciones del partido —desde los centristas de Biden hasta la izquierda de Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez— decidieron que dejarían de lado las tradicionales disputas y divisiones demócratas y se unirían en torno al hombre que había derrotado a Trump en 2020. Y así, Biden se presentó esencialmente sin oposición en las primarias y acumuló fácilmente suficientes delegados para asegurarse la nominación.

Durante el año siguiente, sin embargo, el cálculo demócrata fue puesto a prueba por tres fenómenos.

En primer lugar, el regreso de Trump. A muchos les parecía absurdo que Donald Trump, un charlatán que había intentado todo para anular el resultado electoral de 2020, incluida la instigación del ataque al Capitolio del 6 de enero de 2021, tuviera siquiera una oportunidad de volver a ser elegido. Gran parte de sus partidarios más prominentes, como Rupert Murdoch, el propietario de Fox News y el Wall Street Journal, había transferido su lealtad al gobernador conservador de Florida, Ron DeSantis. Y, sin embargo, tan pronto como la temporada de primarias se puso en marcha, el control visceral de Trump sobre los votantes republicanos se manifestó una vez más. Para muchos miembros de la clase trabajadora blanca, Trump sigue siendo su cortafuegos en torno a lo que ellos perciben como los restos de su imperio, mientras la demografía de Estados Unidos sigue cambiando, la industria tradicional y los empleos industriales se trasladan al extranjero y las adicciones aumentan en la América profunda y rural. Después de victorias convincentes en las primeras primerias, Trump ya era el candidato republicano, y la elección presidencial adquirió proporciones existenciales. La posible reelección de Trump, quien —a diferencia de su sorpresiva victoria en 2016— ahora está preparado con un programa detallado y un cuadro de miles de ideólogos listos para implementarlo el primer día, una victoria que también representaría una aprobación implícita por parte de los votantes de todo lo que ya ha dicho y hecho, sería la sentencia de muerte para la democracia estadounidense. En diciembre de 2023, Liz Cheney, líder entre los republicanos anti-Trump (e hija del exvicepresidente Dick Cheney), advirtió que Estados Unidos estaba “caminando sonámbulo hacia una dictadura”.

En segundo lugar, la respuesta de Biden a la guerra de Gaza desmovilizó a importantes elementos del núcleo de la coalición demócrata, en particular a los jóvenes y las minorías, sobre todo en las comunidades árabe y musulmana, que fueron decisivos en la victoria de Biden en 2020 en varios estados clave. Incluso sin adversario en la papeleta de las primarias, casi un millón de demócratas protestaron contra la complicidad de Biden con los crímenes israelíes eligiendo opciones como “no comprometido”.

En tercer lugar, y lo más importante, la fragilidad física y mental de Biden se hizo cada vez más difícil de ignorar. El devastador informe del 8 de febrero de un procurador especial, que dijo que Biden se presentaba como “un hombre simpático, bienintencionado y anciano con mala memoria”, y las meteduras de pata que cometió en su respuesta pública al informe (confundir los nombres de países), ofrecieron la oportunidad de un debate dentro del partido sobre su candidatura que ningún líder del partido parecía dispuesto a considerar. Las encuestas ya mostraban que dos tercios de los votantes, incluidos la gran mayoría de los demócratas, consideraban que Biden era simplemente demasiado viejo y debía ser sustituido en la candidatura, algo que sólo podía hacer el propio Biden, ya que casi todos los delegados de la convención estaban comprometidos a votar por él.

A medida que pasaban los meses, sin que ningún demócrata importante pidiera la retirada de Biden, parecía que el partido estaba dispuesto a abdicar esencialmente de la presidencia antes que emprender la difícil y dolorosa tarea de enfrentarse y sustituir a un candidato que la mayoría de ellos creía que no podía ganar.

Para tratar de frenar las deserciones y cambiar la narrativa, los asesores de Biden tuvieron la insólita —y en última instancia afortunada— idea de celebrar el primer debate presidencial en junio, meses antes incluso de que los dos candidatos fueran oficialmente nominados. Y todos sabemos lo que ocurrió. Biden tenía una única misión en el debate —asegurar a los estadounidenses que estaba en condiciones de ejercer— y fracasó estrepitosamente. Por fin, los líderes del partido no pudieron evitar ver lo que la mayoría de los estadounidenses ya había visto. Empezaron las deserciones. Al principio fue un goteo. Casi todos los altos cargos demócratas tenían a Biden en alta estima y muchos esperaban que llegara a la conclusión correcta por sí mismo. Pero a medida que pasaba el tiempo, Biden parecía negar las encuestas que mostraban su derrota, y el goteo se convirtió en flujo. Grandes donantes y celebridades como George Clooney se unieron a la causa. El intento de asesinato de Donald Trump, su respuesta pugilística y la coreografiada muestra de unidad y triunfalismo en la convención republicana aumentaron la sensación de fatalidad inminente.

Aun así, Biden se negó a echarse a un lado. El pánico se apoderó de los demócratas. Los senadores y representantes de los estados bisagra advirtieron, sobre todo en privado, que no sólo perdería Biden, sino que, con él a la cabeza, ellos también perderían sus escaños y los republicanos se harían con el control no sólo de la presidencia, sino también de la Cámara de Representantes y el Senado. Con un Tribunal Supremo dominado por conservadores, nada se interpondría en el camino de Trump.

Finalmente, a pocas semanas de la convención demócrata, los pesos pesados del partido —en particular el líder de la mayoría en el Senado, Chuck Schumer, y la expresidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi— lanzaron el mensaje que deberían haber lanzado hace meses. En la casa de Biden en Delaware, Schumer transmitió en privado el llamamiento casi unánime de sus colegas del Senado. Pelosi, la política demócrata más astuta desde el presidente Johnson, fue más sutil, y más letal, en una tertulia matinal. “Depende del presidente decidir si va a presentarse”, dijo con cara seria, a pesar de que Biden había insistido repetidamente en que había tomado la decisión de seguir. “Todos le animamos a que tome esa decisión”. El mensaje era claro, y señalaba al resto del partido que el juego había terminado. Más tarde, Pelosi diría que había decidido asegurarse de que Trump “nunca pusiera un pie en la Casa Blanca, y cuando tomas una decisión sobre tu objetivo, tienes que tomar todas las decisiones a favor de alcanzar ese objetivo.”

El 21 de julio, 24 días después del debate, y cuando quedaba menos de un mes para la convención del partido, Biden hizo lo inevitable: retirarse de la carrera. Esto significaba, formalmente, que los 4.000 delegados de la convención seleccionados en las primarias ya no estaban comprometidos a votar por Biden y podían elegir a quien quisieran.

23 minutos después de su retirada, Biden apoyó a Kamala Harris. Harris no era la primera opción de la mayoría de los demócratas, muchos de los cuales querían ver un proceso de selección abierto, pero habría sido difícil pasar por alto al número dos titular sin ofender a la base de afroamericanos y mujeres del partido. Y Harris se movió con la precisión de un rayo, haciendo cerca de 100 llamadas telefónicas personales el domingo del anuncio para adelantarse a otros posibles candidatos y asegurarse el apoyo necesario en unas sorprendentes 48 horas. Como un caballo de carreras, salió rugiendo por la puerta, entusiasmando y dando esperanza a millones de americanos consumidos por la depresión. Su inesperado nombramiento del gobernador de Minnesota, Tim Walz, como su compañero de fórmula, suscitó el aplauso de ambos polos del partido, algo tan raro que Alexandria Ocasio-Cortez bromeó diciendo que los demócratas estaban mostrando “desconcertantes niveles de orden”. Por lo tanto, cuando los demócratas finalmente descendieron a Chicago para la convención del partido, estaban burbujeando con un sentimiento que pocos habían anticipado: alegría pura y desenfrenada.

El capítulo final de la campaña aún está por escribir, pero al menos los demócratas —y la democracia— tienen una oportunidad de ganar esta batalla.

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