El barril del Sodalicio

Me vinculé al Sodalicio de Vida Cristiana mientras estudiaba en Arequipa. Descubrí una tropa de personajes carismáticos y cultivados y cautivadores, pero como todo ‘Wonderland’ tenía también una reina tirana y un ejército de naipes soldados funcionales dispuestos a cortar cabezas

El Papa Francisco ora ante las reliquias de santos peruanos en la Catedral de Lima, Perú, el domingo 21 de enero de 2018.Alessandra Tarantino (AP)

Yo me vinculé al Sodalicio de Vida Cristiana mientras estaba en la universidad en Arequipa durante la primera década del siglo XXI. Había un sodálite circunspecto merodeando las aulas y me invitó a un taller de filosofía que terminaría conduciéndome hasta su comunidad, donde descubrí a una tropa de personajes carismáticos, cuidadosamente cultivados y auténticamente cautivadores. Cada vez que visitaba la comunidad sodálite en Vallecito me sumergía en una aventura fascinante. Con ellos viajaba por los mundos de la literatura fantástica de J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis, el fútbol, la fórmula uno, los musicales de Broadway, y las partidas de Risk y Diplomacy interminables. Era como cuando Alicia caía bajo el hoyo del conejo para terminar en Wonderland, donde se encontraba en un mundo de fantasía habitado por seres antropomórficos pintorescos. Mi historia no comenzó con violencia ni chantaje sino con encanto. Esta sociedad no se presentaba como un mormón impertinente y antipático que tocaba exasperantemente tu puerta, sino como una hermandad de compinches magnéticamente interesantes. Pero, como todo Wonderland tenía también una reina tirana y un ejército de naipes soldados funcionales dispuestos a cortar cabezas.

Ese Wonderland siniestro siempre existió. Nosotros sólo distinguíamos sombras indescifrables de esa tiranía porque estábamos al fondo de la caverna. Muchos solo comenzamos a salir de la caverna, cuando apareció el libro de Pedro Salinas, Mitad monjes y mitad soldados, que retrataba minuciosamente los abusos perpetrados por el fundador y varios miembros consagrados del Sodalicio. Recuerdo que, en ese instante, muchos de los defensores del Sodalicio reaccionaron colocando una espada flamígera –el símbolo que representa a la congregación religiosa– como foto de portada en su perfil de redes sociales. Era un acto reflejo de autoconservación colectiva de muchos que, sin siquiera haber leído ningún argumento racional sobre las gravísimas denuncias, decidieron atrincherarse para combatir a los enemigos de sus hermanos sodálites.

Era muy natural que esa fuera su primera respuesta. La reticencia a aceptar el horror y la verosimilitud de las denuncias contra el Sodalicio partían de la negación de una primera regla de la antropología cristiana: todos los hombres, mediando determinadas circunstancias, somos capaces de cometer actos abominables. Si cuando rezamos el Padrenuestro pedimos a Dios que nos libre del mal, no es porque somos incapaces de cometer una barbarie, sino porque cualquiera de nosotros puede hacer monstruosidades, sin necesariamente ser un monstruo. Un ordinario y leal funcionario público puede regentar un campo de concentración donde asesinaban judíos por miríadas y, luego, ir a cenar en familia sin turbación; banalizando el mal cotidianamente, como lo demostró Hannah Arendt y como lo describió Agustín de Hipona en sus Confesiones.

Esa primera negación colectiva revelaba una soberbia patente: esta barbarie no podía sucedernos a nosotros. Durante mucho tiempo el Sodalicio se concibió como la vanguardia de la reconciliación, los agentes elegidos para la nueva evangelización en América Latina. Así, nos lo recordaban muchos obispos y cardenales cotidianamente. Sobre nuestras espaldas descansaba una responsabilidad ineludible frente a la crisis que padecían otras órdenes religiosas centenarias como los jesuitas y los dominicos, quienes estaban “en el hoyo” –como repetían con ironía algunos sodálites en nuestras reuniones. Los que siempre estuvimos “en el hoyo” fuimos nosotros.

Otros de los primeros vicios colectivos que sobrevinieron tras el estallido de la crisis fueron el maniqueísmo y la corrupción de la noción de la amistad. Para muchos les parecía una felonía inadmisible denunciar y repudiar enérgicamente los abusos y, al mismo tiempo, reconocer los bienes que encontramos en esta congregación. Se instaló un espíritu de cuerpo exasperante, donde –bajo tergiversaciones de la noción de lealtad– uno estaba obligado a hacerse el sordo para cuidar la reputación de los amigos, y sólo debía consumir la propaganda oficial: o estás conmigo o contra mí. Se convirtieron en cámaras de eco. Quizá por eso, los encargados de abrirnos los ojos tuvieron que ser periodistas agnósticos. C. S. Lewis lo explica de esta manera: “El peligro de las buenas amistades consiste en que esta indiferencia o sordera parcial respecto a la opinión exterior, aunque necesaria y justificada, puede conducir a una indiferencia o sordera completas”. Aun teniendo oídos, no oían.

Así como hubo una evidente incapacidad maniquea que impedía reconocer que los bienes y los males podían haber convivido soterradamente por muchos años, hubo también una mayor negligencia para relativizar los grados del mal. No eran acusaciones menores, eran hechos gravísimos que hacían palidecer cualquier bien recibido. A mí, hasta hoy, me siguen saltando las lágrimas cuando escucho Cadáver Ayacuchano –una canción compuesta por una de las víctimas del Sodalicio, Martín Scheuch, mientras era parte de la congregación. Pero ni toda esa belleza trascendental ni cualquier otro bien recibido, justificaba aceptar las primeras explicaciones inverosímiles de los jerarcas del Sodalicio.

Recuerdo claramente que cuando el libro de Pedro Salinas nos explotó en la cara, por noviembre de 2015, mi ahora esposa y yo pedimos una reunión con el Superior de la comunidad sodálite de Arequipa. Aquella tarde, él nos dijo que hace muchos años veían esta tormenta formándose sobre sus cabezas y que, ahora que por fin había estallado todo, se sentían más tranquilos. A lo que mi esposa, indignada y decepcionada, replicó “no entiendo, ¿me estás diciendo que sabían de esto hace muchos años y no hicieron nada?”, mientras él contestó “te estoy diciendo lo que en mi calidad de superior te puedo decir”. Mi esposa hizo una espeluznante pausa, tragó saliva y sentenció “o sea, me estás mintiendo”. La reunión acabó abruptamente pues el superior nos manifestó que tenía que reunirse urgentemente con los “Nazareth” –las parejas casadas vinculadas al

Sodalicio– para continuar con el ritual de control de daños que había iniciado entre los grupos de interés relacionados con la congregación. Después de eso nada volvería a ser lo mismo. En varias ocasiones, desde entonces, nos hemos sentido en esa situación que Solzhenitsyn describió así: “Sabemos que nos mienten, ellos saben que mienten, ellos saben que sabemos que nos mienten, sabemos que ellos saben que sabemos que nos mienten y, sin embargo, siguen mintiendo.”

Comprendí que muchos de los jerarcas del Sodalicio sólo reaccionaban movidos por el escándalo, sólo les importaba proteger la reputación y controlar la narrativa. Los reformistas bienintencionados seguirían perdiendo las batallas porque no tenían el poder político ni económico que sí tenía la vieja guardia pretoriana del fundador, Luis Fernando Figari. El Sodalicio recibió las recomendaciones de la “Comisión Ética para la Justicia y la Reconciliación” del 2016 que, con el paso de los meses, fueron olvidadas y resistidas por esa vieja guardia pretoriana. Al poco tiempo, el Superior encargado de la primera reforma abandonó el barco, se desvinculó del Sodalicio y se casó, y con él, varios miembros de su Consejo también salieron despavoridos. Si tan solo hubiesen tenido la disposición honesta de atender las recomendaciones de esa primera comisión, no estarían en la situación decadente que hoy padecen. Y, a nosotros, nos quedó la desolación como a muchos otros amigos entrañables. Una desolación liberadora como la que Neo experimentó cuando conoció a Morfeo y despertó de la irrealidad de la Matrix, mientras vomitaba y descubría que el mundo era un páramo oscuro y distópico donde las máquinas los utilizaban y cultivaban para ser baterías.

El Sodalicio, entre muchas otras cosas, es un sistema sofisticado de abuso de poder y manipulación de voluntades, en el que muchos padecieron violencia sexual, física y psicológica. Como todo sistema corrompido, requiere de instrumentos que aseguren el mantenimiento de su poder: reclutamiento de adeptos segregacionista entre las clases sociales altas donde la congregación operaba, difusión de la propaganda sobre los grupos de interés, control de daños frente a las denuncias y voces disidentes, y una estructura económica sofisticada para constituir un imperio financiero próspero de cementerios, agroexportadoras, inmobiliarias, colegios y universidades. En ese sistema, Luis Fernando Figari como muchos otros sodálites, descubrieron la oportunidad de dar rienda suelta a sus delirios hegemónicos y más bajas pasiones.

Pero la desgracia de la historia del Sodalicio no acaba con estas manzanas podridas. Muchos de los que creíamos los consagrados o casados más ejemplares, callaron o fueron complacientes frente a los abusos. Cosa que no debió ser extraña, los filósofos y artistas que mejor han comprendido la miseria humana sabían que cuando los seres humanos más talentosos se corrompen, pueden consentir cosas abominables. Lo enseña Tomás de Aquino en la Suma de Teología y lo metaforizó Tolkien cuando nos contó que, el mejor y más virtuoso de los herreros de los elfos, Lord Celebrimbor, fue engañado por Sauron durante mucho tiempo para que se concentrara en forjar los anillos que necesitaba para someter la Tierra Media. Ningún ser humano, por más noble y talentoso que sea, puede salir indemne de transar con el mal. Lord Celebrimbor terminó siendo torturado y asesinado, y su cuerpo fue usado como estandarte de batalla por Sauron.

Pero, romper con el Sodalicio y denunciar sus abusos tampoco es sencillo. El artista Martín Lopez de Romaña, una de las víctimas, lo ha descrito acertadamente como una jaula invisible. Nada te ata, pero tu voluntad se ha minado a tal extremo que descubres que sería inimaginable un mundo sin el Sodalicio. No es que antes no hubiésemos tenido advertencias chirriantes del sistema de manipulación imperante, ni que no hubiésemos sufrido chantajes psicológicos desoladores que de sólo recordarlos, enferman. Uno de los legados más perniciosamente silenciosos fue la instalación de una cultura de manipulación psicológica de la vocación personal. Hubo una captura servil del porvenir ajeno. Luis Fernando Figari estaba obsesionado con 1984 de George Orwell y con Un Mundo feliz de Aldous Huxley, no tanto porque quisiera revelarse contra el Gran Hermano o contra la felicidad sin alma, sino porque consiguió instalar su propia policía del pensamiento y fabricar jaulas invisibles.

Muchos consentimos la represión de nuestros libres y auténticos deseos vocacionales y profesionales para cumplir el inextricable “plan de Dios”. Un plan que los sodálites conocían mejor que nosotros mismos, nuestras familias y nuestros amigos. Lo espantoso es que muchos de los que entramos en este sistema –con mayor o menor libertad– fuimos colonizados mentalmente en esas jaulas invisibles. Innumerables relaciones afectivas, donaciones, profesiones, puestos de trabajo y mudanzas fueron controladas por estos personajes que aprovechaban información confidencial que les entregamos en diálogos íntimos, para ejecutar intervenciones intrusivas y maquiavélicas en nuestra vida privada.

Como en toda historia de abusos, la justicia sólo comienza a ocurrir cuando héroes discretos deciden hacer algo extraordinario: cumplir su ordinario trabajo. Tras muchos comisarios y obispos indolentes que pasaron por el Sodalicio mirando para otro lado, a finales de julio de 2023, el papa Francisco envió una misión especial para investigar los abusos conformada por Mons. Charles Scicluna y monseñor Jordi Bertomeu. Esa misión ha sido el último bastión de esperanza para muchas víctimas que llevan años buscando justicia y reparación. Desde entonces, el Papa Francisco ha expulsado al fundador Luis Fernando Figari y a otros diez miembros de la organización.

Para entender la dimensión de la crisis que afronta el Sodalicio, sólo hay que recordar que los más recientes expulsados por el Papa, fueron absueltos por la organización en procesos internos –requeridos por la misión “Scicluna Bertomeu”– y realizados hace apenas meses por investigadores privados contratados por el Sodalicio. Es decir, la organización los acababa de librar de toda culpa, imponiéndoles menores amonestaciones, mientras el Papa, con información patente de sus enviados especiales, decidió expulsarlos. Es más, en la nota de prensa donde la Nunciatura comunica la expulsión de muchos sodálites, recoge unas líneas esclarecedoras sobre la congregación, donde el Sumo Pontífice y los obispos ruegan que la congregación “inicie un camino de justicia y reparación”. No se anota que el Sodalicio “continúe” un camino, sino que lo inicie, como si lo hecho hasta el momento fuese tan irrelevante hasta parecer inexistente.

Esta observación del Papa me hizo acordar al epígrafe que Eduardo Dargent eligió para su último libro-ensayo, donde recuerda que Montalbetti usó la alegoría del barril y las manzanas podridas para explicar la imposibilidad de hacer algunas reformas en Perú. La ilusión casi siempre nos convence de que, si extirpamos las manzanas podridas del barril, nos quedaremos con manzanas lozanas y saludables. En los últimos días he repensado en el barril y las manzanas, sobre todo desde que se ha conocido que una activista conservadora –vinculada a la congregación a través de una organización como ella misma ha reconocido– pretendió engañar a la misión del Papa. Esta activista “taimada” intentó cometer una de las bajezas más despreciables de las que he sido testigo a lo largo de todos estos años en el caso Sodalicio: denunció ser víctima de dos de las víctimas más emblemáticas de abusos del Sodalicio. Revictimizó a las víctimas.

Es más, en un acto que revela la temeridad de este personaje, denunció a monseñor Bertomeu ante los tribunales peruanos, ignorando una verdad eclesial elemental: quien denuncia a un integrante de una misión especial papal, denuncia al mismo Pontífice. Algo tan inaudito como revelador. Creyó que la misión enviada por el papa Francisco se iba a dejar atarantar como tantas veces atarantaron a los tribunales peruanos. Semejante insensatez le ha valido, a ella y a su compinche, las primeras amenazas de excomunión que el papa Francisco ha lanzado en el caso Sodalicio por empecinarse a no rectificarse e insistir con la denuncia contra monseñor Bertomeu. Hay quienes han llegado al desvarío de ser más sodálites que católicos y están dispuestos a arriesgar su vida sacramental por proteger a una congregación disfuncional y decadente. Son los naipes soldados de Wonderland que, en las horas más oscuras, terminan de mostrarse más como bufones que como soldados.

Shakespeare describió a un bufón como alguien “lo suficientemente sabio para hacerse el tonto”. El único propósito de los bufones en este desolador proceso ha sido siempre –con piruetas y humoradas– desviar la atención de lo realmente indispensable: entender la verdadera magnitud del daño infringido por el Sodalicio, reconocer a todas sus víctimas, repararlas eficazmente sin mediar excusas, y tomar todas las medidas necesarias para asegurarse que nunca más vuelva a suceder, por más radicales que sean. Con el paso del tiempo, comienzo a tener la convicción de que estos personajillos aparecen en las postrimerías para evidenciar que no son las manzanas –como sostiene Montalbetti– sino el barril el que está podrido.

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