Mascota fantasma

Algunas tardes me sentaba con Marta en uno de esos bancos que están sobre la rosaleda del Parque del Oeste mientras perdíamos de vista a nuestros perros

Una mujer con su perro en un parque.SOPA Images (SOPA Images/LightRocket via Gett)

Me gusta perderme por el Parque del Oeste de Madrid cuando tengo en casa a Zelda, una perra que se llama así por Zelda Sayre. Allí conocí hace meses a Marta, una mujer de unos 50 años que tenía con ella a Marlon, un salchicha divertidísimo al que amo por culpa de Instagram (el algoritmo ha decidido, con mi ayuda, que los vídeos de puntos históricos de tenis hayan sido sustituidos por salchichas, y a estas horas los salchichas han sido derrocados por discursos del Papa Francisco: nunca un algoritmo i...

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Me gusta perderme por el Parque del Oeste de Madrid cuando tengo en casa a Zelda, una perra que se llama así por Zelda Sayre. Allí conocí hace meses a Marta, una mujer de unos 50 años que tenía con ella a Marlon, un salchicha divertidísimo al que amo por culpa de Instagram (el algoritmo ha decidido, con mi ayuda, que los vídeos de puntos históricos de tenis hayan sido sustituidos por salchichas, y a estas horas los salchichas han sido derrocados por discursos del Papa Francisco: nunca un algoritmo imitó tan bien una vida). Algunas tardes me sentaba con Marta en uno de esos bancos que están sobre la rosaleda mientras perdíamos de vista a nuestras mascotas. Marta tiene una inteligencia sofisticada, de esas a las que se le nota que sabe digerir las lecturas para aprender de ellas y no para exhibirlas, el pelo rubio, los ojos descreídos y, sobre todo, un sarcasmo que sabe feliz porque la primera en sufrirlo es ella misma: “Soy experta en decepcionarme”. Encajamos bien porque ni Marlon ni Zelda eran nuestros: sus dueños legítimos eran nuestras parejas. Bromeamos alguna vez con eso. Hace un par de semanas la vi en el banco y me senté con ella un rato. Marlon, el salchicha, estaba explorando a su bola el parque, me dijo. Esperé con Zelda a que viniese, pero no lo hizo. “Debe de estar entretenido”, dijo incómoda. Pasó lo mismo hace unos días. Ella estaba sentada donde siempre, con su pelota de tenis y sus bolsas de caca, pero su perro andaba corriendo lejos, extraño en un salchicha; no quise quedarme mucho porque comprendí. Marta se había separado y su perro se lo había llevado su dueño, y ella iba alguna tarde al parque como esos amputados que creen que aún siguen moviendo un miembro que ya sólo es fantasma. No es la protagonista de la noticia que leí hoy: una mujer será indemnizada porque su expareja le impide ver al perro de ambos, pero atraviesa el mismo duelo: el de quien continúa imitando el pasado por supervivencia emocional, y nuestra obligación es no arrancarla del encanto.

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