Mamá tiene alzhéimer. ¿O será que la violan?

Él se convirtió en amo de su cuerpo, que sirvió a otros hombres y malogró hasta la enfermedad. Ella es ahora la dueña de su dignidad

Gisele Pelicot a la entrada del juicio en Aviñón. Vídeo: EFE

La situación es tan común como la propia vida, está en todas las conversaciones a nuestro alrededor: una madre está perdiendo la memoria, los hijos se asustan ante los lapsus crecientes y la animan a consultar a un especialista. Un día, ella se levanta con un corte de pelo que no reconoce, acude a la peluquería a preguntar y le confirman que sí, que estuvo la víspera y que se peló como quiso. ¿Acaso no lo recuerda?

No. Gisèle no lo recuerda; la pérdida de memoria es preocupante y todos sospechan de una enfermedad. El marido la acompaña a varios médicos y explica los síntomas de cansancio que ella muestra tras cuidar de los nietos. Ay, ay, ay, Gisèle está fallando demasiado.

Hasta que un policía la llama, la cita junto a su marido en comisaría y comienza la sesión de cine: decenas de grabaciones de las violaciones que más de 50 hombres le practicaron mientras ella yacía inconsciente, drogada por el monstruo que era ese marido con el que compartió medio siglo. Este había recabado más de 450 pastillas de ansiolíticos y somníferos en un solo año y se los servía mezclados con la comida y el vino hasta convertirse en el amo de su cuerpo, que ofrecía a hombres extraños a cambio de unas grabaciones perversas. El chat se llamaba: “Sin su conocimiento”. Ríete del solo sí es sí.

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Amo de su cuerpo. Dueño y señor del maniquí humano en que convertía a su mujer tras administrarle el menú empastillado que además iba quebrando su salud. Dueño y señor de su maldad, su imposición, su perversión.

Esta historia no puede tener un final feliz, porque no hay quien recosa heridas semejantes, pero sí un final de dignidad. La de esta mujer, Gisèle, que ha rechazado el biombo, la privacidad, el juicio a puerta cerrada que le ofrecieron, y ha decidido mostrar su rostro y aguantar el tipo junto con sus tres hijos mientras sus violadores se esconden tras las mascarillas, las capuchas, las chaquetas. Avergonzados, monstruos al descubierto.

¿Y quién es el amo ahora? Ella es hoy la dueña de la dignidad, de la bandera, de la justicia.

“Soy un campo de ruinas”, ha dicho Gisèle. En realidad, la ruina es su exmarido, el padre de esos hijos que creyeron haber vivido en una familia feliz, y ese montón de secuaces. Porque sobre ese doloroso campo de ruinas ella está levantando un castillo de dignidad. Y, esta vez, solo ella tendrá las llaves del castillo. Parece una novela perfecta, pero por desgracia es realidad. En la Europa del siglo XXI.

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