La escalera cero

Lo último que me gustaría es que nadie pudiera acusarme de ser “agente gentrificador”

Bañistas en torno a la piscina del Hotel du Cap-Eden-Roc en la Riviera francesa en agosto de 1978.Slim Aarons (Getty Images)

Es 1 de agosto y yo ya he ido de vacaciones y ya he vuelto. Y al volver, como hacen muchos mortales soñadores, he cambiado mi foto de perfil en el Whatsapp. El pelo mojado y repeinado hacia atrás me brilla bajo el sol —gotas de agua cantábrica resbalándome por la espalda. Estoy envuelta en una toalla de rayas que da solo un toque marino más al perfecto escenario de fondo: el edificio principal de un club de...

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Es 1 de agosto y yo ya he ido de vacaciones y ya he vuelto. Y al volver, como hacen muchos mortales soñadores, he cambiado mi foto de perfil en el Whatsapp. El pelo mojado y repeinado hacia atrás me brilla bajo el sol —gotas de agua cantábrica resbalándome por la espalda. Estoy envuelta en una toalla de rayas que da solo un toque marino más al perfecto escenario de fondo: el edificio principal de un club de regatas de formas racionalistas que emula la proa de un barco es el vértice superior de un triángulo imaginario recortado contra un cielo azul. Abajo a la izquierda se extiende una piscina artificial (privada) con fondo de teselas celestes rodeada de hamacas multicolores; en lado inferior derecho, unas rocas y un dique más antiguo que el mundo delimitan una piscina natural (y pública) en la que dos o tres bañistas chapotean en unas aguas cristalinas. Salta una notificación en el móvil el día que regreso a la oficina: “¿En qué ignoto rincón de la Riviera francesa te tomaste esa foto tan maravillosa?”.

En la base del triángulo posa servidora, sentada en una escalera de piedra cuya barandilla inmaculada (menos aristocrática que la de La Concha de San Sebastián pero mucho más entrañable) podría darle una pista definitiva al observador más agudo. Como un político encantado de conocerse en una rueda de prensa, pienso: “Me alegro de que me haga esa pregunta” porque intenté saber lo más posible sobre ese rincón fantástico, con tantos planos sociales y visuales superpuestos que parece una ideación de Moebius. A ese rincón sobre el que tanto me informé acudí de forma casi maniaca a bañarme todas y cada una de las mañanas de mi estancia vacacional. Siempre me invade el carpe diem en forma de curiosidad cuando tengo tiempo libre pero mucho más ahora que arrecian las voces que dicen que los “turistas masivos” (es decir, los que no podemos costearnos estancias en hoteles de cinco estrellas, ni disponemos de tiempo para llegar a destinos remotos en Orient Express) tenemos la culpa de que los empresarios de la hostelería mal paguen a sus empleados, de que los grandes fondos de inversión especulen con la compra/venta de pisos que deberían ser viviendas y de que el Gobierno no regule de forma severa el precio de los alquileres en los lugares donde el mercado está “tensionado”. Ahora que, coincidentemente (y convenientemente) empieza a ser enormemente popular la idea de que viajar está sobrevalorado y que los “lugareños” de los lugares más hermosos (y por tanto más privilegiados) tienen derecho pleno a sentirse molestos por la presencia de muchos visitantes no tan afortunados con sus lugares de residencia habitual, a mí me ha entrado la prisa de (parafraseando a Walt Whitman) “extraerle todo el meollo a la vida” cuando viajo, no sea que se confirme que la cosa de desplazarse se va a convertir en lo que un día fue: un lujo reservado a las élites.

Para las élites y sobre un paraje que había sido público montó un señor muy avispado el balneario que en el siglo XIX ocupó el lugar en el que me hice mi foto de perfil, balneario que, cuando quedó abandonado en los años treinta, otro listo de la vida convirtió en sociedad privada para aficionados a la vela. Desde 2008, ese rincón que la mayor parte del siglo XX fue privilegio de una minoría es accesible a absolutamente todo el mundo. Y se puede acceder a él precisamente desde el lugar donde yo me hice la foto. La escalera cero de la playa de San Lorenzo es el Aleph de una ciudad indescriptible, hermosa y a la vez fea, obrera y al mismo tiempo burguesa, cuya playa gigante, abraza masas desde que los primeros veraneantes entendieron que bañarse en el mar es un auténtico lujo que sucesivos alcaldes generosos pusieron al alcance de cualquier mortal soñador mediante rampas numeradas. Al que me preguntó por la foto del Whatsapp le dije: “Sí, sí, es Cap d’Antibes. El lugar donde Scott Fitzgerald puso de moda el bronceado junto a Zelda”. Lo último que me gustaría es que nadie pueda acusarme de gentrificar Gijón.

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