Pacto histórico
El preacuerdo entre PSC y ERC para la investidura de Salvador Illa obliga al Gobierno a garantizar la solidaridad entre comunidades
Esquerra Republicana y el Partido Socialista han firmado un preacuerdo de investidura que este viernes se someterá a la votación de los militantes republicanos antes de ofrecer sus votos a Salvador Illa para que presida la Generalitat. Ambos partidos parten de una declaración sobre su catalanismo compartido: federalista en el caso del PSC, independentista en el de ERC. Para Esquerra supone el regreso a la política pactista en el marco constitucional; para el PSC, la exhibición de sus raíces federales. Cuatro son los capítulos del acuerdo, más propio de un programa de legislatura o de gobierno que de un pacto de investidura: la solución al llamado conflicto político, basada en el diálogo; el reconocimiento nacional de Cataluña y de su lengua; la continuación de las políticas públicas; y el más importante, el sistema de financiación “singular”. Esquerra lo denomina “concierto financiero solidario” y ahí está el meollo del pacto, destinado a suscitar controversia y puede que emulaciones por parte de otras comunidades.
En el sistema autonómico, sobre todo en su vertiente financiera, no se puede tocar una pieza sin afectar al conjunto. El texto es lo suficientemente impreciso como para que la concreción de algunas de las medidas que recoge dependa de la vía elegida para su desarrollo o de cómo se fijen las cuotas de solidaridad con el resto de España. Los expertos subrayan que habrá que reformar la ley orgánica de financiación de las comunidades autónomas, algo que requiere mayoría absoluta. Ahí es donde el pacto debe responder a la expectativa de singularidad para Cataluña sin menoscabar al conjunto.
El acuerdo se propone el mayor salto en la historia del autogobierno desde el Pacto del Majestic entre PP y CiU. Marta Rovira ha hecho ahora lo que Jordi Pujol hizo al pactar primero con Felipe González y luego con José María Aznar. Hay una gran diferencia en el envoltorio retórico, que busca curar las heridas del procés, pero su recepción en los extremos de los nacionalismos catalán y español es la misma: en cada ocasión se declaró rota España mientras los traidores eran señalados desde sus propias filas. Esta vez no es diferente, y las ambigüedades del texto pactado dejan amplios márgenes para la interpretación. Pero su primera consecuencia está a la vuelta de la esquina: un partido independentista debe votar a un presidente no independentista. Los militantes de ERC se enfrentan a un dilema crucial. Una negativa llevaría a nuevas elecciones autonómicas. Sería una derrota para Sánchez y una grieta en su mayoría parlamentaria. Abonaría a la vez la candidatura unitaria encabezada por Puigdemont con la vana consigna de reavivar el proceso independentista y el serio propósito de aprovechar la crisis de los republicanos para arrinconarlos en una posición irrelevante.
En los hechos, y no en la retórica, los pactos con los nacionalismos han rendido un gran servicio a la democracia y a la unión entre los ciudadanos y los territorios de España. Y no debiera ser distinto con el actual acuerdo. Hoy con mayor razón puede darse por cerrado el procés, lo que no significa que vayan a desaparecer las legítimas ideas independentistas. La Constitución y el conjunto de las instituciones deben garantizar que la democracia funcione, especialmente cuando los representantes de los ciudadanos toman decisiones controvertidas, como ha sido la ley de amnistía y como es este acuerdo. No ha habido ruptura constitucional con la amnistía ni debe haber ahora ruptura de la solidaridad y de la igualdad en el pacto entre ERC y el PSC. Si ambos partidos asumen la responsabilidad de explicar con detalle sus planes, el Gobierno asume la de despejar, con el rigor de su implementación, las dudas legítimas del resto de las Comunidades Autónomas.